Dos cabezones brillantes
Por Andrés Isaac Santana.
A Fernando y Octavio, por sus arbitrajes.
“lo fundamental es no estar de moda, no utilizar elementos oportunistas. Seguir siendo radical”. J. H.
Esta mañana he visto tres exposiciones: una de ellas extraordinaria; las otros dos muy buenas. Me refiero a Juan Hidalgo & etcétera [Tabacalera], Hospicio de utopías fallidas de Luis Camnitzer [Museo Centro de Arte Reina Sofía] y Pepe Espaliú: En estos veinticinco años [Galería García]. De esta última diré poco, salvo que recomiendo fehacientemente visitarla. Es una muestra humilde en sus proporciones, pero monumental sus grados de enunciación y de contenido. Una obra bella e hiriente: una obra que duele y que deviene -ella misma- en un acto doliente.
Las tres, a su modo, resultan exposiciones excepcionales por una razón, al cabo, bastante obvia: los tres fueron (son) grandes artistas, grandes hombres, avisados fustigadores y sujetos interpelantes y convencidos. Debo introducir, por ese afán crítico y puntilloso que me puede, una nota de rigor (nunca mejor dicho para hablar de J. Hidalgo) que hará entender el por qué una se me antoja excepcional frente a la grandeza de las otros dos. La exposición de Juan Hidalgo disfruta de una irrevocable virtud: atraviesa el alma, estremece el cuerpo y toca las teclas del impudor más visceral. La honestidad, parece decirnos, es el espacio propicio de toda libertad, de toda emancipación, de cualquier tipo de trascendentalismo. Esta es una exposición de venas abiertas, de fluidos que se suspenden en el ambiente, de deseos realizados a contracorriente de la arbitrariedad y del “modelo igualitario”.
Recorrí las salas de Tabacalera con un nudo en la garganta y alguna que otra lágrima que brotó sin que yo pudiera hacer nada. Llamé a mi amiga, la artista Aimée Joaristi, y le dije con voz entrecortada “estoy viendo algo que tienes que ver; estoy visitando el diario de un hombre valiente, la biografía de un gladiador, el arte en tanto que vida”. En ese momento tuve que retirar mis gafas, mojé inconscientemente los cristales. Me detuve entonces, respiré, reflexioné en el verdadero valor del arte y seguí husmeando en ese mapa tan vital, tan vivo, tan de verdad. Al salir, también, dejé un mensaje de voz al curador dándole las gracias por este regalo. Al cabo no dejo nunca de ser un tipo patético: lloro siempre frente a lo que me emociona.
Una diferencia cardinal existe entre Hidalgo y Comnitzer: el primero es visceral; el segundo racional. Hidalgo emociona; Comnitzer interpela; Hidalgo hiere; Camnitzer amaga. Y todo ello no le hace a uno mejor que otro, a uno superior al otro. Todo ello habla, si caso, de una muy distinta manera de entender el sentido y las funciones del arte. No por gusto afirma Hidalgo “el genio es el producto de la ceguera de los demás”, para rematar con este sintagma que es, con todo y con mucho, un axioma: “lo fundamental es no estar de moda, no utilizar elementos oportunistas. Seguir siendo radical”.
Hidalgo entiende el arte no como algo ajeno al hecho de estar vivo, es una extensión de su propia respiración, un mecanismo que le permite perpetuar el día a día, un modo de ejercer maniobras infinitas para conservar la fe; Camnitzer, por su lado, lo usa como un instrumento de especulación intelectual que rotura el campo de lo social sin que por ello no termine, entonces, hablando de la vida misma. Uno vive haciendo el arte; el otro hace el arte luego vive. Los dos resultan, por tanto, exponentes radicales del discurso en geografías distintas, en mapas contrapuestos, con enunciados muy otros, pero comulgantes en el escenario de una gran verdad: el arte puede y debe movilizar la conciencia; el arte puede y debe procurar una fuerte emancipación, el arte debe y puede hacer de este lugar que hoy habito un sitio mejor.
“Es ocioso buscar gran precisión o certeza”. Leo esto en una de las piezas de Tabacalera y muero. Si algo guía mi vida es justamente este hecho. Ya no busco certezas ni verdades absolutas… Me aburre sobremanera esa búsqueda. Prefiero, en su lugar, el hallazgo fortuito, el descubrimiento de la emoción que me rebasa, el aprendizaje libre y el accidente que modela y guía mi propio instinto. Es precisamente esto lo que experimenté esta mañana al recibir -como un regalo- el disfrute de estas exposiciones; también, y mucho, la cercanía -casi indiscreta- a las piezas de Espaliú.
Igual no tengo la distancia crítica suficiente para ser del todo objetivo (si tal cosa valiera la pena ahora mismo), de objetividad y buenas intenciones está hecho este rancio mundo. Resulta que ambos visionados, reitero, me emocionaron por razones muy distintas y motivos muy distantes. Conocí sus obras antes que ellos: a Hidalgo le descubrí en mis tiempos de investigación de 24 horas (con apenas un pan y un vaso de agua con azúcar prieta que me preparaba mi mamá antes de salir de casa a las 7 de la mañana), en los archivos del Centro Wifredo Lam, en La Habana. Entonces era yo un simple estudiante de Historia del Arte superado así mismo por una sed de conocimiento y una voluntad de búsqueda que me impulsaba a hurgar (explorar) más allá de los contornos de la isla. Descubrí -así- su fotografía, me hice con ellas y “la usé” para argumentar la pertinencia de mi tesis de investigación (y de mi hipótesis) frente a los profesores del departamento de Historia del Arte quienes no estaban nada convencidos acerca de la viabilidad de un estudio sobre las variantes/invariantes del discurso homoerótico en el arte cubano y la influencia de sus referentes internacionales más inmediatos. Lo conseguí. Me permitieron realizar el estudio y las fotos de Hidalgo, junto al repertorio visual de muchos otros artistas, jugaron un papel determinante entonces. Eran tiempos en los que se practicaba la ceguera y la insubordinación se pagaba caro. Corrí el riesgo, lo hice, lo conseguí, empero. A Camnitzer, por el contrario, se le citaba en clases y éramos víctimas de una obligación: leer – si tenías la oportunidad de que la fotocopia pasada por mil manos llegara a ti, su libro New Art of Cuba, sobre el relato estéticos y el registro de insubordinaciones manifiestas del arte cubano de los 80.
También, he de reconocer, que mi [no] distancia con los curadores de ambas muestras, es de todos conocida. A Fernando Castro le admiro y le respeto, incluso puedo decir que le quiero; a Octavio, también le admiro y le respeto, aunque todos saben que nos hemos rasgados las pieles. Los dos son maravillosos y competentes, sagaces, ágiles, listos y, casi siempre, son inoportunos: lo que realmente -subrayo- me fascina. Uno ha escritos prólogos, ha presentado mis libros, ha atravesado media ciudad en condiciones hostiles para ver un proyecto mío y conocer a mi madre, que, valga decir, le llama “el que dice cosas bonitas de ti”. El otro, me fustiga, me interpela, me provoca (y yo salto, ya menos), me prueba, me tensa, se convierte, así, en una suerte de alter-ego. Eso sí, uno es un pensador en toda regla; el otro es un árbitro en el campo de las ideas. Uno es delirantemente libre y “patriota universal”; el otro un turista empedernido que ha alcanzado cierta distancia crítica que le permite mirar de vuelta. Pero, refiriéndome a este caso en concreto, es decir, al trabajo curatorial en el marco de ambas exposiciones, se advierte, también, un matiz que ejerce de índice diferencial en el arbitraje de los juicios y en la dinámica de las implicaciones. Fernando resulta un curador de tuétano, eso quiere decir que se mete en la carne, en el hueso y en la sangre del proyecto, al punto de terminar siendo obra en sí mismo; Octavio, por el contrario, desempeña -al parecer- un rol más distante, un ejercicio que figura desde la especulación intelectual y nada (o poco) desde el compromiso vital.
Las escenografías museográficas también demandan, claro, de una observación crítica oportuna. En Hidalgo prevalece la espontaneidad “controlada” y el efecto sorpresa (tan seductor como perturbador); en Comnitzer abruma la asepsia esteticista/estetizante de la insubordinación conceptual. El gesto contestario en una se da; en la otra se pretexta relamido. Pero, al cabo, se manifiesta en su totalidad.
Sobre la crítica, poco que apuntar, sus perfiles se descubren planos y bastante grises. De camino a casa me senté en un bar. Por rigor, claro, pedí un Ribera de Duero y un pincho de tortilla (como buen madrileño de adopción que soy). Entonces, guiado por la curiosidad, leí el texto de mi querido amigo Carlos Delgado Mayordomo, publicado en ABC Cultural. Sobre Camnitzer, no hallé textos en “medios especializados”, salvo una enorme avalancha de notas, en su mayoría clínicas y descriptivas. El texto de Carlos, es mi amigo y él más que nadie sabe que siempre digo (y escribo) lo que pienso, me resultó plano y bastante anodino, una clara visitación de lugares comunes. Lo he reiterado en muchas ocasiones: la crítica española adolece de excesiva distancia crítica, al punto de convertir sus textos en una suerte de prospecto rancio desprovisto de vida, de vértigo, de sangre. Es una especie de tautología lingüística de la complacencia y de la falta de compromiso. El campo cultural demanda, con urgencia, un tipo de crítica como perenne ejercicio de conversación, de interpelación: una crítica que revele el ADN del sujeto que escribe y que, si no fuera mucho pedir, pusiera de manifiesto un real y auténtico arbitraje del juicio. La crítica española está -literalmente- muerta. Sus anclajes no son otros que el compadreo y la pomada: para entre y no duela.
Cierro este comentario al paso con una petición y una recomendación: no perderse estas exposiciones. Hacía tiempo que no veía nada en Madrid que movilizada este deseo enorme de decir…