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Thomas Mann: regreso a la montaña mágica

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Kafka, Celan, Novalis: la literatura en alemán destaca por su tendencia a la concisión: el relato corto, el fragmento, el poema. Pero también abundan los grandes tomos plenos de enrevesados pensamientos y prolijas descripciones: Grass y Broch, pero sobre todo Thomas Mann (Lübeck, 1875-Zúrich, Suiza; 1955) y su célebre novela La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), mezcla de realismo, comentario social y febril travesura en cientos de páginas, un himno extendido a una patria perdida a base de rurales idilios, enfermedades y terapias.

“Me mudé a vivir dentro de aquel libro y cuando lo abandoné lo hice sintiendo una vívida identificación con el mundo que retrataba. Supuso un hito en mi madurez lectora y, por ende, vital”, confiesa el profesor universitario y escritor Richard Crockatt en su artículo “Una experiencia máxima” (ganador del premio al mejor artículo que otorga la británica Revista Slightly Foxed, otoño de 2018), inusual lectura de la saga germana, ambientada en un balneario lleno de personajes extraordinarios (el poeta Lodovico Settembrini, que escribe un himno a Satán; Naphta y su mezcla de milenarismo cristiano, anarquismo y comunismo), una narración que, con el pretexto de abordar los beneficios de la contemplación, incurre en el senderismo intelectual y la excentricidad ilustrada.

“El mundo se agitaba sacudido por la guerra de Vietnam”, sostiene Crockatt, “El aula donde leíamos a los grandes autores era mi sanatorio”. Libro adentro, el protagonista, Hans Castorp, pierde su camino, junto al sentido de sí mismo, al enamorarse de madame Chauchat. Confundido por la multiplicidad de reflejos distorsionados que lo confrontan, atrapado entre fuerzas de las cuales no sabe nada, se ve recluido en el laberinto de espejos de la personalidad. “Su decisión de pasar a la acción”, apostilla el articulista inglés, “permite a Castorp romper el hechizo que lo mantiene preso en la inacción”. La clínica a más de 1600 metros de altitud se convierte en un espacio de tiempo no lineal colapsable en el que se transgreden las reglas de la lógica, se desafía la ley de la gravedad y la mentira salta por los aires. “El vacío era insoportable, la solución obvia”, concluye el erudito de la University of East Anglia, “tenía que abandonar mi torre de marfil, salir e intentar comprender lo que estaba sucediendo”.

La montaña mágica prefigura las reflexiones sobre la emigración, la historia y la memoria en el trabajo de WG Sebald, así como el coruscante ingenio de los norteamericanos Pynchon, Gaddis, DeLillo y Brett Easton Ellis, que, al igual que Mann, al escribir sobre otros, escriben sobre sí mismos, sobre las experiencias efímeras del individuo, sobre la búsqueda de identidad dentro de una cultura diversa y en constante mutación. Ninguna otra narración concede un acceso tan inmediato al alma germana de entreguerras: resentida y arrepentida, capaz de optimismo, amor y perdón; símbolo de la desintegración del anonimato en la corriente de un mundo interconectado, nadie como el Premio Nobel de literatura de 1929 para representar la volatilidad de nuestra era.

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