Hiperrealidad de mierda
GALO ABRAIN.
Decía Baudrillard que la posmodernidad tría consigo algo llamado la hiperrealidad. El inagotable foco de los medios sobre la vida cotidiana de los individuos haría de nuestra conciencia sobre lo real algo descompensado. Se convertía así en algo opaco, que nacía y moría con la información distribuida por intermediarios que se quisiese dar por valida, llegando a sustituir la realidad original por la reinterpretada. Dicho de otra forma, en la hiperrealidad nuestras creencias se consumen como productos rebajados en un super asegurándonos la conquista de la felicidad con fines interesados. Para entendernos, si ponemos por ejemplo un videojuego, los ciudadanos del mundo hiperrealista serían jugadores tan abstraídos por su partida que para ellos la realidad se limitaría a sus pantallas. Da igual que una bomba atómica esté a punto de acabar con la humanidad, para ellos el mundo de ficción del que son presos capta toda su atención y hasta que no es demasiado tarde, nadie despierta del embrujo virtual.
Nuestras sociedades mecanicistas y tecnocráticas avanzan hacía un universo de incertidumbres. Un cosmos donde tenemos todas las respuestas, pero no sabemos las preguntas. Y este limbo de lo relativo, de lo absurdo, de lo transparente y a la par desconocido, es el campo de cultivo perfecto para que germinen las sucias manipulaciones, vestidas hoy de discurso sincero, que caracterizan esa hiperrealidad.
La política es el juego por el poder. Un juego en donde, como cuenta la leyenda que dijo en su lecho de muerte el asesino Hassan-i Sabbah “Nada es verdad, todo está permitido”. Debe ser así, porque no encuentro otra explicación para las aberraciones que diariamente regurgitan nuestros políticos en los telediarios, a las que la opinión pública responde con cuatro comentarios baratos e ineficaces en las redes.
Esta incoherencia, está infectada certeza de no saber nada es el terreno de juego en donde los más perversos y sádicos imaginarios alcanzan a calar en los individuos. En ellos, una feminista de verdad es aquella que defiende su lugar a la sumisa sombra del hombre de la casa. Una mujer inmigrante dando su hijo en adopción por los papeles es la solución al problema de natalidad. Una subida del salario mínimo de 300 € será el apocalipsis de la economía, pero no lo es rescatar bancos, malversar capitales públicos con viscosa avaricia, o dejar claro que hacienda somos todos mientras no allá más de seis ceros en la cuenta.
En la cloaca política siempre han existido las manipulaciones informativas. Un ejemplo que me encanta fue el sucedido durante la segunda guerra del golfo, cuando una supuesta enfermera kuwaití relató ante el mundo como las milicias del gobierno de Sadam habían destruido incubadoras en varios hospitales kuwaitíes, tirando los bebes que contenían al suelo. La tipa resultó ser Nayirah al Sabah, la hija de quince años del embajador kuwaití en Washington. Ni era una vulgar enfermera, ni estuvo presente en el país durante toda la invasión. La hiperrealidad, o la mejor llamada manipulación mediática de toda la vida alcanzó su fin último, sugestionar a la opinión pública para que tolere cosas que libres de presión no habrían tolerado jamás. El caso se las trajo, pero esta regla de la sugestión puede aplicarse cotidianamente a casi todos los discursos frente a los que nos enfrentamos día a día, a esas llamadas “fake news”, que no son otra cosa que una envolvente realidad falsa. Una realidad donde el bombardeo indiscriminado de información ha alcanzado el colapso total de los informados y la impunidad total de aquellos que mienten y embaucan sin descanso.
Ahora esta diatriba perversa del discurso cuenta además con un firme aliado que es el respeto absoluto a toda opinión, por muy oscura que sea. Entramos en esa trillada paradoja de la intolerancia de Karl Popper que afirma que cuanto más tolerante es una sociedad, más hueco deja a la intolerancia y está termina invadiéndolo todo. Se condena la negatividad y la crítica, porque son constructivas y en una sociedad transparente como la nuestra la negatividad son los restos de un pasado sin Prozac en cada comida y sobredosis de “Me gustas” en las redes. ¿Os habéis fijado en que no hay botón de no me gusta en ninguna red? No lo hay porque la negatividad no es productiva, no es frívola y limita el inagotable girar de la rueda de la risa en la que corremos hoy.
Las actuales circunstancias que vivimos en España son determinantes. De cómo enfoquemos el futuro de nuestra conciencia sobre la realidad, dependerá lo real de nuestras vidas. Tal vez, como dijo Slavoj Zizek para las elecciones americanas respecto a Trump, a España podría beneficiarle una toma de contacto en el poder con las sombras acolchadas del meteórico ascenso de los neofascistas liberales de VOX, del escoramiento derechón de los liberales conservadores de siempre del PP, y de la irrupción programada de los liberales bien vestidos de Ciudadanos, pero temo que aquí no haya despertar alguno. Más bien creo que la somnolienta hiperrealidad en la que hemos caído nos ha llevado a estar patéticamente abstraídos de la realidad. A dar por justo lo que nos acuchilla el hígado y a sonreír al que nos pisotea e incluso darle las gracias.
Creo que, o amanecemos firmes contra la tolerancia a las opiniones y discursos manipulados, o terminaremos presos del más deprimente y sucio de todos los futuros, el de la hiperrealidad de mierda.