Viajes y libros

Mi deuda con el paraíso: la sustancia de la que están hechos los grandes soñadores

Mi deuda con el paraíso

Ricardo Martínez Llorca

Desnivel
Madrid, 2018
240 páginas
 

Luis Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, es uno de los grandes representantes de la generación de exploradores que ampliaron el espectro de la belleza del mundo, junto con hombres como Nansen, T. E. Lawrence o Mummery. El Duque de los Abruzos, hijo de Amadeo I de Saboya, por un breve periodo rey de España, tuvo una vida intensa donde la aventura y los ideales siempre estuvieron presentes. En 1909 intentó la segunda montaña más alta del mundo, el K2. No consiguieron llegar a la cima, pero aquella aventura fue el trabajo de exploración más importante llevado a cabo hasta entonces en el Karakorum, batiendo un récord de altitud que se mantuvo hasta las expediciones de Mallory al Everest en los años veinte. Como afirma Sebastián Álvaro, en su interesante texto sobre el Duque que completa esta novela, para este gran alpinista y explorador «… nada va a ser un obstáculo que no pueda vencerse con una mezcla de inteligencia, trabajo y audacia. Mar y montaña, regiones polares y tierras tropicales, exploración, ciencia y alpinismo, todo va a caber dentro de la organizada cabeza de Luis de Saboya».

Mi deuda con el paraíso es una novela que reproduce su última expedición africana, el único motivo por el que podría abandonar su proyecto altruista en Somalia, donde consiguió hacer crecer arroz en terrenos baldíos para alimentar a miles de personas. Narrada por quien fue su ayuda de cámara, que rememora los hechos ochenta años después, agonizando en una pensión de Madrid, intercala la ficción con la biografía del Duque y la representación de toda una época histórica. Es una obra de intriga, de desamor, de aventuras y del crepúsculo. Un lamento por un mundo al que ya no conoceremos virgen a no ser a través de homenajes a estos héroes de los confines del planeta.

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Pati Blasco/DESNIVEL
Luis Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, es uno de los grandes representantes de la generación de exploradores que ampliaron el espectro de la belleza del mundo. En esta novela se repasa, con un toque de ficción, su intensa vida donde la aventura y los ideales siempre estuvieron presentes. En 1909 intentó el K2. No consiguieron llegar a la cima, pero aquella aventura fue el trabajo de exploración más importante llevado a cabo hasta entonces en el Karakorum, batiendo un récord de altitud que se mantuvo hasta las expediciones de Mallory al Everest en los años veinte.
Quiso morir en su amada Somalia, rodeado del canto de las mujeres y de la vida auténtica que se genera en los lugares donde la existencia tiene el valor necesario, independiente de los adornos que la decoran. No es casualidad que se alejara en su final del mundanal ruido, ya que los últimos años de su vida los pasó en las aldeas somalíes inmerso en un proyecto altruista en el que consiguió dotar de fertilidad un paisaje de pastores nómadas y convertirlo en poblados donde la guerra cesó y miles de persones trabajaban y vivían en paz. Se cuenta que convivía con una princesa somalí con la que le gustaba sentarse a mirar las estrellas.  
Como cuenta Sebastián Álvaro en el interesante texto que acompaña a esta novela estos personajes excepcionales van a coincidir con un cambio político muy importante: «con el nacimiento de nuevas naciones y el surgimiento de las ideologías que convulsionarán el mundo a principios del siglo XX. Sobre este agitado y cambiante mundo, que algunos aventureros vivirán en su propia carne de forma traumática, hombres como Scott, Shackleton, Hedin, Tichy, Mallory, Nansen, Amundsen, Shipton y tantos otros se lanzaron a los lugares más hostiles de la Tierra. Fue tal la cantidad de aventuras que llevaron a cabo y la calidad de aquellos exploradores que pasaron por méritos indiscutibles a la Historia de la Aventura, que se hace muy difícil ejemplificar todas ellas en un aventurero. Pero, sin duda, uno de los más notables, que mejor representa la excepcionalidad de este tiempo, es Luis Amadeo de Saboya, el Duque de los Abruzos».¿Sabía aquella mujer que contemplaba el firmamento junto a un gran explorador, marino, y alpinista? ¿sabía aquella princesa que su compañero nació en 1873 en el Palacio Real de Madrid y que era hijo de Amadeo I de Saboya, en aquel momento rey de España aunque abdicó pocas semanas después de su nacimiento, y la familia regresó a Italia? ¿sabía que en su juventud tuvo relación con una joven rica norteamericana, un amor correspondido pero que no pudieron formalizar… aunque el corazón del Duque siempre amó intensamente a aquella mujer rebelde y dotada de una energía parecida a la suya: la que puede imaginar mundos diferentes? ¿Conocería que la ruta normal de la segunda montaña más alta del mundo llevaba su nombre? Sin duda sabía que era un hombre capaz de contemplar las estrellas muy lejos de su casa.  
El Duque de los Abruzos es un aventurero de sangre azul, que quizá para escapar en cierto modo de su condición privilegiada se embarca en exploraciones y aventuras que le conectan con su interior, sus capacidades, la naturaleza y sobre todo con las personas que lo acompañan, algo en lo que Amadeo siempre puso mucha atención. Y es que Mi deuda con el paraíso es una gran historia de aventura, de exploración, de amor, pero también es una profunda historia de amistad, de lo heroico que es mantenerse cerca de las personas en momentos de dificultad, de la grandeza de aceptar a cada cual tal como es, de lo agradecido que puede ser nutrirse de las bellezas que todos poseen.
En ocasiones la línea que separa la realidad de la ficción está solo dibujada por supuestos, prejuicios o vacíos… uno de los valores de esta novela, que Ricardo Martínez Llorca enlaza con maestría, es que la puedes leer como tal, y disfrutar de cada pasaje como si te contaran las andanzas imaginadas de cualquier héroe novelesco, o leerla poniendo la mirada en el personaje real que hay detrás de ese héroe. Y cuando el héroe y el personaje se dan la mano y caminan juntos casi todos los trechos, te das cuenta de que el Duque de los Abruzos está hecho de una “pasta” especial, aquella de la que seguramente se componen todos los seres inspiradores.

 

Hubo un tiempo en que los mapas estaban en blanco, y las cumbres sin pisar y había un millón de aventuras increíbles por vivir. En ese tiempo, la mayoría de las personas que se lanzaban a la aventura eran gentes cultivadas, con grandes ideales, gentes preocupadas por su tiempo, recojo la reflexión de Sebastián Álvaro «Luis de Saboya era una persona meticulosa y observadora capaz de analizar y estudiar la geografía con un rigor excepcional para planificar y acometer grandes empresas, tanto en el mar, en los polos o en las grandes montañas. Como otras veces y en otras épocas, antes de convertirse en uno de los grandes exploradores de su tiempo fue un estudioso, un hombre imaginativo pero reservado, un hombre solitario que sueña antes de llevar a cabo sus proyectos».

Dotado de gran energía e imaginación,
 a los 24 años lidera la expedición (1897)que realizará la primera ascensión del Monte San Elías (5.484 m), Alaska. Dos años después organiza una expedición al Polo Norte que alcanza un nuevo récord de latitud (86°34’ N). En 1906 explora el Ruwenzori (5.125 m) y escala la mayor parte de sus cimas. En la misma expedición de 1909 donde intentaron el K2 prueban otro objetivo totalmente adelantado para la época: el Chogolisa(7.668 m), donde alcanzaría los 7.500 metros (aprox.). El mal tiempo les impidió llegar a la cima, pero establecieron el récord mundial de altura.Luis Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, es uno de los grandes representantes de la generación de exploradores que ampliaron el espectro de la belleza del mundo, junto con hombres como Nansen, T. E. Lawrence o Mummery. Tuvo una vida intensa donde la aventura y los ideales siempre estuvieron presentes. En 1909 intentó la segunda montaña más alta del mundo, el K2. No consiguieron llegar a la cima, pero aquella aventura fue el trabajo de exploración más importante llevado a cabo hasta entonces en el Karakorum, batiendo un récord de altitud que se mantuvo hasta las expediciones de Mallory al Everest en los años veinte.
Mi deuda con el paraíso es una novela que reproduce su última expedición africana buscando las fuentes del río Uebi-Scebeli, en África. El Duque es consciente de que sus días se acaban, y con la esperanza de recuperar el tiempo perdido encabeza una aventura por la piel del continente africano, en la que tendrá que superar tanto las condiciones naturales de la geografía como los intentos de sabotaje cuya autoría debería investigar. Al tiempo que la acción avanza, hacia un destino que se revelará como una fuente de locura, se desarrollan tramas anteriores en la vida del Duque, entre la que destaca su frustrado amor con una rica americana. Así mismo, se introducen episodios correspondientes a sus anteriores expediciones: el Monte San Elías (Alaska), el Polo Norte, Ruwenzori y el K2. Por otra parte, sus encuentros y coincidencias con otros exploradores y viajeros de aquella época -Nansen, Mummery, Peary, T.E. Lawrences- sirven para revisar otras grandes figuras de la aventura.
Narrada por un personaje inventado, quien fue su ayuda de cámara, que rememora los hechos ochenta años después agonizando en una pensión de Madrid, intercala la ficción con la biografía del Duque y la representación de toda una época histórica y de un número increíble de aventureros y exploradores
Ricardo Martínez Llorca, con increíble sensibilidad y poesía, te transporta al corazón de este hombre excepcional, El amor imposible, en eterna espera, la lealtad entendida como la gran virtud humana, la idea de que la vida sin pasión es menos vida, flotan permanentemente en una narración que pretende atrapar por lo pegada que tiene la epopeya: el mundo de las montañas, de las grandes expediciones de finales del siglo XIX y principios del XX, el valor y la dignidad como las armas con que enfrentarse a los precipicios de la realidad y superar los riesgos a que se somete el hombre que se resiste a que le atraviese la vida sin haber podido sentir que, precisamente, eso que le estaba sucediendo era vivir.

 

Es una obra de intriga, de desamor, de aventuras y del crepúsculos mirado desde lo alto de una montaña, en una duna del desierto, o al lado de esa compañía inevitable... y nos recuerda todos los lugares ya descubiertos, los que quizá quedan por descubrir si dejamos de mirar el mundo con ojos apagados y lo observamos desde la mirada curiosa y abierta de los grandes soñadores que, en cualquier rincón del mundo, se paran a sorprenderse contemplando las estrellas.

 

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