Herejía: la autonomía doctrinal y la brutal impugnación de Goliat frente a David
Por Tamara Iglesias
Creencias que fluctúan entre la controversia general y la aceptación individual, dogmas inconexos que abogan por la aceptación tácita, disertaciones libres y pugnas que encauzan disyuntivas por el suprematismo del devoto: con estas tres frases podríamos resumir el pío y perpetuado conflicto por la adoración celestial, cuyo sendero cronológico ha resultado tan dilatado como sanguinolento; semejante laberinto ideológico nos induciría a una evocación demasiado extensa para un simple artículo, por lo que espero me permitas, querido lector, que hoy centremos nuestra atención en uno de los mayores quebraderos históricos del pontificado romano: los herejes.
Desde los inicios de su senda coadjutora hasta la flagrante aparición de los primeros brotes de escepticismo la herejía ha sido epicentro de la lidia papal, pues la libre disposición del herético colocaba la sotana bajo un velo crítico y escudriñador capaz de analizar cada gesto y querencia en pos de fomentar una mejoría social, siendo cómplice a su vez del deterioro de las calidades idiosíacas hieráticas (motivo por el que la noción de cambio nunca arribó a las costas religiosas). Las bulas o permisiones de la Iglesia y la riqueza de sus sacerdotes que balbuceaban los votos de castidad y comedimiento cual verborrea sin sentido, condujeron a muchos de los miembros primigenios al abandono de una fe que (a tal juicio) se había alejado completamente del camino de su dios. Guiados por una consideración palmaria común (“Respetamos las creencias de todo el mundo, pero tenemos derecho a disentir sobre ellas y gestionar las nuestras con libertad”) los heréticos comenzarían su total desanexión de la iglesia cristiana en el siglo XII, diseminados según convicciones que aún guardaban puntos equidistantes con su matriz.
Lástima que una misiva de tamaña deferencia cayera en saco roto para los cristianos, que no sólo no mostraron el más mínimo ápice de cortesía por esta diversidad de creencias, sino que emprendieron una cacería cuyo único propósito fue la recuperación de aquella concordancia que no toleraba la ramificación del ideario; una acometida contra un David apóstata en la que el Goliat evangélico pretendía ocultar las piedras antes de encontrarse de lleno con la honda de su rival. Partiendo del Concilio de Nicea (año 325) como génesis de su ortodoxia y apoyados por el Edicto de Tesalónica (año 380) que condenaba al fuego eterno a todo pagano o hereje, resolvieron desequilibrar la balanza del libre pensamiento a favor de las creencias vaticanas, castigando a todo aquel que mostrase actitudes o consideraciones disidentes; la llegada en el año 1200 de la Inquisición y la consecución de la iglesia como un gran órgano gubernamental levantaron ampollas entre los integrantes teológicos, desatándose una ola de protestas que daría lugar al masivo abandono de los misterios de Cristo; de este modo, en el siglo XII las creencias heréticas (calificadas como equívoco perverso e indigno) proliferaron por todo el continente europeo. El aplaudido anhelo de abandonar la ortodoxia tradicional (metamorfoseada en ideal de materialismo) surgía incluso en los refajos parroquiales, perdedores diarios de cientos de abates hastiados de aquel revulsivo moralista que los mismísimos líderes de la doctrina rehuían. La respuesta del Vaticano ante la amenaza no se hizo esperar: alzaron sus escudos oratorios cual barrera fronteriza y blandieron sus sermones misales contra esa sombra que ya se contaba por millones.
Oscar Wilde decía que no existe en el mundo arma tan destructiva como la palabra, y es por ello que la primera medida papalina fue la tergiversación del sustantivo “Hereje”; quizá te sorprenda saber, querido lector, que esta locución proviene del griego “hairetikós” y que significa “el que es libre de elegir”, una acepción que como ya sabes nada tiene que ver con la que actualmente destila la RAE en su glosario terminológico y que se debe a la peyorativización llevada a cabo por la raíz eclesiástica desde el siglo IV; así y de manera popular, su empleo aseguraba la automática condenación, la aversión social y la inculpación de inmoralidad a sus seguidores, disuadiendo al resto del rebaño de seguir la senda de aquella ovejilla descarriada de su pastor (de nuevo un modo de mantener y enaltecer el supra).
No obstante, quisiera destacar la riqueza y variedad de estas bifurcaciones heréticas, que mantenían sus propios ritos y principios; por ejemplo, los perfectos optaban por un hábito negro, se privaban de la ingesta de carne, huevos y queso, se negaban a prestar juramento y consideraban que la absolución debida a la extremaunción era válida siempre y cuando el afectado pudiera pronunciar un “paternóster”. Esto implicaba que, por escandalosa o insolenta que hubiera sido su conducta en vida, el individuo quedaba automáticamente salvado (“consolado” según su jerga), una suculenta motivación para hermanarse con este movimiento que ofrecía el Cielo sin necesidad de recurrir a la penitencia o la oración. Otro régimen muy interesante será el de los Pobres de Lyon (también llamados valdenses en honor a su fundador Pedro Valdo, antiguo comerciante retirado en favor de la predicación y la mendicidad) caracterizado por su predisposición a defender la vida como único patrimonio de la humanidad y por su curiosa elección del calzado: fuera verano o invierno, siempre verías a un valdense ceñido a un par de sandalias al modo de los Apóstoles. Además, aseguraban que en caso necesario cualquiera de ellos (con tal de no verse despojado de las sandalias) podía consagrar el cuerpo de Cristo sin recibir las órdenes sagradas del obispo, un hecho que favoreció la erupción de la furia vaticana y propició la excomunión en el 1184 de manos del papa Lucio III, quien consideró un sacrilegio y una falta de respeto a las autoridades eclesiásticas semejante forma de administrar los sacramentos.
El resentimiento romano se expandía como una esponja incapaz de contener y asimilar las noticias de que su titánico imperio religioso menguaba como una ninfa marina tras los procesos idolocráticos, y su mayor foco de animadversión se centró en los cátaros, protagonistas absolutos del acoso y contundencia de la tribuna catedralicia. Sus miembros rechazaban los sacramentos tradicionales bajo la opinión de que cualquier institución humana (incluso aquella que trataba de alabar a su dios) emanaba del mal, y por ello instauraron el “consolamentum” una comunión (impuesta antes de la defunción) que permitía la redención total y ascensión al reino de los cielos. Estos adalides del maniqueísmo resultaron la presa principal del coto de caza de papas como Inocencio III, quien en 1209 destruyó y asedió las ciudades de Béziers y Carcasona respectivamente (ambos epicentros de la población cátara) hasta la total extinción de esta doctrina.
Otros movimientos menos afamados enlazaron la abrupta necesidad de cambio social con la tenencia religiosa, como fue el caso del priscialinismo que concedía una gran importancia a la figura de la mujer (a la que consideraba libre de todo pecado por su revelador carácter reproductivo), el adopcionismo que entendía a Jesucristo como un mero mortal adoptado por Dios (casi al estilo de un héroe helénico), o el Wiclyfismo que negaba toda intervención prelada para el contacto del fiel con la divinidad.
Por desgracia en Alemania e Italia las corrientes heréticas tendieron a provocar una mayor estratificación social y la consecutiva venida de briosas revueltas contra la Iglesia, gestantes de una encarnizada, eficaz y definitiva Cruzada a manos del ya mencionado Inocencio III (considerado destructor de la herejía) en 1229, que relegaron al recuerdo cualquier intento de emancipación devocional.
El libre pensamiento religioso había sido condenado, perseguido y derribado por un gigantesco Goliat que se sentaba victorioso en su trono de oro tras la disímil batalla; ni de lejos habría podido este colosal filisteo suponer que, mientras se abanicaba con los pedazos sueltos del sexto mandamiento, las extintas herejías habían abierto paso a la auténtica rebelión, que se desataría en 1507 bajo el nombre de Reforma Protestante y que resquebrajaría los cimientos del palacio papal. Pero esa, querido lector, ya es otra historia.