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“La puta de las mil noches”, un encuentro fortuito en el que nada es lo que parece

Por Ana Riera

Un hombre rico que se encuentra en una situación delicada contrata a una prostituta para que pase toda la noche en su piso. Él no tiene nada que perder, ella aparentemente tiene mucho que ganar. Este es el punto de partida de “La puta de las mil noches”, la obra de Juana Escabias que puede verse en la sala Margarita Xirgu del teatro Español hasta el 23 de diciembre. En principio, parece un punto de partida bastante banal y anodino. Pero desde las primeras frases que intercambian los dos protagonistas, intuimos que este encuentro no tendrá nada de normal.

El personaje masculino, interpretado por un convincente Ramón Langa, es un energúmeno que abusa de su condición de hombre y, sobre todo, de su condición de rico y poderoso. El personaje femenino, al que da vida una seductora Natalia Dicenta, a pesar de ser una mujer experimentada que ha batallado ya en cien lides, se deja someter, deslumbrada por el dinero fácil. Pero ella más que nadie debería saber que el dinero nunca es fácil, que siempre se paga un precio. A veces, demasiado alto.

Encerrados entre las cuatro paredes de una lujosa vivienda, bella jaula de oro que puede tornarse en trampa mortal en cualquier momento, ambos se van enfrentando a sus miedos, a sus fantasmas y a su pasado, que, de un modo u otro, les persigue impasible y cruel. El texto, a pesar de ser algo tópico en algunos momentos, fluye vertiginoso y sin florituras, atrapando al público desde el primer momento. Cuesta entender, no obstante, un par de momentos cruciales.

El primero, cuando ella, que había conseguido salir de la casa indemne, decide no hacer caso a su intuición, que la empuja a huir, y vuelve sobre sus pasos sin más, metiéndose voluntariamente en la boca del lobo. La segunda, al final, cuando después de todo lo que han vivido y compartido durante esas horas, él apuesta por un desenlace que, aunque resulta bello en escena, parece un tanto desmesurado e incoherente.

Cabe decir, sin embargo, que al espectador no le cuesta perdonar esos deslices gracias al buen hacer de ambos actores. Ramón Langa construye un personaje poderoso, hecho a sí mismo, capaz de ser cruel y manipulador hasta el límite. Natalia Dicenta nos encandila con su sensualidad y despierta nuestra ternura ante tanto atropello. Además, tirando de sus excelentes cualidades para el canto, nos obsequia con una genial versión de Putthe Blame on Mame, una canción que muchos descubrimos disfrutando de Rita Haywoth en Gilda.

El contrapunto sórdido lo pone el excepcional trabajo de iluminación de Nicolás Fischtel, que juega con la luz y las sombras con gran maestría, añadiendo dramatismo a la trama. El uso de la proyección cinematográfica, por su parte, aporta belleza y riqueza estética a la propuesta. Y la sencilla escenografía (diseñada por el director, Juan Estelrich) hace que nos concentremos en los protagonistas y en el juego lleno de trampas y mentiras que se establece entre ellos.

En definitiva, una obra interesante y amena a la que podría darse otra vuelta de tuerca y algo más de intensidad, pero que se atreve a tratar un tema polémico y actual de difícil solución y que ofrece muchas lecturas distintas.

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