Quemar, antes de leer

GALO ABRAIN NAVARRO.

Me resulta angustioso pensar en la bola de nervio que he de sentir al escribir ciertas palabras para el coliseo de la opinión popular. Si bien es cierto que el acceso a las epistémicas pestes de la palabra nunca había estado tan al fabuloso alcance de nuestra mano, con internet y el espejismo de lo privado, también es cierto que nos estamos cayendo de culo por una cuesta empinada hacía las inquisiciones que creímos quemar hace más de treinta años. Navegamos por la sangrente cúspide de lo prohibido, de lo incorrecto, de lo intolerable en las articulaciones de nuestros límites.

Heroicas erupciones de desechos ideológicos como Trump, Bolsonaro o Salvini ya han conquistado los cráteres de la esperanza de aquellos que se han sentido desnutridos por un sistema egoísta que los margina. Han encontrado el más enfermizo de los remedios para su enfermedad en las vacunas de sanguinarios vampiros hambrientos del dolor de la herida. “Venceréis, pero no convenceréis.”, que decía Unamuno, y tal vez se equivocaba. Creo que en esto juega más los que dijo Truman Capote en A sangre fría “Es imposible que un hombre que goza de libertad imagine lo que representa estar privado de ella.” y nos hemos revolcado tanto en el cálido fango de nuestra libertad que no estamos rechistando con demasiado nervio mientras nos la arrebatan. Pero a mí las bolsas arrugadas se me constriñen con fuerza al concebir que la literatura sea objeto de esas degolladuras de goces sacros. Lo que para mí ha sido, con el cine y la música que igualmente sienten la ablación de su espíritu indomable, la exprimida bilis curativa del humano se ve ahora avasallada por cobardes incultos que a golpe de machete, azada y antorcha persiguen al monstruo de Frankenstein porque no entienden que bajo esa cara amartillada y esos ojos ahogados en rabia se esconde la belleza de la maldad, la aterciopelada alma de lo incomprendido. Se suben la camiseta como puñeteros simios y se golpean con fuerza el musculo de su pecho y abdominales al grito de inmoralidad, incorreción, machismo u ofensa. Si el arte no ofende, si el arte no es incorrecto, incluso inmoral, poco queda más que una amalgama de grasas precocinadas que engullir por un tubito hasta el culo barbitúricos y antidepresivos. Simone de Beauvoir, sabrosa pensadora a la que a más de una de esas adalides de un supuesto feminismo mal enfocado debería de dignarse a leer, dijo una vez que “Una mujer libre, es justo lo contrario de una mujer fácil”, pues bien, una literatura libre, es justo lo contrario de una literatura fácil. Y ya que estamos con los pensamientos de esta atractiva mente perversa también quedó claro que para Simone “Nadie es más arrogante, violento, agresivo y desdeñoso contra las mujeres, que un hombre inseguro de su propia virilidad.”, e igualmente nada es más arrogante, violento, agresivo y desdeñado contra la literatura, que un humano inseguro de sus propios conocimientos.

Así como la viciosa masturbación del poder religioso ya prendió la hoguera en el pasado de escritores y editores que contradecían la moral y la ortodoxia religiosa, hoy la corrección política, el bien hacer, el bien queda impera sobre cualquier atisbo de libre degradación y burla que suscite el apetito de los creadores. De esos hijos de mala madre que escribieron “puta” demasiado en sus novelas como Bukowski, Miller o Bolaño, de aquellos que se atrevieron a ponerse en la piel de un pedófilo enamorado como Nabokov, o que llegaron a simpatizar con el exterminio de la igualdad como Céline o Cioran. De esas desvergonzadas dispuestas a dibujar la vida con sus pelos del coño como Despentes o Valdés, o por actualizar el mensaje de esos que se ofenden sin remedio por que uno se suene las narices en una bandera, sobre la que se cagan a diario aquellos a los que seguramente votan. La incorreción es la matriz que da vida al progreso y al genio, la destrucción creativa instigadora de la verdad más oculta.

George Bataille, al que conocí por mi amoral padre defensor de la libertad creativa y de pensamiento a los 17 años al poner en mis manos su obra El Erotismo, redactó un ensayo titulado La literatura y el mal que conocí gracias a un articulo de Mario Vargas Llosa similar a este, aunque sin la migaja conservadora que desprende el peruano al barrer siempre para su casa untada hasta los tímpanos de oro y gloría a su civismo caduco. En dicho tomo, Bataille, abordaba con singular acierto como la constante imposición de nuestro entorno a través del Superyo paternal, doblega el Ello inconsciente con la ayuda del Yo intermedio negando los impulsos básicos ocultos de nuestra mente inabarcable. En otras palabras, existe una gran bola de mierda que se hace más gorda cada día en nuestro inconsciente que las distintas capas de educación social que hemos recibido luchan por gobernar haciendo de nosotros lo que somos. Pues bien, para Bataille una de las formulas para que dicha amalgama de restos impulsivos no termine por desquiciar a su portador es la literatura. La expresión literaria (que puede extrapolarse a la musical, teatral, cinematográfica etc…) es el dorado abismo por el que caminan los humanos para sobreponerse a sus impulsos para que la vida no sea un terrible abrevadero de locos, o prehistóricos bastardos empecinados en abrirse la cabeza unos a otros.

Es por ello por lo que la literatura no debe ser un pozo de normas, correcciones y ponzoña postiza amaestrada. La literatura ha de ser salvaje, brutalista, descarada, tan inmoral o moral como desee ser. Una arriesgada apuesta que puede vomitar los más terribles infiernos para que así estos no cobren vida en la carne y sobrevivan en las infinitas pasarelas del pensamiento.

Por eso invito a arrímarse a esas epistémicas cucarachas intolerantes. Les invito a que se láman las patas unas a otras mientras ven por la tele con una sonrisa como seres humanos de otra piel se ahogan en las costas, a que revoloteen alrededor de esos libros que los ofenden por descubrirles que sus abuelos pudieron tener orgasmos con fornidos caballeros a cambio de un coscurro de pan, que nieguen con lo que no coincidan y abracen hasta la majadería todo aquello que les beneficie y que no se preocupen por otra cosa que no sean sus pastosos culos fofos, encarcelando payasos por no tener gracia o acudiendo a apalear bigotudos porque se han mofado de sus cerebros de mosquito. Porque tal vez Unamuno si tuvo razón y aunque nos entreguen al suicidio, al goce de morir matando, ellos conseguirán vencer, pero no convencer y hay que convencer, sobre todo.

Ahora debemos evaluar si queremos que las llamas lleguen a nuestras puertas. Si queremos condenar al olvido la genialidad o la perversión solo por no congeniar con ella. Debemos saber si nos lanzaremos a los brazos de la muerte del pensamiento en su ahogado grito de libertad, o enseñaremos a conocer la entraña, a distinguir la víscera de la sangre. Sobreponernos al augurio y aullar por conocer lo que tenemos delante en vez de seguir en nuestra línea de quemar, antes de leer.

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