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El heroísmo y la melancolía de Paganini, Berlioz y Lord Byron

En el Problema XXX, atribuido usualmente a Aristóteles, el filósofo se pregunta por qué parece que todas las personas excepcionales son también melancólicas. Artistas, poetas, héroes, líderes políticos, pensadores: todos ellos, dice el estagirita, parecen afectados por un exceso de “bilis negra” que los vuelve admirables pero también taciturnos, dispuestos a realizar grandes obras y sin embargo dubitativos, capaces de inspirar a otros pero igualmente amantes de la soledad y el aislamiento.

Desde que fue formulada, la pregunta del filósofo ha persistido a lo largo de la historia. No tanto porque se quiera responderla sino más bien porque esas personalidades continúan suscitado la admiración y el asombro. Ahora, como hace cientos de años, podemos asomarnos a la vida de esas personas que nos parecen excepcionales, más o menos en los mismos términos que señaló Aristóteles, y distinguimos aún esos mismos signos, esas constantes.

El genio, se ha dicho, es menos fruto del azar que de la constancia. Aunque quizá sería mejor decir que es el resultado de una combinación peculiar de ambos, no del todo balanceada. El caso de Niccolò Paganini es un buen ejemplo de ello. Se dice que tuvo un padre severo, comerciante que, sin embargo, era mejor con la mandolina que con los libros de cuentas; fue gracias a este instrumento musical que podía cubrir los gastos de su casa y su familia.

Ese fue también el inicio de la relación entre Paganini y la música, pues de su padre aprendió a tocar la mandolina y, hacia los siete años de edad, aprendió la ejecución en el violín. La historia cuenta que Antonio Paganini fue especialmente estricto en la formación musical de su hijo, detalle anecdótico que puede explicar doblemente la disciplina que Niccolò necesitó para convertirse en un virtuoso admirado por sus contemporáneos y, por otro lado, un adicto al juego (sufriendo las deudas consecuentes), la otra cara de la moneda que también está presente con cierta frecuencia en la vida de los artistas. La capacidad notable de concentración en una tarea que suelen desarrollar las personas creativas, su desdén hacia todo lo que esté relacionado con su trabajo y la dedicación amplia de recursos que pueden tributar a éste (en tiempo, esfuerzo físico, recursos materiales, etc.), suele estar acompañada, por otro lado, de una inclinación por alguna forma del exceso, como si esos momentos de disciplina necesitaran sucederse de otros de relajación o de franca disipación de los sentidos.

Existe una triangulación interesante entre Paganini, Hector Berlioz y Lord Byron. El punto de encuentro entre estos tres personajes es anecdótico y casual, pero por un momento podríamos pensar en una lógica secreta que los atrajo uno hacia el otro. Luego de escuchar la Symphonie fantastique de Berlioz, en diciembre de 1833, Paganini buscó al compositor para solicitarle una pieza orquestal en la que la viola tuviera el papel protagónico pero no como ocurre en los conciertos, sino más bien en una pieza en la que ni una ni otra se arrebataran la atención, sino que cada una brillara con luz propia, e incluso contribuyera a hacer brillar a la otra.

Berlioz, honrado, aceptó el encargo del violinista y comenzó a bosquejar una obra. Según cuenta en sus Memorias, desde el inicio tuvo en mente una composición construida como sucesión de escenas narrativas (en cada una de las cuales la viola fuera como un personaje) y que seguía como inspiración Childe Harold’s Pilgrimage, un poema de Byron publicado entre 1812 y 1818 en el que un joven cuenta sus viajes y sus aventuras pero con cierta decepción ante las promesas rotas de la era revolucionaria. Al componer, Berlioz pensaba en sus propios paseos vagabundos por Abruzzi, en Italia, pero también en la melancolía de ese héroe poético de Byron, cuya voz quiso transmitir en la pieza que al final presentó bajo el título de Haroldo en Italia.

Más allá de la anécdota o los detalles biográficos que pueden mirarse en la vida de Paganini, esta última coincidencia nos devuelve a la melancolía pero también al heroísmo. A veces pareciera que los artistas, y en general las personas creativas, necesitan de cierta dosis de melancolía para aderezar su arte; también podría sugerir que la vida heroica conlleva necesariamente cierta soledad. Si bien en su camino el héroe encuentra cómplices y aliados, muchas de las decisiones que debe tomar le atañen sólo a sí mismo. De ahí, quizá, el origen de esa melancolía que suele asociarse con las “personas excepcionales”.

Y es que el artista es, en el fondo, un héroe que decide escuchar el llamado pleno de la vida.

 
 

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