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Miguel Ángel Elvira Barba y Marta Carrasco Ferrer narran ‘Los mitos en el Museo del Prado’

RICARDO MARTÍNEZ.

Una de las cosas que hemos aprendido concienzudamente de nuestros cultos antepasados es que los dioses han dirigido nuestras vidas. Las han condicionado con sus vicios y sus virtudes, invitándonos en ello, paradójicamente, muchas veces a contradecirles, a llevarles la contraria. Los dioses pueden sentirse adornados de todos los poderes, de todas las virtudes y sabiduría, pero, ¿cómo pueden atreverse a tomar como suya nuestra libertad? Aun aceptando la fuerza y la presencia del Destino, la dignidad –implícita en la libertad- es elegir nuestro propio camino.

El hombre por sí, es cierto, no podía osar a desafiar el destino marcado por los dioses, pero he aquí que ellos mismos le indicaron el camino: los dioses se enfrentaban entre sí. Poseidón y Apolo se habían rebelado contra Zeus todopoderoso, líder de los dioses del Olimpo, quien les había sentenciado a ser esclavos de Leomedonte durante un año. Éste mismo había prometido Hésione A Heracles, pero le engañó. Así conoció (así también) el hombre conoció de manera primaria la necesidad del libre albedrío, la importancia del horizonte y el futuro: el propio horizonte

Considero que, de los ejemplos a destacar en este hermoso libro, las imágenes más apreciables pudieran ser aquellas que aparecen en pareja. Es curioso, pero “en torno a 1700 pensaron Filippo della Torre y Bernard de Montfaucon –leemos, a propósito de la ficha de identificación de una obra de la escuela de Pasiteles, denominado aquí ‘Grupo de San Ildefonso’- en los Lares o Penates, dioses romanos que aparecen en grupos de dos”. Lo cierto es que en la pareja aumenta, acaso, el gozo estético por cuanto la necesidad de equilibrio, de armonía, realza sin duda la apreciación de una figura esculpida –o pintada- con tan minucioso celo que pareciera que habían de ser concebidas como un punto más allá de lo humano, trascendida tal condición.

En el cuadro ‘Hipómenes y Atalaya’, por ejemplo, donde Guido Reni plasma la carrera de éstas deidades según lo narra Ovidio en sus Metamorfosis, el equilibrio es de un raro ‘estatismo’ y, al tiempo, lleno de vigor y dinamismo. Y los colores empleados de una serenidad y conjunción acordes a una escena que es como un símbolo de algo natural, humano, más sutilmente humano (léase el desarrollo y voluntad de esa carrera)

“Tan inmensa fue la capacidad fabuladora de la antigua Grecia –pensemos, transferido luego en la cultura clásica-, que la cultura occidental, fascinada, ha vuelto sus ojos hacia ella una y otra vez, adoptándola como propia” En tal sentido “los mitos de los dioses –los verdaderos mitos, capaces de explicar los orígenes y la marcha del mundo- nacieron como verdades irrefutables, o al menos como relatos verosímiles y esclarecedores” Tal exponen los autores de este libro de necesaria consulta y compañía para todo aquel que sienta como propia esa cultura heredada.

Me ha llamado la atención, también, como ejemplo de transposición fiel de un sentimiento mitológico trasladado al sentir humano, o un poco más allá, un cuadro del siglo XVII, de Charles de La Fosse, titulado “Acis y Galatea” donde, una vez más la fuente inspiradora son las Metamorfosis de Ovidio. En este caso “la nereida Galatea relata a Escila su triste historia: estaba enamorada del jovencísimo Acis, hermoso y con dos veces dieciocho años cumplidos” Y he aquí que “éste le correspondía, pero ella se veía inoportunamente cortejada por el Cíclope Polifemo, horrible incluso para la selva”

‘Humano, demasiado humano’, a decir del filóofo. Lo cierto es que el libro equivale a un a modo de tratado ético y estético que valora y realza el sentimiento humano como tal, y para el observador resulta, a la postre, un certero y delicioso presente lleno de didáctica e invitación a la belleza. Al fin, también una forma de libertad.

Addenda: a sabiendas de que la historia mitológica ha suscitado tantas pasiones renovadas en los humanos, ¿seguirá sosteniendo Poseidón los argumentos de su respuesta al desafío de Apolo cuando le respondió: “¿Por qué nosotros, dioses, tenemos que herirnos entre nosotros por unos pocos miserables mortales”?

¿Pocos? ¿Miserables? Tal pueden acaso aducir  los poderosos dioses de las largas colas de apasionados admiradores de las obras de arte que sus instintos e intereses han suscitado en las filas de tantos humildes mortales que a diario guardan su vez  ante el inestimable Museo del Prado, donde ellos ‘residen’, cuyo glorioso segundo centenario pretende celebrarse con este libro?

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