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Rodin (2017), de Jacques Doillon – Crítica

 
Por José Luis Muñoz.
El mundo de los grandes artistas se reduce, muchas veces, exclusivamente a su obra. La obra acaba vampirizando al creador. Sin lo que sale de su mente, y su corazón, los artistas no son nada. Para vivir, muchos de ellos necesitan crear compulsivamente hasta el fin de sus días. La historia del arte está llena de artistas obsesivos que, en aras de su perfección creadora, se centraron en sus criaturas salidas de sus manos, mediante el pincel o el cincel, y despreciaron las de carne y hueso que les rodeaban, aunque sin ellas tampoco eran capaces de vivir. Para las parejas sentimentales de los creadores la peor rival no era otra amante sino la obra que se interponía entre ellos. Ese es el prototipo de artista monstruo, obsesivo, cegado por su propio brillo, sin más universo posible que su creación. Dicen que Miguel Ángel era un tipo de lo más huraño, asocial y desagradable, que nunca se lavó mientras ejecutaba los frescos de la capilla Sixtina y arrojaba botes de pintura y pinceles al Papa Julio II que le encargó la obra. Pablo Picasso era un misógino redomado con un apetito sexual desbocado que coleccionaba amantes modelos y las tiraba cuando dejaban de interesarle. Auguste Rodin, el maestro de la escultura francesa, el rey de las torsiones escultóricas, es otro buen ejemplo de esta patología creadora, del artista que se sumerge en su burbuja y para el que no existe otro mundo posible más allá del arte.
Auguste Rodin había tenido en el cine la cara y el cuerpo rotundos de Gerard Depardieu, mientras que su discípula aventajada, musa y amante, Camille Claudel, tenía los rasgos de Isabelle Adjani en La pasión de Camille Claudel. Juliette Binoche puso rostro a la escultora en Camille Claudel 1915 mientras  Jean-Luc Vincent encarnaba al escultor. Jacques Doillon, el director de este biopic sobre el monstruoso y excesivo Rodinaunque no es muy conocido fuera de Francia, lleva en eso del cine desde la década de los 70 y acumula en su haber más de una veintena de largometrajes de los géneros más diversos con vocación de artesano. Se centra este acercamiento cinematográfico a la figura de Auguste Rodin (Vincent Lindon) en su especial relación con Camille Claudel (Izia Higelin), sus celos profesionales —hay quien afirma que el maestro acabó copiando a su alumna, y ella misma lo denunció— y su relación sentimental —Auguste Rodin dictaba sus propias normas como un ogro déspota y éstas debían aceptarse a rajatabla—, y el encargo envenenado que recibe de erigir una estatua a Honoré de Balzac. Sus dudas al abordar este proyecto, las continuas críticas que recibe por hacer una escultura realista del autor de La comedia humana —era gordo y Auguste Rodin no oculta ese detalle sino que lo magnifica— centran buena parte del relato cinematográfico.
Jacques Doillon no orilla en su académico biopic, al que le falta chispa, la misoginia acreditada del artista. El genial escultor de El beso, quizá su obra más celebrada, utiliza a las mujeres en su doble vertiente de modelos y amantes —casi todas ellas pasan por su cama después de interminables sesiones de posar desnudas—; vive en su taller, en donde duerme, trabajando obsesivamente; tiene una media esposa campesina Rosa Beuret (Séverine Caneele), a la que desprecia por su escaso atractivo pero a la que acude cuando su relación con Camille Claudel termina, simplemente para que le lleve sus asuntos domésticos; jamás reconoce a sus numerosos hijos a los que recrimina, en las escasas ocasiones que se cruza con ellos,  que le llamen padre —Llámame maestro, le dice a uno de ellos— y convence a Camille Claudel que se deshaga del hijo que ambos esperan —Un hijo no puede interponerse entre el artista y la obra creadora. Ya tenemos nuestros propios hijos, le dice, señalando las esculturas que pueblan su taller.
Auguste Rodin, como buena parte de los genios, fue un incomprendido provocador —se habla de otros incomprendidos en la película como el pintor Gustave Courbet, que escandalizó con ese cuadro de un sexo en primer plano llamado El origen del mundo— que frecuentó a las personalidades artísticas del momento, desde Victor Hugo  (Bernard Verley) — El escritor se niega a posar para él y Auguste Rodin ha de esculpir su busto de memoria en un ir y venir por los pasillos de su casa, en donde se instala, para memorizar los rasgos  del autor de Notre Dame de París mientras departe con un amigo—, al poeta Rainer María Rilke (Anders Danielsen Lie) pasando por su amistad personal con Octave Mirbeau (Laurent Poitrenaux).
La película de Jacques Doillon, quizá excesivamente falta de pasión y sobrada de academicismo, muestra a un creador casi industrial —de los numerosos trabajos contratados se encargan sus discípulos y él supervisa— y trabajador incansable al que ese gran actor que es Vincent Lindon pone cara y cuerpo metiéndose en el papel. Su controvertida escultura de Honoré de Balzac, uno de los dramas personales de este maestro de la torsión escultórica que forzaba a sus modelos al retorcimiento físico,  finalmente no ocupó ninguna de las grandes plazas parisinas, como era su destino inicial, y terminó siendo admirada en un parque de Japón. Auguste Rodin, el ogro creador, forma parte ya del legado de la humanidad como uno de los mayores escultores.

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