El espíritu del vino, de Eloy Rodríguez

Los relatos de Culturamas os ofrece una historia que os hará viajar hasta tierras gallegas, un misterio enterrado entre gemas y trilobites. ¡Pasen y lean!

 

 
 

El espíritu del vino

Eloy Rodríguez

 
 

     Borja estaba solo en casa, mirando por la ventana de la cocina, absorto en uno de esos lapsos poco frecuentes en los que somos capaces de no pensar absolutamente en nada, cuando sonó el timbre. En la puerta el empleado de una empresa de mensajería le indicaba en donde tenía que firmar para hacerse cargo de un paquete alargado, rectangular y de tamaño medio, sin remitente, etiquetas o el membrete de alguna empresa, pues tan solo aparecía su nombre y dirección escritos a bolígrafo sobre la caja. Tratando de imaginar qué podría ser, regresó a pasos largos a la cocina. No había hecho compras online últimamente y nunca recibía regalos, en el momento de dejarlo sobre la mesa obtuvo la impresión de que contenía líquido y eso lo puso aún más nervioso. Cortando la cinta con un cuchillo, devorado por la impaciencia, destrozaba el cartón para sacar de allí una botella de vino tinto. En plena taquicardia leyó la nota manuscrita: “Compartamos amigo, el trago más amargo.” Y entonces Borja tuvo que sentarse. Una maraña de recuerdos reprimidos afloraba de golpe, siniestro caudal de algo que había llegado a dudar si no fue más que un sueño, o mejor debiera decir… una pesadilla.

    Pensando en el punto macabro que tenía toda la escena se puso a revolver en los cajones hasta encontrar un abridor y con la mirada enajenada y una mueca de crispación cruzándole la boca, dando enérgicos giros de muñeca, hundía la espiral de acero en el corcho. “Pueden estar tranquilos”, mascullaba mientras tanto, “yo sé callar”. Y era algo bien cierto. En todo aquel tiempo no había soltado prenda acerca de lo ocurrido durante su viaje a Galicia, lo cual terminó por convertirlo en un hombre amargado. Fue dejando de frecuentar a los pocos amigos que tenía, apenas salía ya de casa y ni siquiera supo cuidar de su novia; sobrepasados los cuarenta, Borja había visto salir a Mónica de su vida como uno ve disiparse en el horizonte el humo del último tren. Por fin se echó a llorar, deformando aquella cara de hombre bueno en una mueca de profundo dolor. No acababa de entender por qué tenían que venir ahora a revolver la mierda e intuyó que eran ellos los que flojeaban; o quizás al llegar a ese pasaje de la sobada Biblia de tapas negras que el anciano tanto gustaba releer, precisamente en donde dice “nada hay encubierto que no haya de ser revelado, ni oculto que no haya de saberse”, el viejo pudo pensar que Dios y el tiempo jugaban en su contra. Hacía mucho que el protagonista de esta historia había llegado a la misma conclusión.

    Cándido y su mujer no eran malas personas y sin embargo se vieron envueltos, sino el más horrendo, seguro que el más triste de todos los crímenes. Con la vista fija en el suelo, Borja reflexionaba acerca del significado ulterior de la existencia humana y cuán rápido descendemos dando un traspié, de una vez y para siempre, al reino del crimen y la desgracia. La forma en que conoció a aquella encantadora pareja fue de lo más casual, compartiendo habitación en el hospital Mexioeiro de Vigo a donde él había ido a parar a causa de un agudo ataque de apendicitis. Y la razón que le hacía estar tan lejos de casa no era menos peregrina. Todo empezó cuando quiso vender la colección de ammonites y trilobites que le había tocado en una herencia; en un foro de internet le recomendaron “Minervigo”, una feria de minerales, gemas y fósiles que se celebra a mediados de octubre en la ciudad olívica, y sin pensárselo mucho tomó la semana de vacaciones y fue para allá conduciendo desde Madrid. Como los ammonites eran de buen tamaño, albergaba la esperanza de que le diera al menos para amortizar el viaje y ya en la jornada de apertura varios expositores mostraron su interés.

    Pero al segundo día, todo se torció. Borja despertaba con una molestia abdominal que a lo largo de la jornada no hizo más que empeorar hasta convertirse en un dolor insoportable. Tanto, que al llegar al hotel por la noche llamó a conserjería pidiendo una ambulancia. Después de una rápida operación para extirpar el apéndice, en planta y un poco atontado aún por la anestesia fue una grata sorpresa la acogida que le dispensaron sus compañeros de habitación. Don Cándido es un gallego de setenta años, hombre afable y parlanchín al que habían tenido que quitarle unos pólipos en el colon, nada maligno por suerte. Encontrándose solo en aquel trance Borja supo apreciar la conversación de gente educada y culta, incluso parecía que con cierta raigambre de aristócratas, aunque esto último nunca llegó a saber si lo decían medio en broma o medio en serio. El caso era que la pareja poseía un pazo con blasón del siglo XVII situado en el municipio de Arnoya, perteneciente a la comarca del Ribeiro orensano, y en las fotos aéreas que Marina le mostraba desde su teléfono podía verse la amplia extensión de viñedos que había alrededor. La familia de Cándido hizo vino durante generaciones y aunque ahora la producción estaba bajo mínimos, conservaban varias hectáreas de Caiño tinto, Teixadura y Palomino, con las que en un año bueno presumía el viejo de hacer “el mejor tinto de Arnoya”. En realidad fueron estas palabras las que encandilaron a Borja, quien con el mismo afán aventurero con que había llegado a Galicia aceptó la invitación de sus nuevos amigos para ir a visitarlos en cuanto estuviese bueno. Y es que mucho antes que un fan de los minerales, las gemas y los trilobites, él era un enólogo aficionado que quiso ver en aquel capricho del destino una oportunidad para conocer la comarca del Ribeiro y catar sus buenos caldos. En Madrid acudía con frecuencia a catas de vinos, tenía relación con dueños de restaurantes, bodegueros y exportadores, por eso sabía de buena tinta que después del espectacular éxito del Albariño era hora de que otro vino gallego obtuviese reconocimiento a nivel internacional. Aunque lo cierto es que la historia de su éxito es muy antigua, fueron los romanos quienes trajeron las viñas hasta las orillas del Miño y ya los césares de Roma lo escanciaban en copas de oro y alabastro. Por si fueran pocas credenciales, el vino del Ribeiro tiene el honor de haber sido el primero que llegó a América, pues está documentado que Cristóbal Colón lo llevaba en las bodegas de sus carabelas en aquella heroica travesía.

    Descorchando la botella con un sonoro “¡flop!”, Borja fue a buscar una copa. En el momento de llenarla vio que el néctar tenía el color de la sangre venosa y le dio por pensar que era una maldición líquida, muerte embotellada que había que degustar en soledad, sin brindis ni celebraciones de ningún tipo, con la misma actitud circunspecta y sombría que se espera de quien amortaja el cuerpo de un ahorcado. Después de olerlo sorbió un pequeño trago, suficiente para comprobar que al igual que todos los que hacía Cándido en su desfasada bodega, era un tinto de lo más vulgar. Si lo hubiera sabido desde el principio nunca habría hecho aquel maldito viaje, pero las palabras del viejo supieron embelesarlo y pocas semanas después de haber abandonado el hospital encontró un puente propicio para ir en pos del Falcon Crest gallego que tan bien pintaba en las fotos. Siguiendo las indicaciones que le iban haciendo por el teléfono, al llegar al municipio de Arnoya y divisar el rio Miño torció en dirección a Rivadavia, dejando atrás el balneario condujo luego unos cuantos kilómetros por carreteras comarcales rodeadas de suaves colinas en donde a veces se veían viñedos y otras solo monte, siempre con un ojo en el GPS y otro atento a no perder de vista el rio. Al llegar a un amplio valle en donde apenas había algunas casas desperdigadas, divisó la silueta de una gran casona rústica cuyas tierras de labranza eran limítrofes con el caudal. La primera impresión que obtuvo de las viñas no fue nada buena, llevaban años sin poda y las guías que apuntaban al cielo consumirían la savia destinada a las uvas. Cuando estuvo más cerca vio que tampoco nadie se había preocupado de quitar las malas hierbas, en algunos tramos la vegetación de ribera estaba tan crecida que no dejaba ver las vides. Y el pazo, todo él construido en granito y con solera de antigua morada de señores, no ofrecía mejor aspecto.

    En el momento de internarse en la pista de gravilla divisó las siluetas  de sus amigos que agitaban los brazos. Nada más detener el Audi un can perdiguero se puso a dar vueltas alrededor del coche mientras ladraba furioso y tratando de apaciguarlo, Cándido y su mujer le deparaban un caluroso recibimiento. Por fin entraron y entonces Borja pudo ver que aquella vetusta construcción no había tenido una reforma en muchas décadas, en las amplias estancias los muros mostraban la piedra al desnudo y en la cocina comedor destacaba una tosca chimenea construida también con enormes bloques de granito, las vigas de castaño del techo estaban oscurecidas por el tiempo y olía a humedad. Tomado del brazo por Cándido y su esposa fueron de paseo por los corredores; según le iban contando, aquel lugar había pertenecido a la familia del señor durante más de doscientos años y estaba henchido de historias que el bueno de Cándido sabía contar de una forma hipnótica, haciendo esas pausas estratégicas que dejan lugar a la imaginación. Pero lo que el recién llegado veía era que todo aquello se encontraba ahora inhabitable, cuando no en ruinas, pues solo el ala en donde lo habían recibido parecía acondicionada para vivienda. Aún en ésta no había más calefacción que la chimenea en donde ardían leños de alguna madera noble, y como hacía frío de veras, Cándido se puso a atizar el fuego mientras Marina preparaba la mesa. Borja comprobó lo buenos que eran el queso de tetilla y el butelo, también la cecina y el lomo embuchado, magnífico el pan, aunque el vino de la casa dejaba mucho que desear. “Buen vino”, dijo sin embargo, dándole un segundo trago a la copa. Mientras pensaba: “…para servirlo a granel en tascas de mala muerte”.   

    No le causó extrañeza que el que acababa de llegar por correo certificado tuviera el mismo punto demasiado alto de acidez y un gusto herrumbroso. Apurando el trago, pensaba en lo mucho que debieron de sufrir al recoger las uvas, exprimirlas en el lagar, poner el mosto en botellas y dejarlo reposando luego en lo oscuro, igual que sus recuerdos lo habían hecho durante todo aquel tiempo. En la sobremesa, oyendo chisporrotear el fuego en la lareira, Cándido y su esposa contaban maravillas acerca de cómo transcurría la vida en tan apartado valle, siempre en contacto con la naturaleza y al abrigo de piedras antiguas. Tocaron luego el tema de la familia; toda bien situada y gozando de salud, a excepción de su hijo el menor claro, de quien Borja había oído hablar tanto en el hospital que era casi como si lo conociera. Achispado por el vino el señor de Arnoya hablaba ahora de Ángel, pues tal era el nombre del tunante, en términos mucho más crudos: “A veces dudo de que sea hijo mío, solo puedo definirlo como una mala persona”. Y la madre, dándole a la cabeza: “Está loco, la droga lo volvió loco”. No le pasó desapercibido el velo de tristeza que había cubierto los bellos ojos de Marina; cerrándolos durante un par de segundos, por fin sentenció: “Si se marchara bien lejos nos haría un favor, pero el desgraciado es incapaz de valerse por sí mismo.” Ángel, por ser el menor, había sido desde siempre el hijo más mimado y protegido, pero a pesar de todas las atenciones ⸺o tal vez a causa de éstas⸺ y después de haber invertido una fortuna en su formación, demostró tener un carácter débil que sucumbía a todos los vicios. Adicto durante veinte años a la cocaína y el alcohol, finalmente se había enganchado también a la heroína y ya no era más que una piltrafa. Según iban contando sus progenitores, aquel hombre ruin, descastado, sin futuro ni vergüenza, gustaba de llevar una vida errante y si en los últimos tiempos había recalado en la ciudad de Orense era porque desde allí podía dejarse caer a cada poco por el pazo pidiendo, o mejor dicho exigiendo dinero a la familia. Y  lo que conseguía arrebatarles lo gastaba luego en drogas duras con otros de la misma calaña, solo que más listos, pues lo vampirizaban. Como todos los malditos y cobardes Ángel guardaba la saña para los débiles, que en este caso eran sus ancianos padres, a los que zahería de una forma tan cruel que se vieron obligados a pedir amparo a la Guardia civil. A pesar de tener una orden de alejamiento y de que hacía mucho que no daba señales de vida a Borja le pareció que temían verlo aparecer por la puerta de un momento a otro, cuando avergonzados, le iban contando como a causa del tributo que exigía el tirano ni siquiera podían pagarles ya a los vendimiadores y vecinos que los ayudaban con la fabricación el vino, a todos debían dinero y por eso las viñas estaban abandonadas, unas uvas raquíticas pudriéndose en los sarmientos, sirviendo de alimento para los pájaros y las ratas.

    La pensión de Cándido tampoco era gran cosa y para ayudar a la economía familiar habían montado una pequeña granja de cerdos en la parte de atrás del pazo, justo en aquellas habitaciones anexas en donde una vez estuvieron las viviendas destinadas al  servicio. Cuando a la mañana siguiente llevaron a Borja a dar una vuelta por las tierras, pudo ver a la entrada de las cochineras un armazón de tubos metálicos extendiéndose sobre sus cabezas y como por allí trepaba el emparrado para dar, según dijo Cándido con una sonrisa pícara, “las uvas más dulces y olorosas, capaces de producir el mejor vino tinto de Arnoya”. Muy satisfecho de sí mismo, el gallego le explicaba a su huésped la genial idea que había sido canalizar los purines de los cerdos hasta unas arquetas situadas a los pies de las vides, que gracias a este aporte extra de nutrientes trepaban por los tubos para dejar colgando abigarrados racimos. “Y así por la santa alquimia del Creador, la mierda de los cerdos pasa a ser una ambrosía para los hombres”, añadió el viejo, echándose a reír muy socarrón. “Pues este vino sí que tengo interés en probarlo”, dijo Borja compartiendo su alegría. Entonces Cándido prometió que de la próxima cosecha, una botella iba a llegarle sin falta a su domicilio.

    Y aquí estaba al fin, la “ambrosía”. Sirviéndose otra copa Borja se acercó hasta la   ventana, resultaba imposible dejar de pensar en aquella noche fatal. Debían de ser entre las dos y las tres de la madrugada, dormía plácidamente sumergido en el silencio que proporcionaban los muros de piedra cuando unos golpes en la puerta principal del pazo terminaron por despertarlo. Marina fue a abrir y al poco escuchaba juramentos, gritos y más golpes. Pensando que no debía de inmiscuirse en asuntos de familia Borja decidió permanecer en la cama, con los ojos muy abiertos, escandalizándose ante los ecos que le llegaban por el pasillo. Era de suponer que aquella voz rota fuera la de Ángel, quien seguía profiriendo soeces amenazas contra su madre. La señora Marina replicaba poco y por lo bajo, pero de pronto la enérgica voz de Cándido retumbó en la cocina. Luego de unos segundos de silencio sonó un golpe seco, ruido de forcejeo, más golpes y por fin un gran estrépito, como el que haría alguien al desplomarse aparatosamente sobre un armario lleno de vajilla. En este punto Borja había saltado ya de la cama y estaba de pie frente a la puerta entreabierta. “¡¿Dónde lo tienes?! ¡Dámelo ahora mismo que te mato!”, bramaba el hijo desnaturalizado. “¡Marina, llama a la guardia civil!”, replicó la voz achicada del viejo. Y Ángel: “¡Sé que cobraste la pensión, a mí no me engañas! ¡Dámelo que te va a ser mejor por las buenas!” Borja, sintiendo que no podía permanecer impasible más tiempo, salió al pasillo tal y como estaba, descalzo y en pijama. Al fondo del largo corredor resplandecía una luz amarilla, sombras mutando sobre los muros de piedra mientras en sus oídos retumbaban las amenazas de Ángel: “¡No me jodas ¿eh?! ¡Qué no vine hasta aquí para nada! ¡Dame por lo menos la mitad o te pincho un ojo!”

     Cuando por fin el huésped se atrevió a asomar la nariz, lo que vio fue una escena  deplorable: el pobre señor Cándido, despatarrado en el suelo, trataba de cubrirse con los antebrazos de los piquetes que con saña torturadora le lanzaba un tiparraco que además era su hijo. Ángel tenía la cara de besugo que se les pone a todos los drogadictos cuando pasan de los cuarenta; alto, delgado y de greñas, con los ojos a punto de saltarle de las órbitas y espumilla blanca en las comisuras de los labios, daba miedo verlo con un cuchillo en la mano. La súbita aparición de Borja lo sorprendió de tal modo que durante varios segundos estuvo pasmado y con la boca abierta, como si aquel marchito cerebro no pudiera ya asimilar tanta información de golpe. “¡Pe…, pero quién coño es este tío!”, exclamó al fin. “¡Déjalo en paz!”, decía Cándido mientras trataba de incorporarse tan deprisa como un hombre de setenta años es capaz de hacerlo. Con el rostro arrasado en lágrimas, Marina le indicó a Borja que corriera a refugiarse en la habitación, porque su hijo en aquel estado era muy peligroso.

    Después de dudar un instante, llenó otra vez hasta arriba la copa; con ésta la botella estaba casi terminada. ¿Pero cómo pudo sucederle a él, un tipo tranquilo y de lo más normal, que nunca se metía en líos? Analizándolo con la perspectiva que daba el tiempo, parecía una trampa lanzada por el destino o urdida por el diablo, que en algún punto de esta historia se confunden. Cuando vio que Ángel, apartando bruscamente a su madre lo encaraba con el cuchillo en la mano, supo que había llegado el momento de pelear. “¿Tú que dinero tienes ahí guardado? ¡¿Eh?! ¡Dámelo ahora mismo o te coso a puñaladas como a un mono!” Borja retrocedía sintiendo fijos en él aquellos ojos de pez, hasta que el miedo a morir lo espoleó a reaccionar y anticipándose al siniestro oscilar del yonky consiguió agarrarlo de la muñeca. Sorprendido y furioso, el otro empezó a mover el brazo de un modo frenético; quería clavarlo y Borja debía hacer contorsiones y filigranas para mantener alejado el filo. Y en eso estaba, luchando por su vida, cuando advirtió que Cándido venía muy sigiloso por el corredor en penumbra. En la mano traía el pequeño taburete de madera que estaba antes junto a la chimenea, lo elevó con ambas manos sobre su cabeza para sostenerlo así durante uno o dos segundos, coger impulso y descargar el más fuerte golpe sobre su hijo. Borja oyó crujir el cráneo, la mano que en aquel momento aplastaba su cara contra la pared perdía toda la fuerza y él pudo hacerse fácilmente con el control del arma blanca.

    Ante la pregunta de un juez sobre lo que ocurrió después, Borja habría respondido que al recibir Ángel un tan fuerte golpe en la parte de atrás del cráneo y perder el sentido, él se apartó deprisa mientras el otro se desplomaba sobre el cuchillo, clavándoselo accidentalmente en el abdomen y provocando con su propio peso una profunda herida. Pero lo cierto es que las cosas no sucedieron de esta forma. Cuando Cándido atacó a Ángel por la espalda Borja tenía bastante controlada la situación y el cuchillo apuntaba más hacia el vientre del agresor que al suyo propio. No estoy diciendo que se lo hubiera clavado, pero sí que lo intentaba con todas sus fuerzas por la sencilla razón de que aquel perro del infierno trataba de hacerle a él lo mismo. Ángel nunca llegó a advertir la furtiva aproximación de su padre, el golpetazo debió de cogerlo desprevenido y en ese momento Borja, ofuscado en la lucha, hizo la presión necesaria para hundirle la punta del cuchillo un par de centímetros. Resulta imposible saber si el fallecimiento se produjo en el instante de recibir el golpe o por la cuchillada posterior, pero lo cierto es que mientras la punta de metal perforaba la piel ni el más leve gemido salió de su boca. Al apartarse Borja, caía como un peso muerto clavándoselo mucho más profundo. Cuando Marina encendió la luz y lo voltearon, un enorme charco de sangre se extendía por el suelo. Quien haya visto el comienzo de la segunda parte de El Padrino de Coppola, concretamente la escena del entierro, cuando el joven Paulo es asesinado y la madre siciliana se arrodilla para abrazar el cadáver de su hijo, podrá hacerse una idea de cómo lloró entonces aquella mujer. “¡Dios mío qué he hecho! ¡He matado a mi propio hijo!”, repetía Cándido mientras tanto, mesándose los pocos cabellos que le quedaban.

    Borja era incapaz de tragar saliva, se miró las manos y vio que estaban manchadas de sangre. “He sido yo”, dijo con una vocecilla que nadie pareció oír. “Voy a llamar a la policía”, añadía luego con otro susurro. Ya estaba dentro de la habitación cuando escuchó los gritos de Cándido elevarse sobre el llanto enloquecido de su mujer: “¡No! ¡No ha sido culpa tuya! ¡Ni tampoco mía!” El huésped regresaba al pasillo llevando en la mano su teléfono móvil, pensó que la escena que tenía ante sí era conmovedora: tirado en un charco de sangre yacía el cadáver de un hombre desgreñado, y arrodillados a su vera, dos ancianos en pijama se abrazaban llorando. “Ahora todo ha terminado”, oyó decir a Cándido, “¿me oyes mujer? Ya no va a volver a atormentarnos. ¡Nunca! Igual que estuvo haciéndolo durante todos estos años… ¡Esta vez no va a arrastrarnos con su miseria!” Valiéndose de la pared como apoyo, el viejo conseguía ponerse en pie. Después de echar un último vistazo al cadáver de su hijo se quedó mirando muy fijo para Borja, quien seguía allí con el teléfono en la mano. “No llames a la policía, esto vamos a solucionarlo por nuestra cuenta”, dijo el señor de Arnoya en un tono tan firme y sereno que al madrileño le causó impresión. Cándido parecía haber recuperado de golpe todo el aplomo, hasta su porte distinguido volvía a relumbrar. “Pero antes de nada, ayúdame a meter dentro la moto que lo trajo hasta aquí”, dijo luego. Y a Borja aquello le sonó como una cosa razonable.

    Durante toda la noche estuvieron dándole vueltas al asunto. Solo después de haber obligado a Marina a tragarse dos valium con leche caliente y meterla en la cama, pudieron los hombres discurrir sobre lo que iban a hacer. Dicen que lo difícil no es matar sino deshacerse del cadáver, y aunque parezca una frase hecha, es algo bien cierto. Porque no se trata solamente de esconder un cuerpo, sino de hacerlo desaparecer para siempre, sin dejar un solo resquicio, un rastro de ADN, algún cabo suelto que abra la posibilidad de que en un futuro hipotético, a causa de esa ley universal por la cual todos los espacios vacíos tienden a llenarse con algo y ese algo gira en torno a la verdad, un fantasma maloliente salga del armario para cubrirnos de mierda hasta las cejas. Ante todo hay que impedir que lo vean, lo toquen, lo examinen; que por medio de alguna evidencia física pueda esa verdad maldita mostrarse impúdica, aberrante, horrorizando a las gentes de bien. Y eso es lo más difícil, insisto, pues como ya dejó escrito Schopenhauer “la verdad es como una hiedra, que aunque sea trasplantada al sótano más profundo y oscuro va a trepar siempre, hasta encontrar un camino que la lleve de vuelta hasta la luz”. Dejando a un lado todo sentimentalismo empezaron a discutir hipótesis como cavar un foso en la tierra y enterrarlo en cal viva, o adentro de un saco de plástico con grandes piedras sumergirlo en el rio, aunque también podría ir en el maletero del coche hasta algún lugar remoto, perdido en el corazón de los bosques… en realidad cualquiera de estas formas de proceder haría desaparecer el cuerpo, pero ninguna era la que Borja, haciendo gala de un pragmatismo polar, había considerado como la más factible. Quizás fuera también la más radical e inhumana, la más espantosa de todas las posibilidades a tener en cuenta, sin duda, pero era la única en verdad definitiva y eso la convertía en la mejor. Pero a pesar de su convencimiento en este punto, jamás, ni en un millón de años, se hubiera atrevido a sugerirle una cosa semejante al señor Cándido. Mientras conversaban debieron de caminar kilómetros por los interminables pasadizos; meditabundo y cabizbajo el anfitrión iba delante, mientras Borja lo seguía igual de cariacontecido, con la vista fija en las losas del suelo. Llegó un punto en que ya no se dirigían la palabra, después de tantas horas divagando no sabían qué más decirse, a no ser que fuera… pero no.

    Cuando por fin Cándido abrió una de las cien puertas de aquella fortaleza y salieron al exterior estaba amaneciendo y la niebla que emanaba del rio, extendiéndose como una mortaja sobre los viñedos y todo el campo, daba al paisaje un sesgo místico e irreal. Borja no tardó en comprender que estaban en la parte de atrás del pazo, a unos veinticinco metros de aquellas casuchas que guardaron las miserias de la servidumbre. Hierba perlada de rocío lanzaba destellos dorados bajo un voluntarioso sol de invierno, benigno astro que le pareció quería borrar, también él, esa noche horrible de los anales de la historia. Ahora Cándido caminaba decidido sobre el prado, iba directo hacia las bodegas que una vez fueron cobijo de pobres aldeanos gallegos, primitivos y supersticiosos, dotados de una taimada astucia, pero que en la edad de la decadencia lo eran ya solo de cerdos rosados que esperaban a su San Martín. El fino oído de las bestias debió detectar que alguien se aproximaba, pues todos empezaron a gruñir. “Estos cabrones siempre tienen hambre”, le había dicho Cándido el día anterior, cuando entraron a las cuadras para echarles unas mazorcas de maíz. Debía de haber allí unos cuarenta o cincuenta marranos, y un urbanita como Borja nunca olvidaría la impresión que le causó escucharlos chillar de un modo ensordecedor en cuanto abrieron la puerta, excitándose unos a los otros mientras se amontonaban sobre el maíz o apoyaban las patas delanteras en los muros separadores de las cuadras, arrugando el hocico babado, mostrando sus sucios dientes amarillentos, pidiendo algo, lo que fuera, para devorar.


Sobre al autor

Eloy Rodríguez Vidal (Ferrol, 1976). Aficionado desde muy joven a las artes plásticas y la creación literaria, sobre todo me influencia la realidad, que siempre supera a cualquier  ficción cuando se trata de perfilar al animal humano en el comic de nuestro tiempo. Nómada vocacional, he vivido en Ferrol, Coruña, Madrid, Barcelona y Londres, en donde actualmente trabajo en el sector inmobiliario.

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