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Tío, el punk ha muerto

GALO ABRAIN.

Son las 4 de la madrugada y estoy en la cárcel. Un armatoste pesado de ladrillo viejo envuelve el vacío cochambroso de un bareto improvisado, y una sala que parece mohosa y a punto de escacharrarte la cabeza. La mesa de mezclas está gobernada por un par de tíos vestidos de policía en operación antidrogas emitida en el telediario. Cinco cervezas después, ese par de tíos se largan y ahora comandan la música un skinhead y un rasta. El skin es de translucida pureza estética. Camisa de cuadros, tirantes, Doctor Martín rojas, pelo rapado y jeta de mala leche.

«Oye compadre, lleváis poniendo reguetón de mierda desde hace dos horas. Pondrás algo de punk ¿No?»

«Tío, el punk ha muerto.»

«¿Y entonces que mierdas haces así vestido?»

«Visto como me sale de la polla.»

«Eso me ha sonado punk.»

«¿¡Qué?!»

» Nada, déjalo.»

Ahí ya has de asumir que, aunque las actitudes puedan sobrevivir, su supervivencia no siempre sabe justificarse.

Como decía TS Elliot, «El mayor pecado es hacer lo correcto por la razón equivocada.»

Huyeron los gritos. Se ahogaron los aullidos. Ni los perros se tambalean ya en la búsqueda por el más duro hueso que roer.

Se vive hacía lo sencillo. Lo que a todo el mundo gusta y solo critican aquellos desmigajados inconscientes que son profetas de religiones ya olvidadas.

La libertad de sentirse cómodo. Esa es la eterna búsqueda del mundo contemporáneo. La comodidad pacífica de complacer egoístamente el deseo de contentar a todos.

El punk, y que mierdas, la inmensa mayoría de la música poseída por un alma que vaya más allá de alimentar la máquina de hacer dinero, se caracteriza por la complejidad. La complejidad de sus circunstancias y acorde a esas circunstancias, aquellos que la escuchan sienten la necesidad de devolver ese espíritu al mundo en el que viven.

De criticar lo que se critica. De actuar.

La música es el motor de la revolución. Hasta los alucinados barbudos del flower power hicieron de esa afirmación la clave para acabar con el conservadurismo judeocristiano, que hoy parece volver a florecer. Como germinaría un cardo seco y polvoriento en lo que es ya un prado en lenta descomposición.

No sé si el punk ha muerto. Si, aunque esa música no invada los sesos de tanta gente, algo que ha cambiado tanto el mundo en el que vivimos puede esfumarse. Así, sin más, como un pedo de Lou Reed.

Más bien pienso que lo que se ha perdido, digerido por esta morbosa posmodernidad; individualista, cansada, monetarista, transparente y meona como las ha habido pocas, es la inquebrantable voluntad de hacer cambiar las cosas. Del inconformismo colectivo. Del enfadado movimiento contra lo que nos rodea y nos huele mal. Algo sobre lo que el punk, como pocas músicas, tenía sobrados argumentos.

No por los acordes, que son cuerdas baratas puestas hasta el culo de un metafórico speed acelerado. O por esas letras de cinco versos. Si no por lo que decía Danzig de «You need some fucking atittud!».

Actitud comprometida y decadente que en si misma es como ese verso de Goethe, «Sé valiente y la fuerza acudirá en tu ayuda.»

Tal vez, el punk haya muerto. Lo que significa que la valentía poco a poco también se desvanece. Y que, tristemente, la música y la sociedad están perdiendo a la vez su fuerza. La que los convierte en algo más que un compás y un grupo de gente conociendo las mismas palabras.

Son las 4 de la madrugada y estoy borracho en una cárcel okupada.

«Oye compadre, ¿Vas a poner punk o no?»

«Mira tío, vamos a poner lo que le guste a la gente. Lo siento mucho. Ah, y aquí no se puede fumar.»

Reviento el cigarrillo contra el suelo. Salgo de la cochambrosa sala. Aparco el culo en la barra.

«Ponme un litro de cerveza amigo. Estoy de luto. El punk ha muerto.»

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