‘Entre los dientes’, por Irene Reyes Noguerol
Cristalito a cristalito entre los dientes.
Cristalito a cristalito y tan pequeño, indefenso, leve, casi aliento. Cristalito a cristalito te me vuelves niño, paloma, violeta, reflejo. Cristalito a mediodía, cristalito por las noches. Cristalito a cristalito entre las sombras.
La tarde henchida de pasado y nosotros juntos, nosotros siempre, tuya la mano sobre el hombro y yo en silencio, yo callada, yo dulce, yo a tu lado. El mirlo encima de la rama abriendo la garganta en sinfonía y nosotros uno, nosotros siempre. Sus alas sin peso sobre el aire, sobre la brisa cuajada de nostalgia, sobre el viento ansioso de inocencia y nosotros uno, nosotros siempre. Su cuerpo negrura suave, su pico de primavera, sus ojos indecisos que nos miran –nosotros uno, nosotros siempre-, nos miran y no quieren vernos, mirlo ligero que alza su vuelo sin palabras, nos da la espalda y escapa sobre la duda de una hoja que cae.
En la terraza, nosotros uno, nosotros siempre. Tu perfil alumbrado de estrellas. Tu rostro esquivo bajo la noche y su pulmón sangrante, su pecho encharcado de bruma, su boca entreabierta a la espera. Dentro, la lámpara que parpadea, se apaga, se enciende, titila con celos de la luna, nos advierte, nos hace señas que no veremos nunca.
La misma escena cada día y cómo no volver atrás, a la primera piedra de esta rutina que no nos deja ir, nos toma del brazo y nos reconduce de vuelta a la vida, a nosotros mismos, a esta felicidad que vendemos, a esta perfección en equilibrio. Cómo no abandonarnos a los principios, a las historias que contamos siempre, a los relatos que hacen sonreír a los amigos, a la memoria manoseada y llena de arrugas que modificamos de nuevo, rejuvenecemos a nuestro gusto, maquillamos sin criterio para sacarla a pasear en público. Cómo no volver a imaginarte joven, a repasar tu figura de los dieciocho –qué son dieciocho años-, a rozarte sin dedos el pómulo hoy escondido, a recordar tu mirada a lo lejos, tu mirada quieta, tu mirada sin ondas, jamás irisada, dos pupilas que observan desde abajo, dos cristales huecos –cristalito a cristalito entre los dientes-.
Cómo no regresar a la ingenuidad de aquellas tardes recién casadas, a la ternura de un hombre todo orden, al cariño de la mano sobre mi espalda pequeña, mi cuello mínimo y frágil. Cómo no amar los horarios, la mesura de la vida juntos, vida toda control, toda armonía. Cómo no recordar los pequeños detalles, el calendario enredado de consejos, la maraña líquida de la agenda reglada y siempre cumplida, las notas en la mesa que dicen acuérdate, dicen frutería a las once y media, dicen dentista, hoy pasta, cerrajero, peluquería, basura, no te olvides. Dicen todo y lo dicen siempre, la letra recta y afilada, pura disciplina, como tú, el trazo seguro y esmerado.
Cómo no regresar a la dulzura del hombre que se preocupa tanto, que lo gobierna todo, que regala sensatez y firmeza, opiniones justas, censuras con sentido. Me entrega su tiempo sin pedirlo, me trae el día estable y la sonrisa, me ofrece el juicio y la razón, su compañía, su presencia que llena la casa e impregna los muebles, las camas, el techo, lleva el control hasta el tejado, lo rocía, lo alicata, lo martillea al colgar los cuadros, lo aspira en la última mota de polvo, el último resquicio que grita aterrado, intenta huir, patea con fuerza sobre los pies grises y desaparece, es eliminado, pura expresión artística de la angustia que no se nos permite.
Cómo no volver atrás, cómo no revivir los momentos que no contamos, los días sola tras los visillos que se balancean, la luz de sombras, las aristas que la brisa no moldea.
Las esquinas sospechosas de una casa ahora toda mía, el llanto de un niño que quiere comer y no es oído, las notas acumuladas en la mesa, los ángulos punzantes del orden, el pinchazo vertical de la cuadrícula. Y esos ojos que dejas cuando vas al trabajo –cristalito a cristalito entre los dientes-, esos ojos bajos lo vigilan todo, controlan el tiempo y el espacio, me aconsejan amables si no estás, me siguen a la cocina, al baño, a la terraza, me sonríen y me animan desde lejos, donde no hay piso ni niño ni encierro, me palmean el hombro comprensivos, me recomiendan lo mejor y lo más práctico. Lo más conveniente siempre.
Cómo no verte de nuevo joven, bello, la imagen perfecta, incorruptible, el hombre sólo vivo en la memoria, el esposo siempre pendiente, siempre atento y tan (por) encima de todo porque esto es lo que hemos elegido, esta losa en la espalda, este petróleo en las alas que decidieron no volar más, esta acidez en el pecho a cada sorbo, este corazón hundido en la marea.
La noche con su boca como un tajo y nosotros aquí, nosotros uno, mano a mano, sin mirarnos. Sus dientes de anciana amarilleando a lo lejos, su sonrisa vieja que
observa de nuevo. Nosotros uno, nosotros siempre.
Hay un niño que me llama, hay un niño que grita, aúlla, muge, chilla, hay un niño que pide, pide, pide y que me mira con sus dos cristales quietos desde abajo, con sus pupilas que son también tú, con sus párpados vagos que también dicen sin decir nada, que también se me clavan tiernos y vigilan y acechan y dejan caer su peso en las costillas.
Tú lejos, tú ausente, tú fuera y sin embargo aquí a cada segundo, en el reloj y su metrónomo incansable, en los espejos que deforman y amenazan, en la cocina y sus cuchillos bajo llave que te sienten volver al caer la tarde, te huelen desde la escalera, te anuncian en el rellano, tiemblan impacientes cuando la cerradura cruje y por fin tú conmigo, tú siempre, tú a mi lado, la mano sobre el hombro que consuela, apoya, critica, la mano dura que habla con verbo de terciopelo, la mano y su advertencia entre los labios. Por fin tú para revisarlo todo y señalar el desperfecto, el polvo en aquella esquina que no he querido limpiar, la mancha en la pared del pasillo, el roce de pintura en el salón. Por fin la seguridad y tú, la protección y tú, el consejo y tú, que vuelves cansado y nunca abrazas al niño que llora sin saber tu nombre, tu nombre plata y oro, tu nombre de padre imaginado, tu nombre susurrado bajito, bajito para que no te escuche, bajito y cuidadoso, bajito, me dices, bajito, más bajito y resuena bajito en mis entrañas tu voz de navaja.
Mi niña, mi cielo, mi amor, me dices, me arrullas y todo es perfecto, todo se parece a otros tiempos, todo sube al escenario y repite una vez más el monólogo cotidiano sin respuesta, luces, cámara, acción, la sala de cine o el patio de butacas, el público nos mira desde primera fila, nos ve y nos aplaude pero no nos toca ni nos besa ni nos siente como quiero. Hay gente en todas partes, hay ojos repartidos por la casa, ojos abiertos como una flor a medianoche, ojos líquidos que reptan hasta el cuello, ojos opacos que vuelven a esperar, sedientos de lo que nunca ocurre, el puño alzado, el rostro fijo, el grito ahogado en la sombra. Mil ojos insomnes al borde de la cama, en el techo, entre las sábanas, su blandura agarrada a la garganta que no habla porque no pasa nada, mi niña, mi cielo, mi amor, qué linda eres, qué chiquilla, qué sensible, nada, nada, nada, no sucede lo que tiene que suceder, no hay cardenales ni arañazos ni hinchazones porque todo está bien, mi niña, mi cielo, mi amor, respiramos juntos y no ocurre nada, tontita, estoy contigo, nada, la palabra basta, es suficiente, el veneno en el nombre humilla y esclaviza, es limpio, todo es limpio, no deja rastro, no hay defensa posible contra el miedo que sólo palpita grave, marca la hora, no tiene huella ni oído ni manos que golpeen, sólo son palabras y tus ojos, siempre ojos, sólo ojos. Cristalito a cristalito entre los dientes.
La voz de un niño pide insomne. En la habitación, nosotros uno, nosotros siempre. El sol aguijoneando las persianas. El polvo acumulado, la mancha en la pared, el roce en el salón, el gris en las esquinas con su manto que me cubre mientras sueñas, me protege, me hace suya, mujer sucia llorando entre la bruma, mujer desecho bajo el polvo, la mancha, el roce, mujer despojo de ilusiones rotas.
Ahora la mañana y su obelisco rasgando el cielo y la esperanza. La casa despierta con sus ojos sin cuerpo, con sus ojos sin alma sobre el corazón pequeño, con sus ojos de vidrio que vigilan desde la lámpara encendida –parpadea, se apaga, titila con celos de la luna-, desde la lámpara que tiembla y que se rompe sin palabras, lentamente, dulcemente, cristales raídos que restallan, que machaco, que hago míos, cristalito a cristalito entre las sombras, cristalito a cristalito mientras duermes.
A lo lejos, el maullido de un niño. La luz tras los visillos. La casa tuerta que me mira y que no habla. El desayuno esperando en la cocina. La sonrisa de un mirlo en la ventana. El bocado que te aguarda soñoliento, el bocado que masticas sin saberlo.
Cristalito a cristalito entre los dientes.
Irene Reyes Noguerol