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El escritor y su curiosidad (11)

 
                                                                       Anecdotario
 

Podríamos contar por miles este tipo de historias. Si a cualquier ciudadano de a pie le suceden a diario, a los escritores, que por fuerza han de conocer a mucha gente y su actividad en público es continuada, más. Han de multiplicarse a poco que se asomen a la calle.
Empezando por el hecho de que todos tienen una historia. Una historia que no siempre fue amiga de las letras, pues cada cual es hijo de su padre y a algunos les toco hacer de todo. A Kafka, por ejemplo: tuvo que cumplir el horario de oficina en el Instituto de seguros contra accidentes para trabajadores de Praga como cualquier otro trabajador. Otra cosa es que se encontrara perdido en ella, incapaz de sentirse válido dentro del engranaje laboral. Que no le gustaba su trabajo, vaya. Oficina y escritura le obligaban a una doble vida que lo dejaba exhausto y cercano a la locura, según su propio testimonio. 6 horas diarias, a medio camino del part time y de la jornada completa. ¡Quién las pillara, dirá más de uno!
James Joyce era muy aficionado a tocar el piano y a cantar mientras acompañaba la cena y los tragos en Byrnes pub o cualquier otro de Dublin. Y cantaba muy bien, con voz de tenor, dicen. Incluso participó junto al gran John McCormack en un concierto. Esa afición a la música hizo que hasta U2, el grupo de rock, le rindiera homenaje con una canción, Breathe. Cuando fue a vivir a Trieste, lo primero que buscó fue un buen piano para su apartamento –el mismo que hoy en día se expone en el Dublin Writers Museum.
Los hubo con trabajos poco acordes con el que llevarían a posteriori y que les dio fama. Como Kurt Vonnegut, que vendía coches Saab (hoy estaría despedido, pues como tal marca ya no existe). Faulkner y Charles Bukowski, fueron carteros. Sus biógrafos han destacado su avidez lectora y de Bukowski cuentan que se quedaba dormido en vez de hacer el reparto y que leía las revistas antes de entregarlas.

La anécdota que cuentan del poeta sirio Adonis, es de las que tocan la fibra o te tira al suelo la cara de vergüenza. O ambas. Dicen que cuando tenía 13 años leyó un poema de su cosecha ante el entonces presidente del país, Shukri al-Kuwatli, que estaba de gira por su comarca, un pueblo del norte de Siria. Cuando el presi le ofreció una recompensa, él dijo: “quiero ir a la escuela”. Como buen político, aparte de la cara de tonto, ¿se sentiría culpable de que los niños de su país no estuvieran escolarizados?
Entre los filósofos que más veces visitaron la cárcel, quizá el italiano Tommasso Campanella se lleve la palma. Claro que a quién se le ocurre hablar de la propiedad comunitaria (Civitas solis) y soñar con una humanidad libre teniendo a la llamada Santa Inquisición soplándole la oreja. Se tuvo que fingir loco para escapar de la muerte y por más que lo torturaron no confesó lo que ellos querían y aguantó el tipo hasta echarse el farol de cantar en plena sesión de tortura. Le salió bien, que al final lo dejaron por imposible –por muerto-, pero sobrevivió.
Verlain y Rimbaud, los grandes poetas franceses de la época de la revolución tuvieron una relación tormentosa desde el principio. Ante la amenaza de abandono, Verlain le disparó en una mano, lo que le costó 2 años de cárcel y la separación. Pues bien, esa pistola se subastó hace un par de años en París: 435.400 euros pagaron por ella. Un fetiche un tanto caro o hay gente con demasiado dinero y no sabe qué hacer con él. ¿No hubiera sido más barato comprar sus poesías?
El primer Nobel fue entregado al francés Sully Prudhomme, poeta y ensayista, en 1901. Otro francés, Jean Paul Sartre, lo rechazó porque en opinión del filósofo y novelista, aceptar el premio le habría acercado más a uno de los dos bloques de la Guerra Fría, cuando su ambición era el entendimiento entre ambos. Oficialmente, sin embargo, sus palabras fueron: “Por razones que me son personales y por otras que son más objetivas, no quiero figurar en la lista de posibles laureados y ni puedo ni quiero, ni en 1964 ni después, aceptar esta distinción honorífica” Sigue en la lista porque los estatutos no permiten el rechazo, pero las 273.000 coronas no las cobró. Eso sí, tampoco se tuvo que preparar el discurso.

Otros ha habido –y no por falta de merecimientos- que se han ido a la tumba sin la corona de laureles más apreciada por un escritor. Entre ellos, los ya mentados Joyce o Kafka, Tolstoi, Nabokov, Marcel Proust o Borges. Aunque en este último caso, gran parte de la culpa fuera del escritor. ¿A quién se le puede ocurrir, un mes antes de ser concedido el premio, ir a decirle al sanguinario dictador chileno, Pinochet, que “es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente. En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”. A no ser que Borges entendiera que libertad y asesinados eran sinónimos. García Márquez, sin embargo, tiró de ironía para comentar que quizás en Suecia no entendieran el “humor porteño” de Borges.
 
Antonio Tejedor
 

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