‘Laudatio Naturae’, de Joaquín Araújo

Laudatio Naturae

Joaquín Araújo

La línea del horizonte

Madrid, 2019

234 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

En la escuela de la sabiduría no se arrancan las raíces que unen a lo bello y a lo triste. No es un lugar donde el razonamiento sea el vehículo sobre el que se monta la comunicación, porque hay más nebulosas que certezas. Aunque, eso sí, la estupidez queda fuera de contacto y la estupidez se define por el horror y la rabia, las hermanas asimétricas de la belleza y la tristeza. Sobre esos pilares de sabiduría Joaquín Araújo (Madrid, 1947) ha ido construyendo, a lo largo de cincuenta años un proyecto que tiene algo de literario, aunque el mejor personaje de esa literatura sea el propio agente, el propio Joaquín Araújo. Esta recopilación de aforismos, de poemas, de rezos, vuelve a demostrar la generosidad innata de Araújo, un carácter que, como el universo, tendrá límites, pero está en expansión y esta expansión apunta a todo lo hermoso, a todo lo digno de respeto.

El amor por Gaia parte de un hecho incuestionable: yo soy Gaia. De esta forma, la naturaleza pasa a ser coautor del libro. Además de todos los otros escritores que intervienen en cada uno de los capítulos en que se divide esta muestra de serenidad: Julio Llamazares, María Sánchez, Antonio Muñoz Molina, Antonio Colinas, Eduardo Martínez de Pisón, José Antonio Marina, etc. Los elogios que dedican al histórico naturalista nos hablan en un tono casi elegíaco de lo mejor de nosotros mismos. En ese sentido el libro es una Laudatio, sí, pero también un lamento: es bello y es triste. Nos habla de la sabiduría de estar en el mundo y esta sabiduría tiene su sustrato en la contemplación. Nos habla de cómo habitar el mundo poéticamente y no nos engaña, pues ese mundo poético es cada vez más escaso.

Araújo ha creado un misticismo sin artificios, sin autohipnosis: escuchar cantar a los pájaros, renegar del reloj, pensar que la vida es sobre todo vacío y que el universo es sobre todo vacío, la compañía de los árboles y los perros, toda una serie de principios que uno llamaría éticos si no temiera alterar la humildad de Araújo. Porque este libro, estos paisajes breves, este bosque de frases, es un último intento de explicarse a sí mismo. Y cuando uno se sienta a escribir y concita a la memoria, al final no puede sino fabular para llenar los huecos de tantas cosas que no ha podido explicar. Esa es la paradoja de escribir sobre la naturaleza: la limitación del lenguaje, y hasta la limitación de la experiencia propia. Porque la convicción de que somos naturaleza y es en la naturaleza donde nos reconocemos, no deja de ser intuitiva, una nebulosa, un bienestar al que rezamos y con el que deseamos convivir, pero sobre el que resulta complicado escribir un ensayo. Poesía sí, mucha, que es el género propio de la naturaleza, venga en forma de verso, de diario o de elegía. O, como en este caso, de un deseo extremo, el que se corresponde a la lucha por una forma de vida que se debería imponer entre los hombres; en este caso, que todo el mundo consiguiera convivir con la naturaleza, como lo hace él, es una expresión de una parusía, ese advenimiento que aguardan quienes practican ciertas religiones, el que nos transportará a la forma definitiva de la felicidad. Pero que está en nuestras manos elegir, vivirlo antes de que se haga demasiado tarde.

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