Arde París
En el atardecer de un lunes anodino de primavera, al inicio de una semana cualquiera en la que el buen tiempo aún no había logrado abrirse paso y cuando uno de los monumentos más importantes de Europa había cerrado ya sus puertas para darse un respiro y descansar, hasta el día siguiente, de los ruidos y el trajín de los trabajos de restauración y de los más de 35.000 turistas que la visitan cada día, de repente, el color de las llamas iluminó el cielo de París.
Justo entonces, en el momento “más inesperado”, como solemos llamar a ese instante en el que ocurren las cosas trascendentales que nos toman por sorpresa, entre el silencio y la soledad y sin más testigos que sus legendarias gárgolas de piedra, algo en el ático de la Catedral de Notre Damme empezó a arder.
El resto es bien conocido: el despliegue para responder a la emergencia, las alarmas y el sonido de las sirenas; la intervención (siempre ejemplar y admirable) de los cuerpos de bomberos, la ola de estupor y conmoción social, las reacciones políticas y los mensajes de twitter; los boletines de noticias, las vigilias ciudadanas, la aguja viniéndose abajo… Todo está suficientemente documentado por los micrófonos y las cámaras de los periodistas y por los miles de teléfonos móviles grabando e informando en directo y lo hemos visto repetido en nuestras pantallas una y otra vez.
Pero no está de más fijarse en el otro lado de las cosas que ocurren bajo el cielo de París. Las tragedias y los accidentes tienen la habilidad de mostrarnos la realidad desnuda, de enseñarnos, al menos por un rato, la versión más pura y simple de la vida que vivimos. Y el incendio de la Catedral de Notre Damme nos deja, entre sus cenizas, algunos rescoldos a los que deberíamos prestar atención.
El estupor, las emociones que el accidente generó en todo el mundo reafirma con certeza la noción de Patrimonio de la Humanidad. La relación afectiva que millones de personas de todo el mundo somos capaces de establecer con los símbolos culturales de nuestro tiempo. De sentirlos “un poco nuestros”, parte de nuestra vida, de nuestros recuerdos y de ser pilares valiosos de nuestra cultura universal. Parisinos y no, franceses y no, europeos y no, católicos y no, religiosos y no…. Desde todas las esquinas del mundo compartiendo un sentimiento de dolor y vulnerabilidad, el miedo a una pérdida total de un edificio único e irrepetible que para tanta gente significa tanto. Y así podía verse en vigilias improvisadas alrededor de la Ïlle de la Cité en la que la multitud se juntaba a contemplar impotente las llamas mientras esperaba cantando, rezando y, en definitiva, acompañándose unos a otros; o en el aluvión de recuerdos personales, fotografías, muestras de solidaridad etc que inundaron las redes sociales los días siguientes y que tenían a la catedral como protagonista.
Un afecto, un respeto y una atención al Patrimonio Cultural de la Humanidad que, paradójicamente, suele echarse mucho de menos en la vida diaria en la que tanto a nivel local, nacional e internacional falta mucho pensamiento, palabra y obra destinada al cuidado y conservación de nuestros monumentos y al fomento de la protección y la cultura en general. Basta con echar un vistazo a los programas electorales y a los debates políticos de estos días para comprobar el ínfimo espacio (o generalmente ninguno en absoluto) que se dedica a estos temas.
Por otra parte, la cadena y las expresiones de solidaridad también nos pone de manifiesto una asombrosa capacidad económica para reparar las desastrosas consecuencias del incendio que resulta (y se ha demostrado) impensable para muchas otras emergencias. No se trata, en absoluto, de hacer una crítica a las donaciones, pero resulta impresionante que, en menos de veinticuatro horas, unas empresas del sector privado hayan sido capaces de comprometer más de 800 millones de Euros (entre otras, el grupo propietario de Gucci e Yves Saint Lauren, 113 millones; el grupo Louis Vuitton, 226 millones; la petrolera Total, 100 millones; L’Oreal, 200 millones). Una cifra que contrasta, y hasta sonroja, la capacidad inicial del sector público representada por el Ayuntamiento de París, 10 millones de Euros; y la iniciativa ciudadana, 60.000.
Datos que, pese a lo loable del propósito, deberían hacernos reflexionar mucho sobre la distribución de la riqueza, el impacto de la brutal disparidad de capacidades del sector público y el sector privado, sus respectivas responsabilidades y, muy especialmente, sobre las narrativas que suelen construirse alrededor de otras crisis y urgencias ambientales, sociales y humanitarias en las que se asegura insistentemente la “falta de recursos materiales”. Pues parece que haberlos hailos.
Mientras las cenizas de la Catedral aún humean, se evalúan los daños, se protege lo salvado y se hacen planes para la restauración, es difícil no pensar que es una verdadera lástima que, para muchos otros casos, cueste tanto conseguir que la humanidad más esencial sea también considerada Patrimonio de la Humanidad. Y que no nos lancemos siempre de igual manera a su rescate.
Bravo Nando. Me encantan tus escritos.