‘Meditaciones cósmicas’, de Hubert Reeves
RICARDO MARTÍNEZ.
Meditar, aquí, es no solamente reflexionar con silencio y esmero, tal como el entendimiento clásico lo dicta, sino, creo entender, también con su parte lúdica, de entretenimiento. Un gozo, pues, para el lector que necesita también de ser asistido por parte del autor de un cierto sentido del juego, del sentido del humor sin desdecir por ello de la tarea principal: ahondar –espiritualmente- en algo a través del pensamiento
Dice en un momento dado el autor: “En las páginas siguientes he reunido una serie de trampas en las que resulta fácil caer. Sin una vigilancia permanente, cada cual corre el riesgo de convertirse en su víctima (…) La única certeza, decía Claude Bernard, es que no hay ninguna” Es un curioso aviso a navegantes. Y añade: “Werner Heisenberg, uno de los padres de la física cuántica, escribió: ‘Hemos de recordar que lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro modo de investigación” Y pasa a ofrecernos un ejemplo concreto: “Pasteur demostró que la vida no aparece de manera espontánea en nuestros laboratorios. Pero la situación no era necesariamente la misma en los océanos primitivos de la Tierra, donde la vida efectivamente nació de la materia inerte, unos cientos de millones de años después del comienzo de nuestro planeta. Entre tanto, las condiciones físicas han cambiado” La cita es larga, pero considero que explicativa.
Ahora bien, ¿es lógico constreñir el significado de lo que designamos como realidad negando aquella percepción derivada de añadir, a través de de nuestro modo de percepción, de significación, lo percibido? La tentación es demasiado evidente como para eludirla. Cabe pensar, creo, ¿no hay aquí, en estas palabras, una invitación implícita a que el observador, valiéndose de sus capacidades, no reduzca sino prolongue, incluso a través de la imaginación, el valor de lo observado, de lo percibido? Desde siempre –desde los mismos griegos- podemos sostener que la realidad, más que una existencia real, es el resultado que cada cual percibe como propio y significativo para sí. Lo que no invalida, claro está, los principios generales que rigen la naturaleza, pero sí lo matiza. Es como la eterna dialéctica a propósito de la percepción de una obra de arte. Existe per se, mas, se nos ha advertido desde la filosofía, aquello que el propio ser individual le otorga como significación según su potencial espiritual.
El autor nos apercibe de nuevo: “Esta situación –la del observar la naturaleza- basta para advertirnos contra el peligro que supone confundir el mapa (la teoría) con el territorio (lo real) El territorio real es mucho más rico que el mapa matemático que la ciencia está en condiciones de ofrecernos de éste” Es fantástico, parece un canto implícito a la libertad, a la libertad de ser y, en ello, la posibilidad –una en cada cual- de que lo percibido de la naturaleza no constituya, al fin, sino el gran mosaico de todos los matices que la misma naturaleza, pródiga en bienes y males, depara a cada uno de nosotros, depara cada día como una forma de la realidad. Y deparará mientras ella se manifieste y nosotros captemos, con inteligencia e imaginación, sus significados.
Ahora bien, siempre proveídos de la mejor y mayor humildad: “Cuidado con las ideas que nos hacen sentirnos inteligentes. Parafraseando a Flaubert: la realidad nunca es ni tan sencilla ni tan complicada como se cree” Y Flaubert no se puede decir que haya sido un científico brillante, pero sí, un gran conocedor de interiores, de sueños y soñadores.