'La vida de Rebecca Jones', de Angharad Price

La vida de Rebecca Jones

Angharad Price

Traducción de Julia Osuna Aguilar
Rata Books
Barcelona, 2018
188 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

El mito del buen salvaje está siendo sustituido por algo más acomodado, por una especie de llamada al orden en la que no se vulnere tanto nuestra civilización, por el reencuentro con otra parte de los lugares donde hemos vivido, y todavía podemos vivir, sin alterar tanto el ecosistema: por el regreso y la reivindicación del mundo rural. No se trata, ya, de defender la vida al margen, o al margen total, sino dentro del espacio común, pero con cierta comunión con la naturaleza. En lugar de pretender encontrar edenes y convertirnos en Adán y Eva, aprovechando las bondades de los bosques y los valles, y de las islas paradisíacas, nos remitimos a las granjas, a las pequeñas comunidades, a los clanes, más que a las tribus, cuando todos hemos necesitado de un clan o una tribu para aprender, para conocer la amistad y, por qué no, los rencores. En el caso de esta obra, Angharad Price recrea la vida de una mujer en un valle de Gales. Se trata de un lugar que da pie a estampas idílicas, a cuadros de Constable, a imágenes de paz y de vida sin artificios. Allí los roles están bien cimentados y para ser algo feliz, pues no alcanzará la felicidad plena en ningún momento, o al menos no se apunta a ello, basta con la aceptación: la mujer es ama de casa y el pilar de la familia.

La familia y la religión, y en consecuencia las tradiciones, aparecen como esquema básico. Pero no son maldiciones, aunque hacia el final las costumbres la llevarán a ir quedándose sola. Pero la obra, escrita desde la supuesta memoria de alguien que vivió casi todo el siglo XX al otro lado de la montaña, no toma partido. El lenguaje es escueto y si pensamos que en otras manos podría haber sido una larga saga familiar, nos figuraremos que esto es la sinopsis de esa posible obra. Sin embargo, es una novela cerrada. Basta con ese tema presente todo el rato, en el que se reivindica que lo rural no es un parque temático, no es un mero refugio al que acuden los urbanitas para descansar. En lo rural se contiene mucha vida y las secuencias de mucha vida. El caso de los hermanos de la protagonista es paradigmático. Que algunos fallezcan al poco de nacer y que otros sean ciegos, condiciona sus días hasta el punto de saber que, por muy lejos que se vayan a vivir, si ella se mueve perderán un referente, un punto de anclaje.

Si el relato es un baile, sería imposible distinguir a la bailarina del movimiento. Ella se define como una persona de naturaleza creativa y con tendencia a la espiritualidad. Esa personalidad la sostiene, al tiempo que la garantiza asistir a la vida como espectador, con la sensación de que son los demás los que protagonizan su propia vida. En realidad, el libro trata sobre los otros como la esencia de lo que somos. Hasta el punto de que tenemos que adivinar lo que supone de sacrificio, o bendición, que los dos hijos que ven se queden habitando para siempre en el valle mientras los ciegos se labran una vida en internados, desde que cumplen seis años, o en las ciudades, en algunos casos como pastores protestantes. Y, mientras tanto, desde ese lugar en el que el siglo XX quedó congelado en las primeras décadas, apenas se van teniendo noticias, aquí y allá, de que el resto del mundo se moderniza. Ni siquiera la gran herida que supuso la Segunda Guerra Mundial les acepta, pues apenas se registra nada que no sea la aparición de algún prisionero italiano, que en lugar de ser encarcelado es entregado a los habitantes del valle durante una temporada. La fe de Rebecca Jones, que es lo que la ayudó a sobrevivir con cierta dignidad, no es tanto religiosa como espiritual, teniendo en cuenta que la religión puede pertenecer a un dios, pero la espiritualidad es privilegio de los hombres.

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