'Campo visual', de Kathleen Jamie
Campo visual
Kathleen Jamie
Traducción de Pilar Vázquez
Volcano
Madrid, 2018
232 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
El paraíso del hombre moderno no es el Edén, ese bosque lleno de prodigios entre el Tigris y el Éufrates, sino una línea de costa con arena blanca, un mar azul y un jardín con palmeras a la espalda. En la mano un daiquiri y, por supuesto, no depender del dinero. Cuando en esas playas tropicales uno tiene muchas probabilidades de morirse de hambre, de no ser porque hasta allí llega la carne congelada y, quiera la suerte, haya un manantial de agua dulce. A la hora de la verdad, no hay ni frutas ni otros animales comestibles al alcance del hombre que no sean minúsculos cangrejos. El Paraíso, esta vez escrito con mayúsculas, está en saber vivir en el único sitio del que no puede uno despegarse, que es la piel y lo que guarda el interior de la piel. El resto depende de la sensibilidad frente a la naturaleza, que en el caso de Kathleen Jamie roza lo patológico: “Una mancha de hollín en la pared de una cueva. Siento un escalofrío en la espalda. Es como observar el nacimiento de la conciencia humana”. Lo que tiene enfrente es la marca del humo fosilizado en un lugar donde hombres primitivos se refugiaron. Pero gracias a esa sensibilidad, escribe estos momentos que nos vuelven a regalar la feliz combinación de literatura y naturaleza.
Y para ello no es necesario una playa del Caribe. Jamie siente atracción por los paisajes del norte de Escocia y de las islas Orcadas o las Hébridas. Se emociona con el viento al margen de la intensidad con la que vuele; con las estrellas a pesar del frío; con el cielo en verano, donde apenas hay noche y el día es tenue. Se emociona con cualquier roce, con un hallazgo que le remita a todo el inverosímil pasado de la raza humana, que es una leyenda que escriben los historiadores gracias a su capacidad de hacer ficción. Se emociona con lo medieval, con lo nórdico y frío, con una piedra prehistórica y hasta con las bacterias. De hecho, aunque solo sea por el capítulo en que describe su visita a un laboratorio patológico, merece la pena leer este libro. Durante ese episodio, iguala a los organismos microscópicos con cualquier otra forma de naturaleza, con algunas de sus favoritas, como los frailecillos, los albatros, las ballenas, las orcas, las focas, los acantilados, las tempestades. El propio patólogo que la acompaña se sorprende ante la idea de que él también trabaja con la naturaleza, con la ecología, da pie a una nueva mirada. Y todos sabemos que una nueva forma de mirar significa aprender y sin aprendizaje no valemos mucho más que un peñasco.
El libro es un tratado de preguntas, pues Jamie no es especialista en otra cosa que no sean las dudas. Y en el respeto. En este sentido, el capítulo dedicado a la limpieza de huesos de ballena en un museo casi ignorado de Noruega, es una nueva lección. Tanto las bacterias como las ballenas, los dos extremos de tamaño de las formas de vida orgánicas, la hacen meditar acerca de la mortalidad. Y eso supone plantearse la cuestión del destino, algo que surca a lo largo de todo el libro, sin que llegue a tener la osadía de mencionarlo: “Ese es el trato: si vamos a vivir y vamos a estar dispuestos al gozo y al descubrimiento, lo haremos como un cuerpo animal, sujeto al cáncer, a las infecciones y al dolor”. Un rezo que no vendría mal repetirnos cada mañana, cuando suena el despertador y no nos espera esa playa ecuatorial y el mar azul con un arrecife de corales. Jamie vive con nostalgia los buenos días de los que nos habla. Pero también con ilusión, con la ilusión de que tal vez se repitan, o al menos tal vez se repita la intensidad con la que se ha sabido un ser que siente. Aunque sea paseando por islas remotas, a veces abandonadas, por lugares viejos donde hasta el romanticismo caducó hace tiempo. Pero si nos hablara del tiempo, nos estaría hablando del destino. Jamie tiene la cortesía de no molestarnos con esos temas. Aquí no está el cáncer ni las infecciones. Están los buenos sentimientos.