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Atardecer (2018), de László Nemes – Crítica

 

Por José Luis Muñoz.

Fondo versus forma, o cómo la forma puede arruinar parcialmente el fondo. Repetir la fórmula novedosa que empleó el húngaro László Nemes en su ópera prima El hijo de Saúl, uno de los films más impresionantes que se ha rodado sobre el holocausto nazi que consiguió muy merecidamente el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, chirría en este drama ambientado en una Budapest convulsa, que formaba parte del imperio austrohúngaro, y en donde ya se cocía el germen de la Primera Guerra Mundial. Lo que era muy eficaz en su anterior película —la cámara pegada al cogote del protagonista, siguiéndole por el campo de exterminio, y con él el espectador, y el horror premeditadamente desenfocado y el sonido fuera de plano— pierde eficacia en Atardecer, drama de época.

La joven Irisz Leiter (Juli Jakab) regresa del olvido, el orfelinato adonde fue relegada, para intentar recuperar lo que fue de sus padres, la tienda de sombreros más prestigiosa de Budapest que sigue llevando su apellido, aunque sea trabajando como simple empleada, pero Oszkar (Vlad Ivanov), su nuevo propietario, no se lo permite en cuanto conoce la filiación de la aspirante a dependienta. Irisz no ceja en su empeño de ser admitida y, en un caótico periplo por la ciudad de Budapest, busca en el mundo de la delincuencia a un hermano, al que no conocía, que capitanea una banda de violentos desvalijadores de casas.

Lo que empieza siendo una búsqueda de la identidad perdida por parte de la protagonista, que quiere indagar en ese oscuro incendio que arrasó la sombrerería de sus padres, y a sus padres mismos, misterio que no resuelve la película, deriva luego hacia una bajada a los infiernos cuando Irisz, a la búsqueda de ese hermano que no conoce, se introduce en los ambientes marginales de Budapest. La existencia de ese hermano, del que todos hablan pero nadie ha visto, hermana el film del húngaro con la historia de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, aunque el río Congo, por el que se desliza Irisz, no sea ni siquiera el Danubio sino las calles caóticas y llenas de polvo de Budapest en su viaje hacia el horror.

Atardecer es una película sombría, negra, rodada con nervio a través de esa cámara subjetiva que no deja ni un instante en enfocar a su protagonista para así meter al espectador en su pesadilla. László Nemes, que cambia la pantalla cuadrada de El hijo de Saúl por la panorámica, se muestra eficaz a la hora de retratar caos y violencia —el asalto de los forajidos, que se desplazan en carromatos y actúan con total impunidad, a la mansión de la condesa Rédey (Julia Jakubowska), masacrando a los aristocráticos invitados; esos primeros planos, con subrayados sonoros, de los coches de los delincuentes galopando por el empedrado de una ciudad sin ley y a oscuras— pero no consigue que el espectador establezca una relación de empatía con su protagonista femenina, aunque lo pegue literalmente a su nuca, y deja inconclusas algunas subtramas inquietantes: la sombrerería como tapadera de trata de blancas destinadas a ser sacrificadas en orgías palaciegas, por ejemplo. Irisz, obsesionada con la sombrerería, primero, y con ese hermano fuera de la ley al que no conoce, después, deambula enloquecida por una ciudad que László Nemes convierte en pesadilla digna de Kafka, una Budapest distópica como premonición de la Gran Guerra. La testigo muda del horror, salvada por la campana de ser víctima —los siniestros cocheros la cercan para violarla— empieza el film y lo termina siendo una desconocida para el espectador. Quizá ese sea el designio del director.

Pesa en el film del director húngaro, que luce una cuidadosa ambientación de época y está hablada en húngaro y en alemán (cuando Sus Altezas austriacas desembarcan en la sombrerería para hacer sus compras), un metraje excesivo de más de dos horas y un error de casting a la hora de escoger a Juli Jakab, la actriz sobre la que recae el 70 por ciento del peso interpretativo y que contagia su frialdad e inexpresividad al espectador. Si en El hijo de Saúl estaba plenamente justificado esa planificación original a base de seguir al protagonista enfocando su cuello y su nuca en largos planos secuencia, y desenfocando el resto, y se convertía en una de sus máximas virtudes, en Atardecer no y se percibe como un forzado recurso estilístico, una marca de autor, que impone el director sobre lo que narra. La forma pesa sobre el fondo, aunque Atardecer, por algunas de sus secuencias dramáticas bien resueltas y su atmósfera cáustica, sea una película notable frente al sobresaliente del film anterior. A este espectador con años, el cine de László Nemes le recuerda al de otro húngaro, Miklós Jancsó, y sus desmesurados planos secuencia circulares que giraban en torno a los personajes de sus películas.

 

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