Volcano (2018), de Roman Bondarchuk – Crítica
Por Jaime Fa de Lucas.
La premisa de Volcano tiene aires de Esperando a Godot: un empleado de una ONG que está haciendo de chófer por un lugar remoto del sur de Ucrania tiene que ir a buscar ayuda cuando el coche deja de funcionar. Hasta ahí puedo comentar sin entrar en spoilers… Cuando vuelve, descubre que el coche no está y la gente que había dejado dentro tampoco, a pesar de que las llaves las tiene él. A partir de ahí, el protagonista, que viene de la capital, irá descubriendo cómo es la vida en esa región empobrecida y dividida entre ucranianos y prorrusos, especialmente de la mano de una familia que le acoge.
El director Roman Bondarchuk, ayudado en el guion por Dar’ya Averchenko y Alla Tyutyunnik, plantea una especie de road movie invertida en la que el protagonista no viaja tanto por las carreteras, sino que camina cerca de ellas o las observa. Es así como advierte la omnipresencia militar y vive en sus carnes la anarquía y la brutalidad de la zona, ante las que no puede hacer nada ya que, como le aseguran, «si molestas a la policía te encerrarán».
Lo más destacado de Volcano son las metáforas que utiliza para desarrollar su tema, apoyadas por la estupenda fotografía de Vadim Ilkov que alterna entre composiciones estáticas muy cuidadas, que casi parecen de documental, y otras más dinámicas en las que el peso recae en los actores. También hay que destacar las actuaciones más que correctas de Serhiy Stepansky y Viktor Zhdanov y un humor seco que no provoca carcajadas pero que golpea sigilosamente.
Al guion se le puede achacar que la toma de decisiones del protagonista es algo errática y que el mensaje que quiere transmitir acerca de la división del país no es del todo claro, más allá de la crítica –la ONG del protagonista iba a visitar fronteras de Crimea para prevenir ataques de Rusia a Ucrania–. Además, hay algunas escenas, como la de la pelea grupal, que resultan artificiales y el toque surrealista podría estar mejor integrado en el conjunto.
Observaciones:
– Una de las imágenes más potentes es la de los girasoles muertos y el protagonista metido en un agujero que parece una tumba.
– Muy inteligente la escena en la que habla la pareja de ancianos mientras vemos la imagen de los dos peces en el acuario y parece que son ellos los que hablan, reflejando así que se trata de dos individuos atrapados en la región, que curiosamente está llena de agua.
– Sugerente que el padre venda un pegamento que lo pega todo… excepto al país.
– Me ha sorprendido mucho que cuando el padre de familia le pregunta por qué vino a la zona, el protagonista habla de los ciclos de vida de siete años y cómo cada uno tiene un propósito. Si los cumples todos, a los 35 años eres un ser evolucionado y llegas a lo mejor que puedes ser; si no, no sabes hacia dónde vas ni lo que necesitas. Y el hombre le dice: «entonces tú, en lugar de llegar a lo mejor de ti, has acabado aquí «, pero no se dice si en realidad tiene que estar ahí o no, de hecho justo después de la frase se oye un coro angelical cantando y el hombre dice que es un espejismo por el sol, o quizá es una analogía de lo que representa él.
– Se atisban ciertos valores patrióticos que defienden que la tierra acaba atrapándote, haciéndote fuerte y feliz. A su vez sirve como excusa para justificar que no se han ido a un lugar mejor.
– La secuencia final en la que el protagonista cae al agua y el padre le rescata es interesante. En el agua hay como un pueblo sumergido que bien podría representar al país.