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«Novecento», historia de un gran personaje con el arte mayor de Miguel Rellán

Por Horacio Otheguy Riveira

Miguel Rellán es uno de los grandes allí donde se ponga: en un papel secundario, breve, largo, circunstancial o en un protagonista como el de este monólogo de Alessando Baricco de enorme proyección internacional, incluida una adaptación cinematográfica de Giuseppe Tornatore (La leyenda del pianista del océano). Lo importante es que desde mayo de 2014, en diversas salas desde el estreno en el Teatro Español, Miguel Rellán atraviesa el tiempo de la narración original con su fundamento histórico y se queda con nosotros en una inolvidable representación.

«No estás jodido verdaderamente mientras tengas una buena historia a cuestas y alguien a quien contársela»

Un monólogo escrito para un actor, que se lee como una de las breves novelas del autor de Seda, el italiano Alessando Baricco. Para que tome vida en escena es imprescindible un crack como Miguel Rellán, ya que se cumple la reflexión de Baricco «No sé si es un texto teatral. Lo dudo. Pero es una hermosa historia que necesitaba contar». Así las cosas, se presenta el trompetista Tim Tooney con su traje arrugado, pantalón holgado, quien asegura haber cometido muchos errores en su vida hasta haberlo perdido todo a tal punto que se ha visto obligado a vender su trompeta. El hombre sobrevive sin lamentarse, feliz de haber conocido a un gran tipo, uno fuera de serie, y se queda entre nosotros recordando episodios de aquel hombre singular, un huérfano abandonado en un gran barco que unía Europa con América: Danny Boodmann T.D. Lemon Novecento, un fabuloso personaje cuya historia es contada con tal entusiasmo y emoción que le vemos deambular no sólo junto a Rellán en el escenario, sino entre las butacas, tocándonos, mirándonos con la dulzura de quien nunca ha conocido ansiedad alguna ni deseo de competir ni recibir aplausos, ya que desde los 8 años los ha recibido noche a noche, como un mágico pianista sin escuela alguna cuyas interpretaciones resultaban fascinantes a los pasajeros del gran Virginia, ricachones de la primera clase, a los de la segunda, y a los más miserables de la tercera clase que visitaba de tanto en tanto y le acompañaban con sus voces e instrumentos, en medio del hedor de un ambiente viciado, con mínima ventilación y muchas ilusiones.

 

Tocábamos para hacer que bailaran, porque si bailas no puedes morir, y te sientes Dios.

 

Novecento. La leyenda del pianista en el océano se pergeña con datos históricos de comienzos del siglo XX (de allí el nombre con que fue conocido el personaje del que se habla, fecha en que nació abandonado por su madre) entre los que destaca especialmente la aparición de un pianista genial, forjado en el entretenimiento «sedoso» de los salones de los mejores burdeles de Estados Unidos, Jelly Roll Morton, autodenominado Inventor del jazz (1890-1941). Y con las trágicas peculiaridades generadas por el desastre de la primera guerra mundial. Sin embargo, lo que de verdad importa es el recuerdo de alguien muy querido que nos permite permanecer aquí y ahora, un personaje ausente en escena, pero muy vivo en la memoria de quien le conoció, alguien que nunca quiso cumplir reglas sociales, que vivió siempre en un barco, como un poeta magistral que sentado al piano conversaba con espíritus y paisajes del mundo real, sin haberlo tocado en tierra; lo conocía todo, hasta te podía señalar restaurantes en Londres, París o Tombuctú: sabía escuchar, sabía leer en la mirada de los pasajeros, sus entusiastas espectadores.

Sólo con Rellán en escena estamos ante un formidable espectáculo: fértil alianza de teatro y literatura con una dinámica escénica conmovedora. Una narración oral, un teatro con un solo hombre sin escenografía, sólo con un ligero juego de luces que le dejan a solas con un largo texto final, apenas iluminada su cabeza: cada palabra, el mínimo gesto, las sonrisas, lágrimas, e incluso las acariciantes manos del pianista recordado circulan por el talento de un actor que siempre me impactó en cualquier interpretación cinematográfica o teatral, pero que en esta ocasión deambula con renovados recursos (desde 2014 de su estreno) y cubre de humildad de gran artista cada instante, la misma humildad del modesto trompetista que cuenta la historia de Novecento, dominando a la perfección el relato de un hombre «al que vi por última vez sentado sobre una caja cubierta de dinamita». La sombra del amigo desaparecido alimenta su capacidad de reconocer su propia derrota. sin embargo, vencido no se lamenta, pues «Tuve la suerte de conocerle». Tras la memoria de aquellas andanzas nos llega la enseñanza mayúscula de un ser que nunca dejó de ser él mismo. Y si «Ser es hacerse el ser que se es» (Luigi Pirandello), entre la experiencia de Novecento y el relato de Tim Tooney se nos ofrece el vibrante panorama del crecimiento silencioso, de la más cálida posibilidad de reencuentro con lo mejor de nosotros mismos: aceptar nuestras decisiones y la inescrutable influencia del destino.

En los ojos de la gente puede verse lo que verán, no lo que han visto.

 

 

 

Traducción Xavier González

Dirección e iluminación Raúl Fuertes

Fotografía Jerónimo Álvarez

Teatro Off Latina. Miércoles a las 20, 30 horas

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