Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Tercera parte: Cavalho, Elcano y cómo meterse en líos por el clavo
Por Tamara Iglesias
“La historia puede ser una amante cruel, tan pronto te encumbra, tan pronto te olvida” decía el historiador griego Zósimo, y aunque podríamos introducir aquí miles de ejemplos sobre la exclusión historiográfica hoy nos centraremos en el caso de Juan Sebastián Elcano cuya circunnavegación del globo quedó eclipsada por las acciones expedicionarias de Magallanes, de quien ya hablamos en el anterior artículo de esta serie sobre el colonialismo en la Edad Moderna.
Como recordarás, tras la muerte de su adelantado la tripulación decidió quemar la nao Concepción (debido a la falta de hombres para manejarla) emprendiendo el viaje hacia las Molucas con intención de abastecer las bodegas (no sólo de víveres sino tambien de la preciada especia conocida como clavo). Juan López de Cavalho, piloto mayor de la flota, fue nombrado nuevo capitán y, muy a su pesar, demostró rápidamente que no estaba preparado para dirigir semejante empresa; más perdido que un pulpo en un garaje, navegó sin rumbo durante semanas hacia el sur por el archipiélago de la Sonda (Malasia) y el mar de Sulu, volcando sus esfuerzos en el regocijo sexual con la nativa que había embarcado en Brasil (quizá por ello no puso demasiados reparos a que su tripulación recurriera al pillaje y la piratería en la zona de Borneo). La situación se hizo insostenible en cuanto un equipo de reconocimiento (entre el que se encontraban la “enamorada” y el vástago de Cavalho) desembarcó en Brunei ya que, esgrimiendo el mismo espíritu pedante y eurocéntrico que hizo caer a Magallanes, Cavalho se creyó en disposición de tomar por la fuerza cuanto quisiera y aunque los nativos no iban a defender la ínfima estructura de propiedades privadas de la que disponían sí entraron al ataque cuando el capitán pretendió raptar a varias mujeres para convertirlas en su nuevo entretenimiento de alcoba. El asesinato de los hombres que trataron de defender a sus esposas, madres y hermanas así como el miedo a una evidente represalia, precipitó la huida de la tripulación y el abandono del grupo de expedición. Dos días después Cavalho fue destituido en favor de Gonzalo Gomez de Espinosa (capitán de la Trinidad) quien pondría al mando de la Victoria a Juan Sebastián Elcano.
Podríamos suponer que aquí terminaron todos los males de unos marineros que hubieron de vivir el despotismo al mando más todas las privaciones imaginables, pero por desgracia este último trayecto resultó tan o incluso más peligroso que los anteriores. Atravesando el mar de Célebes en una travesía marcada por el clima tropical (que no resultó tan agradable como muestran los anuncios de cruceros) hubieron de enfrentarse al monzón y a las corrientes que los apartaban constantemente de su rumbo. Por fin el 7 de noviembre de 1521 avistaron la isla de Tidore (en el mar de las Molucas) donde los recibió un rajá aterrorizado por los estragos que habían hecho los portugueses violando a sus mujeres, robando o asesinando a sus hombres y obligándole a aceptar la construcción de un almacén para el comercio (poco sabía este pobre líder sobre las barbaridades que también venían de hacer los españoles en la tercera mayor isla del mundo). Por suerte Gomez de Espinosa mostró un talante muy diferente al del resto de expedicionarios y estableció como norma el absoluto respeto hacia aquellas gentes: ningún íbero dañaría en modo alguno a los autóctonos ni les negaría su protección si quería tener acceso a la nao y al evidente retorno a España. Con el agradecimiento del rajá y su invitación a quedarse en la isla (más por asegurarse la protección de aquellos extranjeros que por el disfrute de su compañía), la tripulación reposó durante un mes hasta la aparición de Pedro Alfonso de Lorosa, luso que les comunicó la potestad de Manuel I sobre aquellas tierras (en las que estaban sin autorización) y la existencia de una orden de captura sobre todos los miembros de la expedición. A pesar de que era completamente incierto que las Molucas hubieran sido tomadas por Portugal (ya que España mantenían aún las rencillas por la supremacía a razón del tratado de Tordesillas), la orden de captura fue suficiente para convencer a la dotación hispana de proveerse y hacerse a la mar (para descontento del rajá). El 18 de diciembre de 1521 las dos naves partieron del puerto, con tan mala suerte (o quizá con la previsión de los tidorianos que deseaban mantener a sus bienhechores en la isla) de que la Trinidad comenzó a hacer aguas por el casco; la reparación llevaría meses y no era seguro mantenerse en un territorio en el que las hostilidades lusitánicas podían costarles la vida después de tan espantoso viaje, por lo que se acordó que la Victoria seguiría su camino hacia España por el cabo Tormentario y la Trinidad sería remolcada por Gomez Espinosa a Darién (Panamá), única zona cercana en posesión de la corona de Castilla. El 21 de diciembre de 1521 salió en solitario la Victoria tripulada por cuarenta y siete europeos y trece indígenas voluntarios (posiblemente los primeros y únicos voluntarios de toda la historia del colonialismo), mientras que el 6 de abril de 1522 zarpó la Trinidad con Espinosa y Juan Bautista de Punzorol al mando; tras una terrible tormenta de más de una semana que destrozó la nave, se encontraron con treinta y un bajas y con los portugueses esperando para apresarlos en Ternate (cerca de isla de Halmahera).
A los navegantes de la Victoria les esperaba una durísima travesía por el Océano Índico (los tifones provocarían varios boquetes en la nave que obligarían a los marineros al continuo achique del agua) que no mejoraría al llegar al continente africano, pues el dominio portugués sobre las costas y la amenaza de una abatida de su flota hacía imposible realizar paradas para reabastecerse. Tras dos meses de carestía con una tripulación enferma que necesitaba desesperadamente alimento y atención sanitaria, Elcano decide (el 1 de julio de 1522) realizar una votación entre los supervivientes: o continuaban el viaje hacia España sin paradas arriesgándose a morir de inanición o atracaban en las islas de Cabo Verde (rezando porque hubiera menos afluencia portuguesa) exponiéndose al ataque que tanto temían. La votación fue unánime y el 10 de julio arribaron con una mentira bien trabajada bajo el sombrero: venimos de las Américas, hemos perdido nuestra flota a manos de los salvajes y necesitamos víveres. Una docena de hombres descendió para plantear aquella quimérica falacia y negociar con los portugueses, que no sólo dieron crédito a su historia habida cuenta de que en su trastorno aquellos hombres habían perdido incluso la noción del tiempo (piensa, querido lector, que al haber dado la vuelta al mundo los españoles creían estar a 9 cuando en realidad era 10 de julio) si no que les ofrecieron cuanto precisasen. Tres días después de la reunión, un preocupado Elcano se paseaba por cubierta, inquieto por aquellos emisarios que no volvían al navío, hasta que a las cinco de la tarde recibió una misiva lusa: “Vuestros hombres han sido detenidos, sabemos que venís de las Molucas, territorio del buen rey Manuel I. Rendíos y entregaos sin oponer resistencia o seréis abordados”. Elcano no da crédito, ¿qué podía haber salido mal? Al parecer, la docena de españoles había intentado comprar esclavos destinados al achique del agua recurriendo como pago a la especia que transportaban desde Tidore: el clavo. Y evidentemente, a los portugueses sólo les había hecho falta sumar dos más dos.
Por supuesto, si esperas que ahora te hable de la increíble demostración de honradez, empatía o camaradería que mostraron los tripulantes de la nao, es que has visto demasiadas películas de piratas y marines acogidos a códigos como el de los hermanos Morgan y Bartholomew; en la realidad a la Victoria le faltó tiempo para desplegar las velas y salir corriendo abandonando a su suerte a sus compañeros. Pero tranquilo, que tras sufrir innumerables torturas durante un par de años, ser vendidos como esclavos para trabajos forzados y vejados de maneras inimaginables, el emperador Carlos V reclamó su libertad y fueron repatriados a España.
Los dieciocho marineros supervivientes que se encontraban en la nao llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de diciembre de 1522 y dos días después atracaron en Sevilla, donde desembarcaron en absoluto rigor procesional (incluso con cirios en las manos) para mostrar el agradecimiento por la protección divina en Nuestra Señora de la Victoria y la capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral de Sevilla, una tradición pagada por la Casa de Contratación que se disfrazó como una promesa personal de los marinos (poca gracia debió hacerles el recorrido de más de dos horas después de semejante trayecto naval).
Semanas más tarde, Elcano acudiría a una audiencia con el rey junto a los supervivientes que mantenían la cordura y varios de los indígenas voluntarios que exhibían una sincera curiosidad por el monarca; en un acto público de la corte, Elcano fue galardonado con un escudo de armas festoneado con un globo terráqueo y el lema “Primus circumdedisti me” (“Me rodeaste el primero”). Sí, la primera vuelta al mundo había llegado a su fin y la esfericidad de la Tierra había quedado más que autentificada, pero el coste en vidas humanas y los horrores vividos habían sido devastadores; aunque por supuesto no lo suficiente como para evitar una nueva acometida expedicionaria en la que un Juan Sebastián carcomido por las penurias económicas se vería embarcado con la esperanza de ostentar el favor de aquel rey imperial también endeudado por sus acometidas militares. Pero esa, querido lector, es otra historia que me reservo para el próximo artículo.