Nombrar lo que no existe
FRANCISCO CERVILLA.
Breve escapada a Aguilar de Campoo, antigua etapa del Camino Olvidado de Santiago en el espléndido enclave del románico palentino y encrucijada de recorridos alentados por el aura de los maestros canteros, los artistas artesanos de la Edad Media que buscando su verdad en las piedras lograron contar la vida y la muerte en el reducido espacio de una señal labrada.
Han pasado cuatro años desde mi última visita y algunos cambios han tenido lugar. El acceso que sube a la iglesia románica de Santa Cecilia ha sido cerrado al tráfico. Esa entrada y su recoleto aparcamiento al pie mismo del monumento, pese a resultarme grato y familiar, supuso en el momento de su construcción una aberración, quedaron destrozados los aledaños del templo y destruidos los restos arqueológicos agrupados en torno a la iglesia. Pero el olvido de lo aniquilado, y el tiempo, siempre el tiempo, acabaron dándole una pátina entrañable.
Un aparcamiento alternativo, alarmante por sus inmensas proporciones, ha sustituido a la antigua fábrica Fontaneda. Inclinado a las visitas tranquilas y de escasa compañía me tenso: un ejército de visitantes del que sueño que no formo parte acecha. Todo está preparado para el público de masas, incluido el urbanismo en serie, con sus patrones repetidos en miles de calles españolas que han quedado mimetizadas entre sí.
Ante este panorama me doy cuenta que esperaba encontrar una imagen congelada. Un momento querido atrapado en ámbar: un imposible. Nunca nada es como uno ha creído que era. La memoria fija lo más trivial y oculta en sus oscuros rincones trozos de historia del sujeto cuya recuperación, llegamos a creer, devolvería el sentido al sin sentido de la existencia. Nos equivocamos: no hay recuerdo justo, ni lenguaje exacto que lo guarde, sólo aproximación a lo que la lengua no alcanza.
Pero este estado otoñal desacompasado y descortés, anunciado hace tiempo y que se presenta con pinta de aparecido repentino, se acompaña de un ansia de recuerdos, como si quisiera alargarse recuperándolos, si bien en cada intento de acercamiento los recuerdos se alejan, se desvanecen, y si caes en la tentación de seguirlos acabas trastabillando entre una y otra nada, te quedas sin pasado y hasta sin nacimiento. Así pues, mejor dejarlos pervivir como puedan: acuden solos, son fantasmas.
Desde el aparcamiento veo en mitad del monte la iglesia románica de Santa Cecilia, con un nuevo acceso peatonal, zigzagueante, lento, acaso coincidente con algún camino medieval que ascendiese hasta el castillo, encaramado en la cumbre de la loma.
Tras iniciar la subida oscurece, la brisa trae el rumor de los árboles como si fuese un mar y despierta la magia antigua de la ladera: es el murmullo de los duendes del lugar agitando las ramas; el susurro que originan al trepar por las columnas románicas hasta los capiteles que continúan esculpiendo en un trabajo infinito, o el ascenso a los canecillos donde adoptan las formas más grotescas y atormentadas.
Reconstruida después de siglos de abandono, de descanso de sus sillares en la tierra de la que provenían, la ermita, solitaria en la noche una vez terminada la jornada de visitas, queda cubierta por la penumbra, como si esperase una envoltura de tinieblas para esconder en ellas el agravio de su anterior desamparo, para ocultar el irrecuperable vacío alrededor del cual fue creada.
En esta tierra “resbala mansamente la historia”, decía Unamuno. Desde ese cerro contempló las inmensas vistas de estas merindades castellanas. En Andanzas y visiones españolas describió su visita a Aguilar de Campoo, “entre las ruinas de una Castilla en escombros”. Una visita “para ver nada más, para vivir, para morir, para apacentar desesperadas esperanzas”, en medio de las desolaciones de su tierra.
Retirados los escombros, recompuestos los restos que subsistieron y borrada la visión de los maltrechos vestigios que, al parecer, tanto le afectaban podría pensarse como extinta la evocación de la memoria unamuniana. Pero la memoria, deseable, permanece en lo que quedó escrito. En lo que fue, en lo que Unamuno avistó: ruinas de ruinas.
Abandono y decadencia que enseñan que el arte, como el hombre, es mortal, y que las más sublimes obras de una época un día pueden desaparecer para ser únicamente historia.
La reconstrucción a partir de un estado ruinoso no recupera el recuerdo, pero reescribe la historia en un trayecto que no deja de ser paradójico: reconstruir bajo la idea de conservar lo que una vez fue y se perdió de modo definitivo para traerlo al presente y transmitirlo al futuro, al precio de sacrificar una parte de su misterio, de su enigma, y la impronta del artificio que suele apoderarse de los espacios del entorno, sobre los que cae una sábana de cemento adaptada al mercado del ocio, diestro en destruir lo que exalta.
Rehabilitada, o restaurada, importa la obra que atrapa la mirada y alcanza lo más cercano del propio ser, para marcar desde esa cercanía su distancia: es el aura, decía W. Benjamin.
Es también un insinuado abismo, una silenciosa agitación subjetiva causada por la obra de arte cuando evoca el vacío innombrable que, como cuerpo extraño, habita al sujeto.
Tomo una pregunta del escritor Yuri Herrera para apuntar con ella a ese innombrable, al secreto indescifrable que encierra la creación artística: “¿qué nombre se le da a lo que no existe y que precisamente por eso existe?”
Esa experiencia singular, en la que algo exterior logra resonar con lo más íntimo e interior, es antagónica con la “percepción distraída”, con la mirada dispersa del visitante que ve todo y no ve nada, propia de este tiempo de la industria del entretenimiento, capaz de banalizar la dignidad de las más nobles creaciones del hombre.
No obstante, el aura late en la obra de arte, y si al contemplarla la dejas llegar hasta tu soledad, advertirá tu presencia y te llamará.
Emoción, sentimiento, realidad. Un artículo hermoso.