‘Eva en los mundos’, de Ricardo Martínez Llorca
Eva en los mundos
Ricardo Martínez Llorca
La línea del horizonte
Madrid, 2019
188 páginas
SUEÑO Y VERDAD (prólogo)
En la narración del Génesis figuran dos árboles en el jardín del Edén: el del Conocimiento del Bien y del Mal y el de la Vida. Del segundo apenas sabemos nada, dado que Dios expulsó a Eva y Adán tras comer el fruto del primero. Lo que a continuación ofrecemos es una introducción a las hijas de Eva, a las mujeres que buscaron esos frutos y los intentaron catar a lo largo de los últimos ciento veinte años, convencidas de que el retorno al Edén pasa por dar fe de lo que sucede sobre la piel de la Tierra. Como en el caso del Kublai Jan que aparece en Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, morder ese fruto es una necesidad, dado que se trata de un imperativo por corroborar si la verdad se corresponde a los sueños: “-Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad -dice el Jan a Marco-. Después vuelve a decirme si mi sueño corresponde a la verdad”.
Este, el de confrontar la verdad con nuestro sueño, es un acto que practicamos a diario en distinta medida y con fortuna más bien desigual. Vuelve a ser un careo entre la realidad y el deseo. La respuesta que Italo Calvino pone en boca de Marco Polo es determinante: “-Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en aquel muelle -dice Marco-, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un simple secreto: sólo conoce partidas y no retornos”. Cuando nos despertamos de un sueño, estamos exactamente en el mismo lugar en el que nos quedamos dormidos. Pero de un viaje, de una exploración hacia otro sitio o con la memoria, es imposible retornar a un lugar idéntico. Solo las coordenadas del GPS son las mismas; el resto ha cambiado y nosotros con él.
Estas mujeres, de la estirpe de Eva, tratan de escribir sobre la realidad, sobre los lugares a los que van, sobre lo que ven, pero todos sabemos que para darle forma a la realidad, y no digamos a la verdad, hace falta mucha imaginación; en ocasiones, incluso mucha poesía. Cualquiera de las cualidades, la imaginación o la poesía, y también el activismo o la creación, se encuentra en la mirada. Escribir es, en definitiva, una consecuencia de la observación. Y los únicos sentidos que no observan se encuentran bajo las lápidas. La intensidad que uno les atribuya está en función de cuánto abra las puertas de la parte sensible que acarreamos en algún lugar del sistema nervioso.
Transformada en crónica, tal vez el género en mayor auge de este principio del siglo XXI, la mirada bien trasladada a texto nos lleva de viaje por el mundo. Pero no se trata de parajes vacíos. La crónica habla de lo que nos hace humanos, si bien le es propio la denuncia de la falta de humanidad. Sin personas, tendrá el valor de una postal. Hablar sobre crisis y conflictos de mayor o menor octanaje, o sobre el hambre parece su forma más frecuente. Sorprende encontrar grandes crónicas cuando se menciona un aula de educación secundaria o un campeón de un baile minoritario en el corazón de Argentina. Los talentos de Helen Garner o Leila Guerriero, su mirada, conquista el territorio que antes era pasto de los reporteros de guerra. No existe la realidad, como no existe la felicidad o la libertad. Existen las libertades y también las realidades, y una felicidad tan desigual como interrumpida, y por tanto también articulada en plural. No se puede disfrutar de todas las libertades a la vez, como no se puede ser amante y cónyuge durante el mismo segundo. Algo parecido sucede con las realidades. Gracias a las crónicas, más o menos tamizadas por la imaginación o la poesía, podemos habitar en otras realidades durante unos minutos; ese es el regalo que le hace el género al mundo. Como el Marco Polo de Italo Calvino, tememos que de llegar a esa ciudad con nuestros propios pies, jamás regresaríamos.
Sin duda, la lista debería ser más extensa. Nuestra selección muestra tanto lo cotidiano para la clase media como para la clase alta, sin faltar, por supuesto, la defensa y el apoyo a los desfavorecidos; son mujeres que hablan de la guerra y que hablan de lo cotidiano. No siempre las crónicas son cien por cien reales y en algunas ocasiones, como la de Marina Tsvetaieva, son un encuentro necesario dentro de su historia. En el caso, por ejemplo, de Edna O’Brien, eligió el refugio confeso de la ficción, al menos en lo concreto que no en las sensaciones, excepto en su libro autobiográfico, ámbitos en los que se han movido casi todas ellas en distintas proporciones; no Svletana Alexiévich. Pero la ficción se alimenta de la realidad, o de las realidades, en la misma medida en que la realidad se alimenta de la ficción. Una crónica cumple con el mismo anhelo de credibilidad que es necesario que contenga el relato o la novela. En todos los textos de nuestras hijas de Eva se contiene algo del conocimiento del bien y del mal y algo del fruto del árbol de la vida: algo de ficción que se alimenta de la realidad y algo de la realidad que, aunque nos pese, se alimenta también de la ficción. Tal vez debiéramos valernos, aquí, del neologismo de Borges y mencionar la aporía en plural: las realidades se alimentan de las ficciones, del mismo modo que las ficciones se alimentan de las realidades.
En una época de géneros híbridos, en los que las intenciones y anhelos de representación se pegan tanto a lo que el escritor considera realidad, su realidad, no está de sobra el recordar de dónde venimos. Se conoce como autoficción, por ejemplo, un género que cualquier persona con una pequeña dosis de cinismo daría por liquidado antes de la primera frase: en buena medida, respondería el lector, Darwin terminó con la autoficción cuando escribió El origen de las especies. Estaríamos ante un ensayo que ha terminado por copar muchas cumbres narrativas, una historia fabulosamente narrada. Como son las de Heródoto o El libro de las maravillas, de Marco Polo, donde para llenar los demasiados huecos de realidades a los que puede acceder el cronista, se utiliza no sólo la imaginación, sino hasta la fantasía.
Sofía Casanova o Carmen de Burgos asientan las leyes de lo que es crónica y lo que no: el eje sobre el que se mueven es la verosimilitud; lo que narran no basta con que sea creíble dentro del pacto que proponen al lector, se tiene que identificar como verdad en el sentido en que el Kublai Jan quería corroborar si su sueño se correspondía con una ciudad que existe. Aunque leer sus viajes por Europa, en una época en las que apenas se permitía a las mujeres salir de su círculo íntimo, de su barrio y sus tertulias a la luz de candelas, debió suponer una sacudida mayor; algo de similar impacto a las hipótesis de Darwin. El mundo se agranda a medida que ellas avanzaron y nosotros las leemos. Annemarie Schwarzenbach y Rebecca West, por ejemplo, acudirían a una llamada que se imponía: quitar las ojeras al resto de la humanidad, pues no se limitaron a ampliar el mundo a través de sus textos: el mero hecho de pasear sobre la superficie de los continentes muestra el respeto que debemos tener mientras aprendemos. Martha Gellhorn es un caso paradigmático en ese sentido; conocida por ser la tercera mujer de Ernest Hemingway, su literatura y sus aventuras podrían igualar, e incluso por momentos superar, a las del premio Nobel. Al contrario que Hemingway, era discreta, una virtud que echamos en falta entre tanto protagonista, entre tanto duelo de testosterona, robando planos en las televisiones.
En cualquier caso, no se trata de una competición de género. El ojo, como la poesía y la imaginación, es el mismo en hombres y mujeres, en Eva que en Adán. El sentido de reunir estas voces en un volumen es el que se refleja en el refrán chino que dicta que para enderezar a un junco es necesario doblarlo en sentido contrario. El mundo se nos aparecía, hasta hace poco, sólo a través de las miradas de la estirpe de Heródoto; ahora podemos apoyarnos también en la de Eva. La atención que han conseguido recibir Joan Didion o Janet Malcolm en las dos costas de Estados Unidos, por ejemplo, dan fe de que ese sueño sí se puede hacer verdad.
El libro termina siendo un viaje a los frutos prohibidos de los árboles del Edén, a la tentación por corroborar si el sueño se corresponde con la verdad. Es un acto que sólo cabe ejecutar ensuciándose las manos; y suciedad y pecado son, con frecuencia, sinónimos. Al pensar en el sentido de “pecado” que heredamos, da la sensación, en último término, de que las metáforas del Génesis pueden contener en sí una interpretación y su contraria: Eva ha dado pie a una generación de mujeres que sudan, que fue la maldición a la que Dios condenó a Adán para pagar su gran pecado. La doble interpretación se podría decir que está presente en las mejores crónicas, dado que mientras quien las escribe traduce una mirada, cuenta con la mirada del lector para retornarlas a lo que considera que es la verdad. Si es que la verdad existe al margen de los microscopios. La interpretación de lo que leemos depende tanto del sueño de las escritoras y cronistas, como del sueño del lector. La verdad se alimenta del sueño, en la misma medida en que los sueños se alimentan de la verdad. De ahí que sus escritos no tengan pretensiones de revelar que la realidad es única, pero sí lo han sido sus ficciones, su ilusión, su sueño.