‘El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes’, de Tatiana Tîbuleac
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
Tatiana Tìbuleac
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Impedimenta
Madrid, 2019
250 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
“Incluso así, de todos los recuerdos-preciosos que me llevo invariablemente conmigo a la espera de un buen día -después de escapar de este borrador de vida que llevo ahora- se conviertan de nuevo en realidad, solo uno es el corazón. Solo uno tiene el poder de disolver lo negro, el moho y la desesperación.
“El girasol.”
Pero su madre, la madre del narrador, le llevó a un campo de girasoles para anunciarle que un cáncer estaba devorándola por dentro. Cuando el narrador está a punto de confesar que le puede salvar la poesía, resulta que ésta también pertenece al mundo en defunción, a un mundo que va, poco a poco, perdiendo colores, formas, alegría. Si es que alguna vez la tuvo. Pues los colores son propios de una infancia que al narrador se le ha negado. No pudo ser niño por culpa de una muerte, la de su hermana; no podrá ser adolescente por culpa de otra muerte, la de su madre, los momentos en los que se centra la novela. Y, dado que la obra se narra desde el futuro, no podrá ser adulto a causa de otra muerte que navega por los bajos fondos de una novela triste, en lucha contra el nihilismo que, al parecer, sería la tabla de salvación, porque ninguna otra, ninguna emocional, le ha sido facilitada. Ni siquiera el perdón, que intenta ser el tema de la obra.
La novela entra dentro de un círculo existencialista, aunque con voz propia. La obsesión por la madre, por una suerte de psicoanálisis sobre la figura de la madre, nos recuerda, aunque sea en la distancia, a El extranjero. La estructura en capítulos cortos, algunos de una sola línea y referidos a los ojos de la madre de la familia Bundren que va a ser enterrada por su marido y sus hijos en Mientras agonizo. Un cierto autodesprecio, que se combate con una forma de narrar tan visceral como contundente, nos remite a lo mejor de Agota Kristoff, y también a una actualización del narrador de La náusea. Como en cualquiera de las obras antes mencionadas, en esta se abren muchas preguntas, se establece una relación de amor y odio con la poesía de la derrota. La novela nos refiere, como en el teatro clásico, la injusticia de haber nacido y la pregunta sobre a qué se debe esta falta de justicia.
La búsqueda de la posibilidad de amar, ese resquicio que le salve, entre tanto desamor, apenas consigue que se vayan apartando las nubes, que son el tema real de la novela. Pero no lo suficiente como para que regrese el sol. El tiempo apenas sirve para mitigar rencores y el psicoanálisis que practica el narrador, poniendo en negro sobre blanco la historia de la relación con su madre y con las ausencias, la imposibilidad incluso de haber pasado por una etapa edípica, ni siquiera le reconcilia con el relato. De ahí que la novela posea tanta potencia como las de Kristoff, Faulkner, Camus. Hay que tener en cuenta que ese anhelo por regresar al útero materno y nacer de nuevo, en condiciones, realizado, bien hecho, produce un efecto rebote que el narrador lanza, en forma de furia, contra el mundo. Cuando alguien maldice haber tenido una infancia, se provoca un extrañamiento que no se resuelve sin fango: “Se rio largo rato, con ternura, como yo descubriría años después que se ríen las madres con los chistes estúpidos de sus hijos inútiles, pero amados”.
Inmigrante polaco, el narrador no puede apartarse de los cruces con la muerte o la desaparición. También con el deseo de desaparición de un energúmeno, que es la figura paterna, la supuesta referencia de la que se intenta desprender como uno se desprendería de la brea pegada al cráneo. Con todos estos ingredientes, y alguno más, Tatiana Tìbuleac (Moldavia, 1978) nos consigue confundir: este sería un libro imponente si se tratara de literatura testimonial. Pero, ¿qué más da si es invención o pasado?, se trata de una obra creíble, real. Se trata de una autora que escribe con el lápiz de la sinceridad.