‘El artista más grande del mundo’, de Juan José Becerra
El artista más grande del mundo
Juan José Becerra
Candaya
Barcelona, 2018
257 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Que “la realidad del mundo concreto no vale más que una ficción” es una expresión, al dictado del narrador, que, a su vez, reproduce el pensamiento del artista sobre el que versa esta novela, que se atañe a eso de reunir vida y teatro en un mismo escenario. La vida es una farsa, o una fantasía, a la que uno está invitado a subirse. Lo que ocurre es que existen personas con otras inquietudes, gente que entiende que debe haber otras formas de pureza sobre este mundo que hemos creado. Y esa pureza se refiere, claro está, a los vínculos entre personas. De ahí que la novela se ubique en los espacios del arte, la escultura o, para ser más exactos, el arte de una idea escenográfica, y el de la literatura, a ser posible oral, sin los artificios que permite el tiempo que uno tarda en trasladar las ideas al papel. O el relato al papel.
El artista más grande del mundo es un argentino afincado en la comarca del Penedés, que recibe millones de dólares por tener la idea de contratar a Usain Bolt para que pose sin moverse. O capaz de meter a un par de tiburones en una piscina y durante la noche arrojar corderos vivos para que se los coman. Ya no existe ninguna forma de epatar, pues el arte contemporáneo se ha metido hace tiempo en un callejón sin salida y se dedica a darse de cabezazos contra los muros. De ahí que todo se reduzca a tener una idea, escenográfica, pero que sea divergente. De ahí que Juan José Becerra cree a un personaje egomaníaco, exagerado, maniqueísta, sexópata y estrafalario, pero posible. Entre otras cosas, posible porque el mercado, también el del arte, se ha vuelto imbécil. Eso sí, desde las primera páginas, Becerra nos coloca en un sitio desde el que podemos asistir a la lectura sin mitos: lo primero que hace, a través de su narrador, es derribar las leyendas sobre la escritura y los literatos.
La obsesión del artista por derribar lugares comunes, cuando se dedica comúnmente a recaudar mucho dinero, contrasta con la del narrador, que pretende utilizar el lenguaje más universal posible para relatar parte de la vida de un tipo sádico, al que critica, sí, pero sin desprecio. Se alaba su ingenio y no se menciona que sus obras carecen de función, a no ser que aprovecharse de un mercado que apuesta por lo extravagante sea una función en sí misma. Mientras esta parte se va desarrollando en relato, a caballo entre Buenos Aires y el Penedés, siguiendo la corriente a un tipo al que no le detendrá ninguna fuerza de este mundo, a no ser la muerte, Becerra reflexiona aquí y allá sobre la situación actual de la literatura. En una época en la que apenas quedan lectores, la literatura se expresará, más bien, en las palabras dichas, de aspecto también efímero. Quedan, pues, las funciones de la memoria, que son la materia sobre las que trabajará nuestro presente y sobre las que se cimentará el destino, si es que tal cosa existe, si es que los recuerdos se pueden separar de “el futuro que no es el tiempo del destino, ni el de la casualidad, ni el de lo inesperado sino que es algo que se hace hoy y se prueba mañana”.
Esta novela trata, en realidad, sobre las distintas versiones del amor: la amistad, el platonismo, la creación, el ficticio y el sexual. Para ello Becerra crea a uno de esos personajes que impactan, como impactan, por ejemplo, muchos de los que han ideado los hermanos Cohen para el cine. Un personaje que, nos advierte, ha devorado por completo a la persona sobre la que se gestó. Un peligro que corremos todos, si es que este mundo sigue existiendo en su versión actual, que es puro teatro.