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CRÍTICA: LOS ‘HIMNOS’ DE CALÍMACO

RICARDO MARTÍNEZ.

Poesía es el canto, sostiene Joaquín Díaz –él, que sabe tanto de canto y ha dedicado toda una vida a estudiar sus naturalezas, su significado en la vida del hombre como signo de cultura. También lo argumenta brillantemente Bowra, el ensayista inglés en sus magníficos estudios sobre el nacimiento de la expresión corporal-oral, una manifestación del significado cultural trascendente en todo hombre desde sus orígenes. Recordemos, por lo demás, y como antecedente, la importancia de los Cantos homéricos como nacimiento de la expresión literaria por excelencia

Aquí, en Calímaco, uno de esos autores literalmente cultos nacido en los aledaños de la cultura greco-romana, en el norte de Libia (si bien su vida docta había de desarrollarse en Alejandría en los límites del siglo IV-III de a. de n.e.) el canto deviene, como obra literaria, en expresión laudatoria, de culto y loor a los dioses, un argumento densamente extendido en la literatura de esos siglos, pues en el dios, en el contenido mitológico, centró el hombre la explicación de tantos y tantos avatares de su vida.

Para mí, como lector, y teniendo en cuenta la acuñada importancia y valor que supo granjearse el autor como influencia duradera de su obra en las generaciones sucesivas de poetas (Catulo, Propercio, Tibulo, el mismo Ovidio) que ‘vieron en él un modelo de perfección poética’, el Himno a Delos es casi un paradigma de canto; profano y divino al tiempo, pues, para el caso, no se invoca directamente a un dios, en principio, pero sí a la isla de Delos ‘como lugar de culto panhelénico al dios Apolo’. El modelo literario, por la belleza y contención del lenguaje, por su sentido evocador de celebración, me parece un ejemplo de sublimación poética, a la vez llena de sencillez descriptiva

“Verdaderamente todas las Cícladas, que son las islas más sagradas que se encuentran en el mar, son celebradas en muchos y bellos himnos; pero Delos desea conseguir las primicias de las Musas” Ella, la denominada “la nodriza de Apolo (…) puesto que ella bañó y envolvió a Febo (Apolo) señor del canto, y fue ella la primera que lo honró como a un dios. Por tanto, continúa más adelante, “yo le dedicaré mi canción” Y el poeta, el cantor, repara al punto en tal definición, tan escueta como emotiva, respirando el texto una cierta forma de ceremonia: “Venteada y sin cultivar, como una roca golpeada por las olas, más accesible para las gaviotas que para los caballos, yace aquella anclada en el mar; y el ponto la rodea por ambos lados con su enorme fuerza y deja en sus costas la abundante espuma de las aguas del Icario” Y, por resaltar el aspecto humano, de donde emite el canto de alabanza- la ensalza pues “en ella, también, habitaron los pescadores que surcan el mar” Lo divino y lo humano como vinculo, como argumentación

En un texto clásico acaso quepa siempre, como deuda estética, el reconocer la grandiosidad de la palabra, que, queriendo llegar hasta el dios, adquiere en la voz del poeta un sentido y elocuencia, desde lo más sencillo, que le hace erigirse en modelo de armonía, de concordia entre naturaleza y mito. Un significado elevado al fin, una forma distinguida de vivir

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