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‘No hay luz más dolorosa que la que no puede apagarse’, de Pablo Méndez

RICARDO MARTÍNEZ.

Haciendo caso del título, original y elaborado, bajo el que se nos presenta este libro (también original en su ‘voz sintiente’, y elaborado  minuciosamente en el tiempo vital del autor, por cuanto recoge su producción poética hasta hoy) cabría decir que hay una luz cuya presencia se desea siempre, y es aquella que ilumina los anhelos, que consiente con las incertidumbres, que ampara esa desazón que a veces es el vivir.

Hay una luz que se desea por lo que significa, y esa es la luz que aporta la poesía, esa dama elegante y en ocasiones un tanto altiva pero cuya seducción va más allá de las fuerzas propias; es inexcusable aceptar la pasión que nos propone, el vuelo que nos promete, la certidumbre lejana con que nos acoge.

Toda esta panoplia de deseo y duda, de voluntad de ser y debilidad del propio significado; toda esta letanía de pasión y deseo y esperanza de ser más para la realidad y el amor es lo que se nos va entregando en estas páginas; y el lector, como no podría ser menos, lee-escucha, atento, por cuanto hay algo de sí mismo que se siente aludido en el discurso poético que se le entrega: “tus días mejores no han llegado/ y los peores los has vivido ya:/ piensa así// no hay peor asesino/ que el que se mata a sí mismo/ sin saberlo”

El poeta, siempre, a la vez que mueve, que exige un movimiento hacia sí pero también hacia fuera de sí (se trata de de expresar el gozo y la sorpresa de vivir), también conmueve, que no es sino un movimiento de otra naturaleza, necesario: en ello está lo alusivo al amor como identidad, como deseo imperecedero, como forma de ser.

Siempre el lector es el destinatario elegido si bien es, por eso mismo, el que, habiendo recibido el fuego –la luz- de la palabra poética, acaso él mismo luego, por sí, elabore luego, a su vez, un nuevo discurso emocionado desde su propia mismidad, desde su propia conciencia. Lo que viene a significar que la poesía, además de ser ‘un arma cargada de futuro’, es siempre –acaso por ello- un arma expresiva, clara, directa, lejos de cualquier ambigüedad donde pudiera protegerse la inacción. No, la palabra poética, si es certera y buena, es siempre interior, convocadora.

Es así que, siguiendo en compañía de este libro podemos leer en un momento dado, en una página dada: “Estos días me siento extrañamente solo/ -Me pregunto si de verdad a alguien/ le importará esto-/ No sé por qué hago las cosas que hago/ No sé por qué escribo lo que escribo/ Vivo, sin más, como el farol de la calle/ cuya luz a todos es inútil/ Soñé que pasado el invierno sería feliz/ soñé y soñé y soñé y soñé otra vez”

Sueña los días futuros, se sueña a sí, sueña la luz necesaria, la que aporta la poesía, la que ha de avivar sus ilusiones hasta granar en el ánimo de que no se apague, a pesar de obligarnos a vivir en el dolor del ansiado deseo.

Ya vendrá luego la muerte con su rara justicia.

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