Las comunidades urbanas en la Edad Moderna, el supra social y las cédulas de favores
Por Tamara Iglesias
“El hombre y su comunidad mantienen una simbiosis cíclica e inmutable: ambos nacen, crecen y reproducen su disposición para finalmente morir. Pensemos en la antigua Roma, ciudad prístina de dos hermanos pendencieros que progresó hasta ensanchar sus fronteras y convertirse en un Imperio reverenciado y temido. Pero tras la mímesis de aquellas vastas regiones colonizadas, ningún mando era ya lo suficientemente pertinente como para impedir la desanexión evolutiva o el remedo fronterizo; así que el gran caudillaje latino pereció para convertirse en una mera evocación clásica” con estas palabras define el profesor Galván al itinerario progresivo e incesante de aquellas urbes que emprendieron sus andares desde el notorio éxodo rural (a veces impregnado por costumbres precedentes, como la etrusca en el caso romano) hasta la conformación de grandes comunidades urbanas, en un fenómeno que a menudo asociamos erróneamente con la Revolución Industrial pero que resulta ser muy anterior. Fenicios, cartagineses, bárbaros, colonos e incluso mesopotámicos son algunos de los cientos de modelos de este proceso de migración que sin duda cobró su carácter paradigmático en la Edad Moderna, etapa sobre la que nos centraremos en el presente artículo.
Durante el siglo XVI, y como estipula de Vries, el concepto de ciudad europea sufrió una mutación (no de tipo cuantitativo si no cualitativo) incumbida a una notoria escalada en el podio civilizatorio; el régimen de libertad defendido por los municipios urbanos (al margen de las parroquias y sistemas de control típicos del campo) alumbraba un nuevo patrón ajustado al conocimiento de las artes, las ciencias y las letras, así como un impulso en las actitudes y comportamientos del cuerpo social que germinó en esta nueva conceptualización de la corriente colectiva. De este modo, el perfeccionamiento del sistema urbano europeo se reglamentó no bajo una necesidad de supervivencia o crecimiento demográfico como ocurriera con los griegos del siglo XI a.C., sino sobre las implicaciones comerciales y económicas unidas al desarrollo intelectual de una población informe que ansiaba alcanzar el hegemónico supra y la porfiada constitución idiosíaca; un jugoso pastel que se pagaba con el abandono del hogar y la inauguración de una nueva identidad a menudo auxiliada por patronos o amistades ya instruidas y acomodadas en la vida urbanita.
Pero no debemos interpretar que esta ansia de superación en las esferas de poder estratigráfico condujo a la extinción o supresión del mundo rural, pues dos tercios de la población europea continuó habitando los pequeños núcleos poblacionales enfocados a la producción y venta para metrópolis mayores; de hecho los casos más inconcusos los encontramos en Italia y Francia, cuyas regiones portuarias y capitales político-administrativas proliferaron favorecidas por su situación geográfica, sus mercados y ferias, o incluso su proyección como capital de empleo público. A este título, la acelerada política de venta de cargos propició la integración del burgués en el patriciado civil, creando una nueva nobleza denominada “de toga” que no solo ofrecía una considerable comodidad económica al interfecto (que tendía a imitar las formas de vida de la aristocracia terrateniente) sino también la inclusión de funcionarios, empresarios y profesionales de confianza en aquellos rangos menores que aseverasen los intereses del nuevo acaudalado. Así, el dominio de la ciudad lo ostentó esta élite meritoria (honrada por los monarcas con cargos y prohibitivos feudos o señoríos) que regulaba todos los aspectos de la vida urbana dominando los consejos municipales, el orden público, los tribunales, el comercio e incluso la enseñanza, para desagrado de la antigua aristocracia “de espada”, que resignaba ahora la vanagloriada casta a un segundo plano tras la educación reglada.
En la escalada por el supra, la unificación del individuo con diversas instituciones facilitaba su ascenso al éxito así como una integración que resultaba imprescindible para tener voz y voto en las pequeñas cédulas sobre las que giraba el gobierno interno de la ciudad; las solidaridades horizontales (lazos entre ciudad y campo que facilitaban la integración de los emigrantes en estructuras competentes formadas por parientes o vecinos afincados con anterioridad) y las verticales (en las que el débil ofrecía su lealtad a un linajudo mayor a cambio de protección) formaban dos de los grandes mecanismos de afiliación junto a las feligresías, que aglutinaban la solidaridad del barrio y reforzaban los vínculos de vecindad por medio de la participación política.
Sin embargo, aunque el afán por el ascenso fuera común, esta idiosis a menudo no incluía a la gran masa urbana que había arribado a las grandes ciudades guiada por el enorme tráfico de suministros; para ellos la mayor elevación profesional fue la del “criado” (en la ciudad de Lyon la servidumbre representaba el 26% de la población) o la del jornalero en el taller, que rara vez conseguía acceder al grado de maestro y se veía supeditado a los gremios o asociaciones profesionales que ejercían control sobre las condiciones laborales y el ascenso de los oficiales. Esta situación de injusticia laboral dio lugar a hermandades como los compagnons franceses o las guildas londinenses, corporaciones que buscaban la defensa de los derechos profesionales pero que rara vez consiguieron sus propósitos hasta bien entrado el siglo XVIII.
Sin duda el siglo XVI se verá marcado por el incremento del pauperismo en las ciudades, con la llegada de marginados y desarraigados que fueron vistos como foco de enfermedades, de conflictos e incluso como pequeñas cabezas de turco; el paliativo general para esta situación fueron las cofradías (agrupaciones de vecinos a menudo advocados a un santo patrono que ejercían un papel asistencial hacia los pobres) y la financiación gubernamental de hospitales y casas de beneficencia, encauzados al esfuerzo baldío por desplazar futuras sublevaciones de una plebe cívica dominada por el hambre o la epidemia. Las acciones realizadas en Inglaterra en esta misma fase (por ejemplo) con 460 casas de mendicidad, hasta 2300 registros anuales de mendigos y la llegada periódica de delegados regios, dan cuenta de la necesidad del Estado por mantener su autoridad y auxilio sobre esas élites citadinas que acogían semejante margen de autonomía directa (especialmente en materia financiera y militar) como para resultar imprescindibles frente a los regentes recluidos en sus enormes palacios de verano.