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Byung Chul-Han, ‘Erecciones, autoexplotaciones y Prozac’

GALO ABRAIN NAVARRO.

Son las ocho de la tarde y mi compañero de piso acaba de desvirgar la puerta de casa con la cara que debe de gastar un cerdo cuando se ha peleado por los últimos restos de comida. Lánguido, enfermizo, le pregunto sobre esa mueca tan sucia. Me cuenta, orgulloso, sacando pecho y erizándosele los pelos de la barba, que lleva en el tajo desde las nueve de la mañana “Pero tú no tenías un contrato de cinco horas, ¿Qué mierda haces trabajando hasta ahora?” “He salido a las siete… diez horas trabajando tío. Estoy muerto.” Sus palabras escupen trazas de cansancio, pero se puede mascar el orgullo que siente por haber trabajado tanto. Tanto y más de lo que debería y necesita. “Voy a subir rápido en la empresa. Mi jefe tiene contactos. Me dicen que la empresa es joven, hay que arrimar el hombro.” Entonces es cuando me rasco mi culo blanco y le digo que vaya a mi cuarto y coja un libro que pone La Sociedad del Cansancio. “¿El que tiene a un gachupino asiático en la contraportada?” “Ese mismo.”

Byung-Chul Han es una de las referencias inequívocas de la filosofía de la posmodernidad. Sus obras, de escasa densidad física (no más de cien páginas) pero con una soberbia profundidad en cada frase, han hecho las delicias de los actuales intelectuales. Pero el problema es cuando solo esos intelectuales, esos estudiantes de humanidades con profesores lo suficientemente preparados y curiosos como para dar a conocer cosas nuevas, son los únicos que tienen acceso a creaciones como estas. Digo esto porque, aunque Byung-Chul Han pueda parecer un filósofo complejo de corte hegeliano, sus ensayos pueden abrir los ojos y despertar los cansados y heridos cerebros de las columnas de ovejas que se arrastran por las ciudades. Han es mejor que cualquier libro barato de auto ayuda o que cualquier vomitiva sesión coaching, o como coño se diga. Su obra posee unas condiciones atractivas y hasta se podría decir que su pensamiento es sexy desde la más básica sapiofilia.

La obra que desvirgaré en este artículo, y que recomendé al encabritado currante posmoderno de mi amigo, es La Sociedad del Cansancio. En ella, Han, nos abofetea la macabra sonrisa que lucimos cotidianamente instándonos a reducir esa sobredosis de enfermiza felicidad a la que nos sometemos. Había una frase, de Flaubert o Maupassant, yo que sé ya, que venía a decir algo como “El espejismo de la búsqueda de la felicidad, es el más infeliz de los caminos.” No sé si lo dijo alguno, y si no, me apunto el tanto de una frase cojonuda. El caso es que gateamos arrastrando la lengua por la gravilla de las aceras como si fuésemos perros de circo amaestrados para sonreír. Para Han esto es el resultado de una reconstrucción posmoderna de la psicología del mito de Prometeo, aquel en el que el dios encargado de dotar al humano de dones le ofreció el fuego, y su castigo fue vivir encadenado en el Cáucaso con un águila comiéndole las tripas durante tres mil años. Delicioso ¿Cierto? Pues nosotros somo jueces, verdugos y decapitados de nuestro propio dolor, somos Prometeo y el águila al mismo tiempo. Nos “autoexplotamos”, un concepto que engloba toda la obra de Han. El resultado es que no sentimos un verdadero dolor a causa de ese pico de oro enmarañándonos las tripas infinitamente, sino más bien cansancio. Un cansancio que se propaga por nuestras venas por trabajar más y mejor de lo que necesitaríamos, para poder conseguir cosas más y mejores de las que en realidad queremos, con el fin de sentirnos más y mejor realizados de lo que nunca alcanzaremos a estar. Sometidos a nuestras propias expectativas, sangraremos la frustración de no lograr nunca nuestros objetivos. Sentiremos el agotamiento mental de estar siempre al acecho de oportunidades y, por si fuera poca paranoilla, acometer esos objetivos con una sonrisa. Entramos en terrenos más fangosos cuando abordamos términos como “la otredad” o “dialéctica de la negatividad”, pero Han los desmigaja con elegancia y simpleza dejándonos claro que la construcción actual del sistema social se basa en negar lo extraño, en protegerse compulsivamente contra “lo otro” como si fuésemos un cuerpo inmunológico repeliendo bacterias.

Paradójicamente vivimos tiempos en los que el discurso recorre una línea de ida vuelta por la negatividad, sin sentir una negatividad propia. «La desaparición de la otredad significa que vivimos en un tiempo pobre de negatividad» (p. 17). Es ahí donde nace nuestra perturbadora positividad, esa sonrisa que para mí no está mejor representada en ningún sitio como en el videoclip de la canción “Black Hole Sun” de Soundgarden. Si negamos la otredad, lo ajeno y configuramos nuestra existencia como una espesa masa de uniformidad, no hay una sana negatividad respecto a los cuerpos que nos encaminan en nuestra vida. Entendemos cuerpos no solo como personas, sino como los elementos que dibujan los caminos que seguimos durante nuestra existencia. Existe una sobreabundancia de lo idéntico que se traduce en lo que llamaremos un “colapso del yo”. De nuevo paradójicamente en un mundo más individual que nunca, nuestra concepción y concentración de nosotros mismos es la más pobre existente. Hemos atomizado la vida como si fuera un mapa en donde por más que poseamos una cultura propia, todos queremos, y creemos, tener la misma. No revindicamos la individualidad, pero actuamos individualmente para ser todos iguales. Pero donde emerge esta esquizoide construcción social, como siempre en el terreno de lo local. Elementos como el hiperrendimiento, la hiperproducción y la hipercomunicación han dado lugar a que en nuestras vidas todas las sumas deban dar números positivos, y aquellos con carga negativa sean dejados de lado. En un sistema donde lo único importante es la producción, todo aquello que no sea objeto de beneficio ha de ser descatalogado. Pues bien, simplemente debemos traducir esta comparativa empresarial a nuestra propia psique cotidiana.                          En otras palabras, ese mantra de afuera lo malo, adentro lo bueno, es una majadería digna de un mundo que no quiere afrontar su incapacidad de alcanzar todas las exceptivas que el sistema le obliga a tener sobre su propia vida. Es la respuesta superficial al terror oculto de la hiperpositividad. Es por eso por lo que Han asume que vivimos en una sociedad de “rendimiento”, mientras que las sociedades de varias décadas anteriores vivían en una sociedad “disciplinada”. Si no se cumple con las expectativas depositadas en los individuos en esta sociedad del rendimiento, se convierten automáticamente en perdedores, en marginados y fracasados depresivos. Existe una continuidad entre el deber y el poder que no se ve quebrantada con leyes rígidas, sino que se invade de continuidad con la propia necesidad individual de realización. Antes, en la sociedad de la disciplina, tal vez el aspecto físico era más complicado, pero las consecuencias eran más agradables para el subconsciente y el yo profundo. Si rompías el eje de rotación de la cadena social, se te tildaba de criminal y loco. Las consecuencias era físicas, entre cárcel y psiquiátricos   y tu rabia podía focalizarse en la destrucción de lo externo y no en la condenada de lo propio, como acurre ahora.

Luego llega la roñosa hipocresía del eslogan liberal “Somos más libres que nunca” y de nuevo, nace la paradoja. Nuestra libertad no coaccionada directamente de rendir, es con creces equivalente a nuestra obligada libertad de hacerlo.                            Esto provoca la autoagresión, la autoflagelación que hace que personas que van a ser desahuciadas no acudan a la manifestación en contra de su propio desahucio por vergüenza y terminen antes en suicidio, que en los tribunales. Será por eso por lo que, con el pasar de los años y el ceñido grillete de la posmodernidad, la sociedad cada vez piensa antes en sobrevivir, que en la buena vida.

La riqueza en la escasez, la aceptación de nuestras limitaciones, el aburrimiento, la meditación, el sosiego contemplativo, el disfrute de la actividad sin competencia ni objetivos más allá del propio goce de realizarla son bienes cada vez más escasos entre las marabuntas de falsas sonrisas. Esto generará, en consecuencia, un marco social cada vez más carente de creatividad y más sometido a la cultura de masas, infinitas copias reproducidas entre sí, pero con una etiqueta diferente que les hará creerse especiales.

Uno de los temas que más excita las entrepiernas de lectores y oyentes, es el dopaje. Si, la droga dura también aparece en la obra del coreano. La sociedad del cansancio es una sociedad dopada, amaestrada en su autoexplotada flagelación opusina con la mayor cantidad de antidepresivos que se haya recetado nunca. Si volvemos al ejemplo del sistema inmunológico, encontraremos que las enfermedades físicas, como todas aquellas que ya hemos casi paliado con vacunas y medicinas, era las bacterias que atacaban la sociedad de anteriores décadas, mientras que ahora son la depresión, la ansiedad, el estrés las nuevas marcas de metralla que se abren paso por nuestras venas. Y estas son mucho más jodidas de curar, porque son como un boomerang, aunque creas que lo has lanzado lejos con fuerza, terminan volviendo tarde o temprano. «El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma» (p. 72) y el alma se cura con Citalopram, Paroxetina, Alprazolam y Bromazepan. Esto no quiere decir que no se trate de síntomas o afecciones graves de la psicología que deban ser tratadas y trabajadas, pero si que antes de tirarse de cabeza a la piscina del químico, sería bueno masajear el cerebro, por ejemplo, leyendo a Byu Chul Han. O por lo menos este artículo. Como decía Lou Marinoff en un libro cojonudo, Más Platón y menos Prozac. También es posible que, como recalca Han al final de su obra, al final alcancemos a generar un bostezo contagioso compartido que nos permita abandonar nuestro cansancio hiperpositivo de negar lo otro y alcancemos un cansancio hipernegativo de hacernos a todos iguales.

En fin, ya me he alargado mucho con este cuento, así que negando la hiperproductividad, decapito aquí este artículo. Sin embargo, si las respuestas a esta, mi humilde aportación, son positivas, o negativas dando vida así a la crítica de Han, estaría ansioso por abordar la que para mí es la mejor de sus obras, La sociedad de la transparencia. Una obra que recuerda a aquella canción de Parálisis Permanente de “Autosuficiente”. En ella el juego de lo positivo toma una dirección completamente distinta y hasta la sexualidad se pone en jaque para ilustrarnos sobre un mundo que ahoga la intimidad y desangra la erótica. La decisión está en tu mano, seas quien seas, y me enorgullece que no hayas estado demasiado cansado como para llegar hasta esta línea. O, tal vez, solo lo has hecho porque tienes la extraña obligación de acabar lo que empiezas, aunque no te guste. Tal vez solo contemples el punto final, porque no eres sino otra pieza autoexplotada que se autoexige terminar este onanismo filosófico hasta este punto, que estoy a punto de escribir.

P.D: Mi compañero de piso está masturbándose metafóricamente con la brillante oportunidad de trabajar en un sitio de mierda por un dinero que no necesita. Se siente cansado, estresado, un poco deprimido. El médico le ha recetado ansiolíticos, veremos cuanto tardo en encontrármelo cruficado a base de pastillas, con una sonrisa de oreja a oreja, por habérsele colapsado el cerebro de tanto trabajar en un sitio que no le gusta, por un dinero que no necesita y con el único y firme objetivo de demostrarse a si mismo que puede ser un miembro productivo e independiente de la sociedad. Otro Prometeo, que se picotea las tripas con su obligada libertad.

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