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Entrevista a Borja Ortiz de Gondra, autor y actor de un gran éxito de autoficción

Por Horacio Otheguy Riveira

Hay que verle andar rumbo al teatro, a la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español donde se representa Los otros Gondra, segunda parte de Los Gondra. Hay que verle acercarse a un lugar donde la mayor parte de los días reza el codiciado cartel de Agotadas las localidades para la función de hoy, con el disfrute mágico que antes había conocido, pero que en esta ocasión aumenta considerablemente. Porque su interpretación es más densa, más larga, con un doble en escena en manos de un gran actor como Jesús Noguero, «de quien aprendo constantemente aspectos maravillosos de este oficio en el que soy novato. Vamos, ni siquiera sé si soy actor, pero en esta función donde me interpreto como personaje (por consejo del director Josep Maria Mestres), el nuevo oficio me complementa extraordinariamente como persona y como escritor».

Le he visto llegar con firmeza serena, andar a paso rápido por la hora que se le viene encima, o muy lento, con tiempo de sobra. Le he visto salir, alejarse, retroceder, saludar con afecto al personal del teatro, hasta desaparecer en camerinos… y tuve la inmediata sensación de que la variedad de sonrisas desplegadas en todos esos momentos exhibían una  satisfacción muy grande, similar quizás a la que fotografió Vanessa Gómez al recibir en 2018 el Premio Max a la mejor autoría teatral por Los Gondra.

En cualquier caso, un bagaje de sonrisas reposadas que en la soledad de la calle se brinda a sí mismo. Porque su expresión contiene el paisaje de una larga trayectoria, de vida y de teatro, convertida en un prodigio de síntesis cinematográfica: vaya sonrisa, vaya luminosidad en la mirada, y la manera de andar, que es distinta cada noche en escena y que en la mera existencia le acaricia y le susurra promesas.

El teatro soñado en la adolescencia, entonces sin rumbo fijo («estudié interpretación y dirección y participé en talleres para dramaturgos, pero no sabía en qué volcarme»), se ha ido forjando con múltiples creaciones donde el traductor y adaptador de textos ajenos (Shakespeare, Tirso de Molina…), fue encontrando su propia voz como autor, una voz consolidada ahora con la fuerza intuida, al fin consagrada por el público, la crítica y los premios. Aplausos que de nada valen si el autor no se siente bien en su interior, despejando luchas. Un viaje singular que arrancó muy bien con Dedos (Vodevil negro), una obra de estructura muy libre que fascinó a algunos e irritó a otros, pero triunfó en la antigua Sala Olimpia de Madrid (hoy Teatro Valle Inclán), y otras compañías realizaron su propia versión, muy diferente una de otra, por ejemplo en Buenos Aires y en México.

Educado bajo el «encantador rigor» de los jesuitas desde los 8 años, Borja Ortiz de Gondra parece disfrutar mucho con las novedades que le brindan las experiencias cotidianas. Especialmente las relacionadas con el teatro, el lugar escogido para exponerse con elementos reales e imaginarios, pero de frente, mirando/hablando al público, y a la vez convertido en personaje como actor «de mí mismo, o quizás de una versión de mí mismo».

El hombre y su doble en «Los otros Gondra», etapa excepcional con «manos vacías» para llenarlas en el futuro de un hombre de teatro cada vez más integrado como intérprete. (Foto de escena de Sergio Parra)

¿Cómo fue la salida de Algorta, este pueblo de Vizcaya tan presente en los dos «Gondra»?

Fue liberadora, pero también traumática. Estas obras son mi manera de saldar mi culpa por no haber hecho más por la paz, por frenar de algún modo la terrorífica situación que se vivió en los años 80. Mi familia no resultó afectada, pero aún no sé por qué; nunca he sabido cómo se escogían algunas familias y empresas, y otras no; supongo que tuvimos suerte. Yo escuchaba a mis amigos de diferentes tendencias, pero permanecía en silencio, haciendo mi vida, leyendo… y estudiando teatro. Cuando en los 90 surgieron asociaciones que levantaban la voz desde aspectos tan elementales como hacer pública la infamia que todos conocían: el festejar a lo grande cada vez que se disparaba por la espalda a alguien que opinaba diferente, me callé, más bien me fugué buscando un camino individual. No me arrepiento de esa decisión, porque me hizo ser el hombre de teatro que soy hoy, pero no puedo dejar de volver una y otra vez sobre esa huida y hablar de ella desde el escenario.

¿El concepto de culpa tiene que ver con los años con los jesuitas?

Pero no en un sentido convencional religioso, de autocastigo, sino de toma de conciencia. Con los jesuitas estuve desde los 8 hasta los 23 años, estudiando incluso la carrera de Derecho en la Universidad de Deusto, Bilbao. Seguí la tradición familiar de abogados, y me licencié aunque nunca pensé en ejercer. Tengo gratísimos recuerdos de las enseñanzas de la Compañía, sobre todo en una línea de trabajo muy gratificante. Recuerdo cuando a los 16 años inicié los ejercicios espirituales. Cada tanto, tres días donde meditar con el objetivo de pensar por nosotros mismos y decidir sobre lo que te ayuda y no te ayuda a vivir. Casi un tratado existencialista que me ha hecho mucho bien. No tengo nada que reprochar a esta educación católica, por el contrario, mucho que agradecer. Y hubo una etapa en la que aparecieron clases de teatro, que luego continué en Madrid con variedad de profesores.

¿De Algorta al mundo desde Madrid como punta de lanza?

En Madrid trabajé y realicé muchos cursos interesantes, muy útiles todos, con gente de teatro realmente valiosa. Pero fue Fermín Cabal, en un taller de escritura, quien me hizo ver que yo podía ser dramaturgo. Le dije que me iba a Francia como asistente de dirección, y entonces me dio ese mensaje que me fue de gran utilidad: «Pero no dejes de escribir». Mi llegada a París, en enero de 1992, fue caótica y maravillosa al mismo tiempo. Yo estaba como loco por trabajar con Lluís Pasqual, de quien había visto en Madrid sus grandes Lorcas (Comedia sin título y El público), y que era para mí el director más radical e innovador que conocía. Por entonces, él ya estaba dirigiendo el Théâtre de l’Odéon e iba a hacer allí Tirano Banderas con un gran elenco de actores españoles y latinoamericanos. Yo había conseguido que me aceptase como asistente de dirección, así que hice la maleta y con el escaso dinero que tenía ahorrado, me fui a París. Pero al llegar, me enteré de que el trabajo no sería remunerado: la cantidad simbólica de la que me habían hablado por ser meritorio finalmente no sería posible.

¿Volver a casa no fue una opción?

Yo hablaba francés perfectamente y sentí que eso me permitiría integrarme sin problemas. París era una ciudad fascinante y había que aprovechar la ocasión.  Así que decidí quedarme, y viví una experiencia única: subsistía en una chambre de bonne de 11 m2 y solo podía comer una vez al día (los falafels baratos del Barrio Latino), pero por las tardes era feliz ensayando en el teatro más lujoso de París con algunos de los mejores actores con los que he trabajado nunca. Esa ciudad ofrecía el mejor teatro del mundo: en una semana podías ver un espectáculo de Pina Bausch, otro de Peter Brook y otro de Peter Stein o Bob Wilson. Así que cuando se me acabó el dinero, trabajé de cualquier cosa (yo era un inmigrante ilegal, porque ni siquiera me hicieron papeles de empleo en el Odéon) con tal de poder quedarme allí. Fue una de las épocas más felices de mi vida, a pesar del hambre y el frío que pasé. ¡La vie de bohème en toda regla! Hasta que conseguí empezar a trabajar en teatro y ya me quedé cinco años, en el Théâtre de la Colline, la Comédie Française, etc. Pero en 1995 gané el Premio Marqués de Bradomín por Dedos (Vodevil negro) en España y decidí regresar a Madrid como autor.

¿Y después New York, New York?

Jajaja, un poco como la canción, sí, exaltación de un lugar de ensueño. Sobre todo porque para mí ha sido siempre la ciudad de la calma y la tranquilidad. En 2004 yo atravesaba una situación personal y profesional complicada, y recibí una oferta para trabajar como traductor en la ONU, para quien había hecho ya algunas traducciones en épocas de vacas flacas. Me ofrecían un contrato de un año con un buen sueldo y un horario que me permitiría tener las tardes libres para poder escribir. Así que llegué allí con visado diplomático y un salario que yo no había tenido jamás: no era ya un “inmigrante”, sino un “expatriado” de lujo. En esa ciudad comencé a escribir narrativa, me enamoré y comprendí que por más que tratara de ser cosmopolita, mis raíces seguían estando en el lugar del País Vasco donde nací, y que lo que debía de explorar era precisamente esa identidad escindida entre varios idiomas y varios afectos.

¿Allí surgieron los Gondra?

En un apartamento del Upper West Side que habitaba con mi pareja empecé a imaginar a esos Gondra que no eran mi familia real, sino el recuerdo que yo construía de ellos en la distancia. Luego regresé a Madrid, donde está mi vida en el teatro, pero seguimos manteniendo casas en las dos ciudades y es a Nueva York adonde me escapo cuando necesito encerrarme a escribir. Porque en esa ciudad en la que a nadie le importa de dónde vienes, sino qué haces, siento que dedicar seis horas al día a la literatura me define como lo que es verdaderamente un escritor: alguien que escribe día a día, en continuo “combate con el ángel”, como decía con una imagen maravillosa el dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra, que impartió en España unos talleres de dramaturgia modélicos.

Mucha gente se quedó sin ver Los Gondra, ¿con Los otros Gondra pasará lo mismo?

Estoy muy agradecido por los éxitos obtenidos en Madrid. Con la primera obra, fue gracias a la generosidad de Ernesto Caballero, director del Centro Dramático Nacional. Y con la segunda, Carme Portaceli, directora del Español, se interesó desde el principio. Yo le advertí de que en esta obra se iba a hablar más todavía en euskera y le pregunté si eso iba a ser un problema. Me contestó que no, que tenía libertad total para escribir lo que quisiera. Y me gustaría destacar esa generosidad: el teatro municipal de Madrid, dirigido por una valenciana, produjo una obra de un vasco dirigida por un catalán. Y la mirada crítica, doliente, hacia la tragedia vivida en el País Vasco, contada en dos idiomas, ha sido acogida de maravilla por el público de la ciudad. Creo que eso dice mucho del país real en el que vivimos.

En el primer caso no se vio fuera del Valle Inclán, no pudo hacerse gira, pero Los otros Gondra (relato vasco) sí se verá en distintas comunidades y en el País Vasco. En septiembre iniciamos la gira, y en enero de 2020 estaremos en el Teatro Arriaga de Bilbao. No podemos estar más felices: para todos los que hacemos esta función será muy especial decir esas palabras que tal vez cierren la herida en el mismo lugar donde se abrió hace ya demasiado tiempo: «esku hutsak, manos vacías».

Hoy estoy aquí, en un escenario. Puede que esta historia de los Gondra sea toda verdad o toda mentira. O una mezcla de testimonio y ficción. Nunca se sabrá. Como yo nunca llegaré a saber qué pasó en un frontón de Algorta entre mi hermano Juan Manuel y mi prima Ainhoa, si es que alguna vez tuve un hermano y una prima. Solo puedo decir que he sido fiel a las voces que escucho aquí dentro, muy dentro, donde nada miente.

          Yo saco una carta de la carpeta. Enciendo un mechero. Acerco la llama a la carta, que empieza a arder.

Una carta en cada función. La cuenta atrás hacia el silencio definitivo. Hacia el olvido. Y tal vez, por fin, el perdón. Esku hutsak. Manos vacías.

          Arde el papel en la oscuridad de una sala de teatro y la llama parece alumbrar un mundo nuevo.

[Escena de Los otros Gondra, hasta el 17 de febrero en la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español]

En Los otros Gondra: una familia teatral que arropa con afecto y admiración al autor que se expone noche a noche, con su dolor y su constancia en seguir aprendiendo de la memoria y de los compañeros de escena. [Delante, Jesús Noguero, Sonsoles Benedicto, Fenda Drame. Detrás, Borja Ortiz de Gondra, Cecilia Solaguren, Lander Otaola. (Foto de Sergio Parra)
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