El río
Rumer Godden
El río
TRADUCCIÓN DE JAVIER FERNÁNDEZ DE CASTRO
Harriet está entre dos mundos: no puede seguir los pasos de su hermana adolescente, que ha dejado de ser su compañera de juegos; ni los de su hermano, que es todavía un niño. La plácida infancia en Bengala, las festividades rebosantes de colores y aromas que anuncian el cambio de las estaciones, los árboles en flor en el vasto jardín de la casa paterna y el eterno fluir del río deslizándose hacia la bahía, están a punto de quedar atrás. La llegada del capitán John, un joven inglés amigo de la familia herido en la Primera Guerra Mundial, y un accidente que cambiará la vida de toda la familia, turban el universo de Harriet y la obligan a abrir los ojos y a descubrir la complejidad de la vida adulta. El río es un intenso, vívido y bellísimo homenaje a la India y a la infancia ha cautivado a varias generaciones de lectores, entre ellos a Jean Renoir, que la llevó al cine en 1951.
Aire fresco. Ésta es la sensación que anima al lector que se adentra en El río.Acostumbrados a toda clase de dramones agónicos o perversamente costumbristas con los que nos dan gato por liebre día sí día no, la lectura de esta novela es un alivio. A los aficionados al cine hay que advertirles de que se trata del relato que da pie a una de las mejores películas del séptimo arte, El río de Jean Renoir. Y hay que advertir también al lector que no se trata de una gran novela sino de una simple novela, noble, decente y bien hecha. Rumer Godden (Sussex, 1907-Thornhill, 1998) es una prolífica autora inglesa de esas que, perteneciendo a una poderosa tradición narrativa, saben hacer uso de ella para contar bien buenas historias; pero, además, en El río estuvo tocada por la gracia.
Apoyada en una situación (“una parte de Harriet deseaba ser eternamente una niña; la otra parte deseaba ser mayor”), en un leitmotiv muy bien llevado (el río como imagen del transcurso de la vida y de la muerte, camino y destino), y en un lugar de la India colonial británica cercano a Bengala (y, muy en concreto, en el esplendoroso jardín de la casa de una familia británica compuesta por padre, madre y cuatro niños), la señora Godden, utilizando la mirada de Harriet, una de las niñas, nos va a narrar una conmovedora historia de alto contenido simbólico.
Lo más llamativo, a primera vista, es la sensualidad del escenario en que discurre el drama de la vida al que vamos a asistir. Las descripciones, morosas, detallistas, se refieren siempre a los colores, los olores, los ruidos, la vegetación, la abundancia de las cosas de la naturaleza, los sabores, las ropas, los animales… todo emite sensaciones que Harriet percibe y transmite al lector. Cerca de la casa y el jardín se encuentra el río, por el que pasan la vida y los negocios de la pequeña comunidad de nativos y en la misma casa hay una verdadera mezcolanza de razas y religiones. El río fluye y con él los pensamientos de Harriet que dan pie a sus preguntas para intentar comprender el mundo; ante sus ojos, el libro hace desfilar una verdadera escala de mentalidades y modos de ser que, sin embargo, en última instancia, no dejan de rondar en torno a lo que hace una familia para los niños: “El aroma, un aroma familiar, (que) nadie fuera de la familia, por muy querido y muy íntimo que sea, puede compartirlo”.
Junto a las diversas figuras (padres y criados) de adultos hay dos que tienen nombre propio: la vieja Nan y el capitán John. Este último en concreto es un oficial gravemente herido en combate que se encuentra reponiéndose en el lugar. Naturalmente, atraerá la atención de las dos chicas mayores, Bea -la primogénita, ya en la pubertad- y la propia Harriet; cada una lo contempla de acuerdo con su edad, pero para Harriet acabará por ser la imagen del primer adulto ajeno por el que siente admiración y del que busca reconocimiento, pues Harriet se encuentra en ese punto en que la atracción física y la atracción intelectual por un hombre se mezclan en confusión. Luego, en un momento crucial de la existencia familiar, las fiestas navideñas, Bea confiesa entre lágrimas: “Lloro porque no quiero que esto se acabe”. Ella y Harriet, cada una a su manera, perciben que algo va a cambiar; el consuelo y el valor de Harriet hallarán su equivalencia en la comprensión del río como representación de la vida: todo pasa, el río, el tiempo, los días… y ahora toca aprender que también el dolor y la muerte y el nacimiento de una nueva vida. Es la primera conciencia de que un cambio es también una despedida.
En medio de todas las secuen
cias de emociones -muy bien medidas, nada concesivas, nada lacrimógenas ni febles-, que predominan en tanto que predominan las sensaciones, la sensualidad del paisaje y del relato, Harriet descubrirá el valor catártico de la escritura y, en la medida que su infancia recuerda a la autora la suya, comenzará su iniciación como escritora, de la que el capitán John será testigo privilegiado. Como es fácil imaginar, el libro carece de estructura pues su estructura es la misma del agua que compone el caudal del río: una suma de secuencias que se deslizan a lo largo de su existencia como novela. Y, naturalmente, provoca en el lector -y se sostiene a sí misma- lo mismo que el curso del agua o las llamas de la hoguera: fascinación.
Jean Renoir calificó el libro de homenaje a la India y a la infancia. Está lleno de hermosas escenas: ese paseo final de Harriet y al capitán John, que es un paseo en la noche sobre la tierra amada, el nacimiento del bebé, la aparición de la muerte, el momento en que, mientras Bea y el capitán John hablan, Harriet se percata de que están discutiendo y que su relación es otra… Lo diré en pocas palabras: es un libro tan hermoso y tan sencillo como la verdad de las cosas; y muy oportuno en esta época de mentira, manipulación, desvergüenza y daltonismo moral.
* Babelia. Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de julio de 2007