Madame Hyde (2017), de Serge Bozon – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.

Educación a fuego lento.

“Esta es una película sobre la escuela o, en concreto, sobre la dificultad inherente a la transmisión de conocimiento. Para conseguir el éxito como docente, Madame Géquil “jugará con fuego”, pero solo convirtiéndose en Madame Hyde será capaz, al fin, de transmitir algo a sus estudiantes”. Esta explicación del director acaba con cualquier misterio, incluso limitaría las posibilidades de interpretación y ambigüedad de la obra. La profesora Géquil y Madame Hyde se apoyan, de manera tangencial, episódica, en el relato de Robert Louis Stevenson; apenas ese juego de nombres y el cambio de carácter entre el día y la noche. La apocada, deprimida, anhedónica profesora de física en un centro de formación profesional de un barrio humilde de ciudad de provincias, con mayoría de alumnos cuyos orígenes familiares son extranjeros en su mayoría, es incapaz de conseguir la más mínima atención de sus alumnos, que aprovechan cualquier ocasión para ridiculizarla, y entre ellos el que más atención parece recibir, Malik, un estudiante con discapacidad motriz al que Géquil intenta proteger pero que responde con aún más indolencia y desvergüenza. Incluso hasta las dos alumnas más aplicadas de la clase, una especie de gemelas de pensamiento, dos jóvenes rubias en un aula de mayoría masculina y de procedencia africana, aprovechan la más mínima para cuestionar los métodos académicos de la profesora y provocar la intervención de la inspección educativa.

Entre el buenismo del marido (José García), la displicencia y pasotismo del director del instituto (Romain Duris, pasadísimo, exageradísimo, indigesta interpretación seguramente exigida por el director de manera innecesaria y que torpedea cualquier atisbo de realismo en el centro escolar), el nulo apoyo estudiantil y esa fragilidad innata del pequeño cuerpo de Isabelle Huppert, que parece tener la capacidad de auto-reducirse cuando el papel lo impone, la profesora Géquil sólo alcanza cierta dosis de tranquilidad y autoafirmación realizando experimentos en una apartada dependencia, más bien trastero, de las instalaciones. De manera fortuita, una radiación que deja inconsciente a la profesora, y que aparenta inocua, va desarrollando unos poderes incontrolables en la mujer, entre fría e inexpresiva de día, ardiente y flamígera de noche. La dualidad de personalidades remite al referente stevensoniano, entre la incapacidad de imponerse siendo uno mismo, y la imposibilidad de dominar la furia, parece que la dra. Géquil-Mme. Hyde es incapaz de encontrar el término medio; al igual que la propia película, que bascula del «fantastique» al drama social, de la introspección a la comedia burda, del retrato profundo de un personaje al brochazo gordo del resto, y es en esa navegación entre muchas aguas donde el resultado final, y la contemplación misma del producto, se resiente, pues ante la indiscutible y arrolladora presencia de la actriz, el continente y el contenido que la rodea termina siendo muy menor a la parte separada que ella propone.

Parecería que Bozon opta por aplicar la máxima de la «letra con la sangre entra», o de que para poder manejar a un grupo de adolescentes problemáticos, se exige una especie de «doping», que en este caso es la seguridad y fortaleza que el personaje de Huppert alcanza con la sobreexposición eléctrica y los poderes nocturnos que sabe que ha obtenido, poderes que la convierten en una especie de ángel justiciero sin discriminación,  pues igual ataca a quien molesta como a quien, hasta ese momento, ha cambiado en su percepción de la figura del docente. No es casual que el experimento que une al grupo, y proporciona un mínimo de tranquilidad y aceptación del hecho escolar sea la construcción de una jaula de Faraday. Condenados desde el sistema a una educación » de segunda» por pertenecer a la rama peor considerada de la formación profesional, excluidos de los alicientes de otros compañeros del mismo centro que cursan estudios de bachillerato, conscientes pese a su edad, de las dificultades que desde el poder les señala y conduce a la marginación, la iniciativa de Géquil una vez que ya es Hyde les da la posibilidad de efectuar un proyecto conjunto de excelencia educativa y de sentirse una especie de equipo.

Una jaula de Faraday es una caja metálica que protege de los campos eléctricos estáticos. Debe su nombre al físico Michael Faraday que construyó la primera de manera consciente en 1836. Se emplean para proteger de descargas eléctricas, ya que en su interior el campo eléctrico es nulo. La jaula de Faraday se transforma, en la película, en símbolo de respeto, en la idea de construir un espacio de neutralidad entre profesora y alumnado donde nadie va a ser atacado ni lesionado. Huppert, sin reconocerlo expresamente a los demás, está advirtiendo a sus alumnos de su poder oculto mediante una representación científica, en este caso con un aparato que podría soltar una descarga eléctrica capaz de matar a cualquiera, se diseña una jaula metafórica representada por el aula misma donde la profesora va a ser respetada y los alumnos no van a sufrir daño alguno, aunque estos desconozcan los superpoderes nocturnos de la frágil mujer; un «do ut des» por el que te doy conocimiento, te protejo y no me atacas.

La conclusión de la historia obedece al mismo ritmo desacompasado de todo el resto, con urgencia, con premura, sin sutileza alguna, todo termina sin explicación y sin soluciones, al galope y en ese momento como podía haber sido cualquier otro muy anterior o muy posterior. Hay quien alaba esa indefinición, ese carácter abstracto por el que no conviene incurrir en didactismos que conduzcan la interpretación del espectador. Nada que objetar a esa idea si en el conjunto se advirtiera ese propósito, esa necesidad de abrir vías y caminos para que se escoja entre las soluciones que más convenzan o las que libremente se imaginen. Sin embargo quien les cuenta todo esto sospecha, desde mucho antes, que la propuesta de Bozon se pierde en un arquetipo metafórico de lo complejo de enseñar y lo frustrante de que nadie quiera aprender, pero a poco que se transite por la película a uno le parece que todo termina siendo mucho fuego y pocas nueces, que no hay conclusión ni explicación mínimamente racional porque en la construcción del artefacto se ha rehuido, expresamente, llegar a la misma por imposibilidad manifiesta, no por decisión artística. Es así como el personaje del director del centro, Duris, termina encarnando a la perfección la incapacidad de Bozon.

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