‘El cuaderno entre el polvo’, de Elmer Ernesto Alcántara
ELMER ERNESTO ALCÁNTARA.
La luz de una luna absoluta que brilla limpia en el firmamento infinito, entra oblicua por la ventana sin marco iluminando nítidamente un cuaderno abierto sobre una mesa cuadrada; el resto de la habitación está casi a oscuras, opaca y silenciosa. Acomodando los ojos a las tenues tinieblas, se puede ver un viejo retrato colgado en una pared; en un rincón, dos muebles desvencijados y una redonda mesa de centro con un florero vacío entre ellos; en el otro rincón, la mesa cuadrada con el cuaderno abierto y una silla al costado… y todo está cubierto por una gruesa capa de polvo que acentúa el silencio y la soledad, menos el cuaderno: sus dos páginas blancas brillan limpias entre la opacidad que el polvo confiere a todo lo demás, como un oasis en el desierto. Nada parece haberse movido en cientos de años; y es seguro que sólo la luna, el sol y el polvo, han entrado silenciosos y austeros por aquí. Se respira una descorazonadora sensación a quietud, abandono y soledad.
Pero si nos acercamos a la ventana, veremos que no sólo la habitación está sumida en la quietud, el abandono y la soledad. Sino todo lo que alcanza a ver la vista: los altos edificios, las casas, las calles, los carros en las calles, las plazas. Todo está fijo, estático y aplastado por el polvo. No hay una planta, un árbol, un pájaro, y menos una persona a la vista; ni siquiera un sonido en el aire. Todo parece muerto. Sólo las blancas páginas del cuaderno abierto, limpias de polvo, parecen vivas. En esas páginas, a mano, está escrito lo siguiente:
“14 de diciembre del 2032:
Ayer se ha cumplido un año (me sorprende que aún pueda contar el tiempo), que el mundo se acabó; porque esto ya no es el mundo; esto es el infierno. El 13 de diciembre del año pasado, alguien, en algún lugar del mundo pulsó el botón… y la tan temida tercera guerra mundial, empezó. Todo el inmenso aparato destructivo que los países en conflicto habían desarrollado y acumulado en cientos de años, se echó a operar. Fue una guerra a gran escala que involucró a todos los países de la OTAN y a Rusia y sus aliados. A los pocos minutos de desatado el conflicto, miles de aviones lanzaban miles de bombas en casi todas las ciudades del hemisferio norte. Miles de misiles, llevando ojivas nucleares, surcaban los cielos en busca de sus objetivos a uno y otro lado del planeta. Todos buscaban la destrucción total e inapelable del enemigo, así que nadie se guardó nada; ni siquiera hubo tiempo para batallas en tierra, con tanques y soldados; o combates en el mar, con barcos y submarinos. Las armas nucleares hicieron todo el trabajo, en una semana. Al cabo de esa semana de guerra total, más de 10 mil megatones de TNT fueron detonados en el hemisferio norte del planeta y el mundo tal y como lo conocíamos, se acabó.
Como consecuencia directa e inmediata de las miles de detonaciones que ensordecieron el planeta durante esa semana, más de mil millones de personas fueron incineradas en los primeros días de iniciados los ataques por los miles de grados centígrados de calor que se esparcían a cientos de kilómetros alrededor de los hongos nucleares. Las llamas lo abrasaron todo y a todos dejando sólo humo y cenizas a su paso. Otras mil millones perecieron como consecuencia de las ondas expansivas que no dejaban nada en pie y lo arrasaban todo con su energía destructiva. Cuando finalmente se acallaron las detonaciones: Estados Unidos, Rusia, Europa toda, China, Israel, Japón, el Medio Oriente entero, la península Coreana, el norte de África, el norte de México y gran parte de Australia quedaron devastados, arrasados y en tinieblas. Después de esa semana fatídica en la que las potencias en conflicto desplegaron todo su poder destructivo, el hemisferio norte era una vasta hoguera que ardía como sólo puede arder el infierno. Las cerca de cien millones de personas que sobrevivieron a esa semana, quedaron mortalmente dañadas por las quemaduras, las heridas, la radiación, la desesperación y la locura, y fueron muriendo en masa, minuto a minuto, hasta que no quedó nadie. En las semanas que siguieron más de 500 millones de toneladas de hollín, cenizas, escombros y humo se elevaron hasta la estratósfera. Se empezó a formar una densa nube negra que se esparcía aceleradamente y oscurecía los cielos sumiendo al mundo entero en una penumbra que hasta ahora, un año después, persiste.
Una vez terminada la guerra más brutal de la historia que borró del mapa a la mitad del planeta en una semana; en el hemisferio sur, que no se vio envuelto en el conflicto, nada parecía haber pasado, todo estaba intacto. Salvo por la nube negra que empezaba a oscurecer los cielos y las aterradoras noticias que daban cuenta de una catástrofe colosal en el hemisferio norte; todo aquí parecía estar en su lugar… pero no era así. No era así porque pronto se empezó a vivir lo que los científicos habían anticipado, si se diera un conflicto de esa magnitud: “el invierno nuclear”. Pero aún antes de que se empezaran a sentir sus nocivos efectos, había que asumir que el mundo cambió por completo de la noche a la mañana: todo lo que antes era global colapsó: el comercio, las comunicaciones, el transporte, las industrias.
Ya no existía más un mundo interconectado; sólo quedaron zonas aisladas en el planeta, (América central y América del sur, el centro y sur de África y partes de Australia y Canadá), donde si bien es cierto la infraestructura había quedado intacta; pero terribles amenazas, una peor que la otra, se cernían sobre la vida. En primer lugar estaba la radiación, que desde los miles de puntos donde explotaron las bombas nucleares, comenzó a esparcirse por todo el planeta contaminando y envenenando mares, ríos y lagos, suelos y plantas, animales, seres humanos y hasta el aire. Y por supuesto lo más terrible: el invierno nuclear: sin contar con la terrible ola de frío que empezó a asolar el planeta, como una de sus consecuencias; la peor es que bloqueados la luz y el calor del sol por la gran nube negra que terminó por cubrir los cielos de todo el planeta; las plantas sobre la tierra y el fitoplancton de los mares ya no contaban con los rayos solares necesarios para realizar la fotosíntesis y alimentarse; y con las plantas pereciendo y desapareciendo rápidamente de la faz de la tierra, se rompió completamente la cadena trófica del planeta y el ecosistema todo, quedó mortalmente amenazado.
Ante noticias tan catastróficas, ante un futuro tan oscuro, aterrador e incierto; aquí en América del Sur; el miedo, la desesperación y la locura rápidamente ganaron terreno. Se quebrantó completamente el orden en todas las actividades y costumbres humanas y el caos empezó a cundir. En los primeros dos o tres meses posteriores a la catástrofe, sin embargo; los diferentes gobiernos trataron de tomar la iniciativa y controlar la espantosa situación. Era evidente que las actividades productivas estaban paradas; que los sembríos se perdían y la tierra contaminada ya no produciría más; que los animales morían en masa sobre la tierra por hambre o envenenamiento; y que el mar era un mar de cadáveres. A la vista de todos la vida misma empezó a morir. Optaron entonces por confiscar y tomar posesión de todas las existencias alimentarias ya procesadas y del agua embotellada que los supermercados, mercados, tiendas, bodegas, fábricas, etc. tenían en sus almacenes. En medio del creciente caos intentaron un empadronamiento de familias y personas para organizar un racionamiento de la comida y el agua hasta que los ingenieros, investigadores y científicos que habían convocado, descubran cómo curar la tierra y las aguas de la radiación, o dónde o de qué manera empezar a producir algún tipo de alimento que le permita al ser humano sobrevivir… pero nadie ni nada pudo contener la desesperación, el pavor y la locura que llevaron a los hombres a la anarquía total y la barbarie.
Se dio una descomunal ola de saqueos; todos querían hacerse de la mayor cantidad posible de comida y agua para poder sobrevivir sin importarles los demás. Los ejércitos que custodiaban los almacenes donde los gobiernos guardaban los alimentos y el agua que pretendían racionar, se vieron obligados a disparar y mataron a cientos, a miles de saqueadores; al mismo tiempo, se dieron verdaderas batallas campales entre los propios saqueadores que peleaban entre ellos por lo mismo: comida y agua, y que también terminó en miles de muertes. Hubo suicidios masivos de familias enteras que ante un futuro tan negro y desolador preferían morir y saltaban juntos de altos edificios, o se envenenaban, o incluso se quemaban vivos. Las calles empezaron a cubrirse de cadáveres a los que ya nadie enterraba, que se quedaban y pudrían a la intemperie en el lugar y la posición en que los había agarrado la muerte. Se desintegraron completamente las estructuras sociales, políticas, económicas y hasta familiares; ya nadie trabajaba; ya nadie se bañaba o cuidaba de su apariencia; ya nadie comía sentado a una mesa, en un plato, con cuchara tenedor y cuchillo; ya nadie conversaba de otra cosa que no fuera qué o cómo hacer para sobrevivir un día más. La gente empezó a abandonar sus casas y se lanzaban a deambular en busca de agua y comida por la que muchos morían o mataban… El desborde ha sido tal, que ahora, a un año de la catástrofe, ya no quedan gobiernos, ni autoridades, ni instituciones, ni ley; la anarquía, la locura y la muerte lo dominan todo.
…No sé cuántos años han pasado desde que yo me eché a deambular; el tiempo ya no importa. He recorrido cientos de calles, caminos, plazas y ciudades; ya no queda nada del mundo; ahora todo es el infierno. Ya no quedan seres humanos; esos que deambulan por ahí, son hordas de salvajes, seres sin alma; enloquecidos por el hambre, la sed y la desesperación del hambre y la sed. Tienen ojos de chacales y andan desnudos, famélicos; cubiertos de pelos, de llagas, de sangre y de su propia mierda; ya no hablan, ya pronuncian palabras, ya no expresan ideas: gruñen, gritan, chillan, lloran. Los he visto cazar niños, de los poquísimos que quedan, a los que devoran vivos para calmar su hambre demencial y desesperada; y cuando no hay niños, o cualquier animal que puedan devorar, los he visto saltar, enajenados, sobre el más débil de ellos mismos y devorarlo entre gritos y aullidos. Ya no le disputan (ya no le disputamos) la poca miserable comida que queda en el mundo a otros seres miserables como ellos; sino a las cucarachas, a las moscas, a las ratas. Los he visto disputarle a las ratas vivas, pedazos de ratas muertas; los he visto comerse su propia mierda.
…La densa nube negra que cubría el cielo se ha disipado; pero hace mucho que no veo a nadie, que no encuentro un ser vivo: planta, animal o persona; deambulo por calles plazas y ciudades y todo es silencio, quietud y abandono. No sé qué me ha mantenido cuerdo en este infierno de locura; pero últimamente me siento muy débil, hace días que no encuentro una mosca o una cucaracha que echarme a la boca. Voy a morir muy pronto y lo único que veo a mi alrededor es desolación. El mundo es un yermo baldío que ha empezado a ser cubierto por una ligera capa de polvo. Ya ni siquiera se escucha nada. Lentamente, los seres humanos que un día prosperamos en este planeta vamos regresando a ser lo que siempre fuimos: polvo.