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La jardinera Virginia Woolf

“La primigenia y pura dicha del jardín… deshierbar todo el día para terminar las camas de flores en un extraño arrebato que me hizo afirmar que eso era felicidad. Gladiolas enfiladas como tropas; la celinda abierta, en todo su esplendor. Estuvimos afuera hasta las nueve de la noche, a pesar de que hacía frío. Al día siguiente, entumidos y rascándonos todo el cuerpo, con tierra color chocolate bajo nuestras uñas”, escribió Virginia Woolf en su diario un 31 de mayo de 1920, un año después de que ella y su marido, Leonard compraran Monk’s House, una propiedad con un enorme jardín en el pueblo de Rodmell, ubicado en la provincia de Sussex, Inglaterra.

La escritora tenía 37 años y la casa, hecha de madera, era más austera de los que hubieran dictado los estándares de la época, no tenía electricidad ni agua corriente, pero tenía tres cuartas partes de hectárea de jardín, y sólo por eso valía todos los inconvenientes, al menos para Leonard. Él fue el jardinero en jefe de la pareja; Virginia fue su cómplice y, en ocasiones, su asistente en estas labores.

Manzanos, ciruelos, cerezos y perales fueron algunos de los árboles que habitaban el huerto del jardín cuando los Woolf lo compraron. Con el tiempo, Leonard lo seccionó en pequeños jardines divididos por caminos pavimentados con ladrillos y, más adelante, invernaderos donde crecerían sus propias plantas. Se sabe que a los Woolf les gustaban las flores con colores llamativos y varias de ellas, incluso, llegarían a las páginas de la excepcional obra de Virginia —como las kniphofias rojas de Leonard que fueron inmortalizadas en Al faro.

Virginia, que tenía muy pocos conocimientos sobre plantas, dejaba muchas de las tareas del jardín a Leonard (como el manejo de las plagas, por ejemplo), pero siempre lo ayudó a deshierbarlo, algo que describió más de una vez en sus diarios: “Muy pronto, cualquier tarea puede convertirse en un juego. Digo… esta les da carácter a las hierbas. La peor es el pasto muy fino que tiene que sacarse con cuidado. Me gustan los dientes de león gruesos y los senecios que han sido arrancados.”. Los Woolf tenían un jardinero, por supuesto; una propiedad del tamaño de la suya lo requería y, muy pronto, Leonard habría de agrandarla al comprar la propiedad contigua.

Se sabe que en los días de buen clima Virginia escribía en el jardín, en un pequeño rincón cerca del huerto. Como los textos de la poeta Emily Dickinson, su diario está lleno de sus momentos de apreciación de este espacio que se caracterizan por su aguda observación de detalles mínimos, colores y algunas metáforas: “El gran lirio de la ventana tenía cuatro flores. Se abrieron durante la noche.”; “Nunca había estado más encantador el jardín… deslumbrando los ojos con tonos rojos, rosas, morados y malvas.”; “una llamarada de dalias.”.

El 24 de marzo de 1941, Virginia escribió en su diario “L. está con los rododendros.” y cuatro días después, el 28, cruzó su jardín y salió de la propiedad por la puerta del fondo para caminar por la rivera del río Ouse en el que habría de sumergirse para nunca emerger (el más hermoso testigo de este legendario final son, por supuesto, sus últimas palabras para Leonard).

La jardinería y la escritura se relacionan de maneras singulares: un jardinero escribe sobre el paisaje, un escritor hace jardines sobre el papel. Leonard hacía el jardín, Virginia lo observaba y lo escribía —a veces, también lo deshierbaba.

La sensibilidad de la artista, que habló de estos míticos espacios como pocos escritores lo han hecho, no pudo evitar registrar la sincera belleza de un jardín en su novela Las olas, ideas que seguramente germinaron en su propio jardín de Monk’s House: “En medio de las profundidades verdes aparecen manchas de una flor tras otra. Sus pétalos son como arlequines. Los tallos emergen de la tierra de entre huecos negros. Las flores nadan como peces de luz sobre las sombrías aguas verdes. Tengo un tallo en mi mano. Yo misma soy un tallo…”

 

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