El arte suntuario Abbasí y la tenencia al supra
Por Tamara Iglesias
“La envidia funciona como un cabo del que tiran dos hombres: si él lo tiene, yo lo quiero; si yo lo tengo, necesito que otro lo quiera para poder valorarlo”; con esta definición Esquilo (dramaturgo griego considerado el primer gran representante de la tragedia griega, antes de Sófocles y Eurípides) abría el capítulo las “Coéforas” (comprendidas en la “Orestíada”) para referirse a ese agrio sentimiento que conduce a la rivalidad, la emulación, los celos e incluso, en los casos más extremos, al homicidio. Para mi conceptualización como historiadora, sin embargo, esta porfía competitiva no es más que otra demostración de mi querido y acuñado concepto del supra (la necesidad de superar al “otro” y mantener este predominio como un hecho de dominio público), que ha sobrevivido entre la estratificación social hasta nuestra sociedad contemporánea cual vorágine consumo-capitalista.
Existen cientos de ejemplos históricos ilustrativos de esta categorización remedadora, pero sin duda uno de los más llamativos lo encontramos en el arte suntuario de la dinastía Abbasí; este califato, que se instauró en el poder del estado islámico en el año 750 (tras la caída de sus predecesores los Omeya) quedó referenciado por la proliferación de una rica cultura artística emprendida por califas de la talla de al-Mansur y Harun al-Rashid (conocido por ser protagonista del famoso relato “Las mil y una noches”) quienes, habiendo conocido el esplendor de Bizancio, resolvieron erigir su imperio bajo las mismas aptitudes de dispendio y cuidada estética constructiva (sin incurrir nunca en el lujo o la ostentación, por supuesto, ya que estas peculiaridades estaban excluidas del horizonte arábigo). Se fundaron ciudades (como Bagdad) con una planificación urbana cosmogónica, se cimentaron palacios de rigurosísima simetría escenográfica, se proyectaron mezquitas con enormes alminares helicoidales adornados a base de estuco y mármoles… y sobre todo, se propició la manufactura de objetos suntuarios que satisfacían las necesidades “supratorias” del califa y de sus altos funcionarios del estado.
Sin caer en la acostumbrada ornamentación mediterránea de piedras preciosas y metales nobles, los abasíes se decantaron por ricos textiles (especialmente los “tiraz”, bandas de honor que se colocaban por encima del atuendo habitual) confeccionados en seda, lino, algodón o damasco y decorados con textos votivos que a menudo incluían referencias al lugar y año de fabricación; habitualmente, la función de estas exquisitas piezas era la de agasajar a embajadores, decorar firmas de tratados comerciales entre potencias, u homenajear a burócratas ilustres que hubieran demostrado su valía gubernamental ante el regente. Por encima de la estima a estos tejidos, se localizaba una rica alfarería inspirada en los esquemas orientales: dibujos geométricos y florales se deshacían entre los blanquecinos tintes a los que los artesanos dedicaban días y días de elaboración, cocción y esmaltado con tal de conseguir una estética semejante a la de las vajillas adquiridas en China.
El perfeccionamiento de procesos como el vidriado y el estilado sobre reflejos metálicos derivó en la confección de un inédito tipo de cerámica que haría las delicias de sus propietarios: la loza dorada. También conocida como reflejo hispano-árabe por su posterior trascendencia en regiones como Valencia (que no debemos confundir con la Malika de la dinastía Nazarí, ni con la Fatimí definida por la presencia iconográfica de liebres y animales de presa), esta decoración se caracteriza por un esmaltado con efectos iridiscentes que se consigue aplicando óxidos metálicos en la tercera cocción del barniz; una vez se funde éste con el tornasolado del cardenillo, el resultado es el inconfundible y exótico fondo blanco con detalles monocromos dorados.
Es interesante apuntar que aunque estos primeros trabajos de alcaller con reflejos ferrosos datan del comienzo del Califato Abbasí (750-1258), no llegarán a copar el mercado hasta el siglo XII, momento en que la expansión islámica se asentó confiadamente en sus diversos núcleos colonizados (precisamente de esta época, hallamos sendos saúcos en la corte de Madinat al-Zahra y una serie de fascinantes azulejos que adornan el mihrab de la mezquita de Kairuán). La fulgurante demanda de este trajín artesanal llegará a provocar la imitación y mímesis de este estilo en todo el territorio islámico, variando sus motivos iconográficos en función de los elementos geográficos y folclóricos de cada región; en general, podemos distinguir la especial predilección por ornamentos vegetales, animales (esencialmente camellos) y figuras antropomórficas entre las que abundan escenas del califa brindando con su copa en alto.
Con la conquista de Al-Andalus este conocimiento llegaría a España para integrarse con su artesanía tradicional, despuntando entorno al siglo XIV en Manises (Valencia), Muel (Aragón) y Sevilla donde la diversidad de colorantes y adornos enriqueció los ajuares cerámicos de las clases más acaudaladas. Una vez más el supra hizo su aparición en escena, y en su necesidad por despuntar sobre el vecino, los compradores se lanzaron hacia aquellas novedades que individualizasen y peculiarizasen sus encargos: el pájaro denominado pardalot (inconfundible por su cuerpo rallado) y los tintes más costosos (azules y grisáceos) fueron dos de las mayores innovaciones en el esquema “clásico”.
Por último, la arribada de las nuevas manufacturas asiáticas (como la porcelana) y los refinados trabajos franceses en los tejidos repujados (inherentes al supra) provocarán el olvido de aquellas producciones muladíes que hicieran las delicias de la clientela hasta el siglo XVIII; las originales ebanisterías traídas de África y las desconocidas especias y manjares del Nuevo Mundo, terminarán por desbancar definitivamente la imagen de los talleres arábigos como adalides de refinados obsequios para las clases altas (quienes empezaron a considerar que sus anteriormente adoradas piezas laboriosas no eran más que “bagatelas anticuadas”), debiendo readecuarse al oscilante goût de estos “devoradores de estética” si querían sobrevivir.