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Un océano entre nosotros (2018), de James Marsh – Crítica

 
Por José Luis Muñoz.
Manual de la antiépica, o cómo si uno es víctima de sí mismo, y de la autoexigencia, eso puede resultar letal. Quiénes vayan a ver Un océano entre nosotros creyendo que es la típica película de superación personal a través de un viaje en solitario por los océanos del planeta se va a llevar una decepción. La película de James Marsh (Reino Unido, 1963), documentalista (con Man on Wire obtuvo el Óscar en 2008) y director de La teoría del todo y Agente doble, parece que va a ir por un derrotero, que va a ser el ensalzamiento de un héroe que se enfrenta él solo a las tempestades, y es lo opuesto, la crónica dramática de un fracaso vergonzante cuyo protagonista quiere a toda costa ocultar.
Donald Crowhurst (Colin Firth) trabaja en una pequeña naviera diseñando prototipos de barcos, lo que le permite ir tirando con su esposa Clare (Rachel Weisz) y sus tres hijos pequeños hasta que decide hacer algo notable cuando en una feria de artículos para la navegación escucha las hazañas del navegante solitario Sir Francis Chichester (Simon McBurney), a pesar de su escasa experiencia marítima: participar con un prototipo de trimarán, que él mismo diseña, en la Sunday Times Golden Globe en 1968, una regata que da la vuelta al mundo en solitario. Su decisión provoca el entusiasmo del periodista Rodney Hallworth (David Thewlis)  que contagia a los medios locales y nacionales. Cuando Donald Crowhurts se lance al océano tomará medida de sus propias carencias (se marea nada más perder de vista la costa), del pésimo diseño de su nave y de sus dificultades para orientarse y encontrar la ruta. Entre el dilema de regresar como fracasado o seguir adelante, escoge esto último aunque ello le suponga montar una farsa que se convertirá en su pesadilla.
Curiosa historia la de este enloquecido marino aficionado que una vez que empieza su engaño (no llega a doblar el Cabo de Hornos) no puede echar marcha atrás ni poner un gramo de cordura a su viaje a ninguna parte. La mitad de la película se centra en los preparativos, que incluyen el endeudamiento personal del estrambótico aventurero para financiar su periplo, y la otra mitad en esa nada heroica navegación en solitario. No esperen ver los aficionados a aventuras marítimas grandes tempestades, salvo una que a punto está de engullirlo en su furia, ni a alguien luchando a brazo partido contra los elementos naturales. Donald Crowhurts se va desintegrando a sí mismo según avanzan los días, se deteriora su mente al mismo ritmo que su nave hace aguas, la comida se descompone y el caos reina en su camarote. El mayor peligro al que se enfrenta en su travesía es él mismo.
A James Marsh le falta poner pasión en una realización que es monocorde, a Colin Firth estar menos encorsetado en su personaje y a la gran Rachel Weisz más papel porque el suyo le viene, y es, muy pequeño. Lo que podría haber sido un drama desopilante sobre un insigne farsante que quería ser héroe, ser quien no es (me viene a la cabeza El hombre que quiso ser rey de Rudyard Kipling),  se queda en un film neutro que simplemente se deja ver sin generar ningún entusiasmo. El academicismo de su director y la frigidez de su cuadro actoral  pesan en contra.

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