La escatología del poder
FRANCISCO CERVILLA. Tw: @cervillasfj
Procuro tener a mano unos cuantos libros, cambiantes con el tiempo, que leo de modo fragmentario y aleatorio. En esas lecturas ocasionales sería raro no encontrar algo nuevo, un chispazo o un motivo de asombro. Entre ellos está “El silencio del cuerpo”, de Guido Ceronetti.
En un primer instante me llamó la atención su título, inspirado -creo- en una máxima del siglo XIX según la cual la salud es el silencio de los órganos. Fórmula paradójica, pues refiriéndose a la vida alude también a la muerte.
El silencio somático que anuncia la cubierta no indica, entiendo, una ausencia o una carencia, más bien parece una pregunta, un modo de expresión inherente a la palabra, hecho de secretos, desconocedor de los laberintos gozosos del cuerpo e ignorante del ruido de la existencia que, con gramática propia, esquiva los ordenamientos del lenguaje. Es un silencio inseparable del decir. Un silencio que en su mudez habla, pide y, a veces, de qué manera.
Ceronetti desmonta las apariencias creadas por la razón, presurosa siempre en entender, y despoja de máscaras innumerables realidades superpuestas. El libro consigue sacudir del sueño cotidiano.
Hace poco leí en sus páginas algunas consideraciones sobre el vicio y el poder que calzan como un guante con la truhanería del tiempo actual.
En ellas sostiene el escritor una provocadora tesis que escandalizaría al rancio puritanismo norteamericano: a los hombres de Estado no hay que negarles ciertos placeres privados o determinados vicios en la esfera de su intimidad. El bien público lo agradecerá.
Entiéndase aquí vicio como la percepción negativa de alcanzar un tipo específico de placer, la obtención de una satisfacción subjetivamente inconfesable.
Una dosis adecuada de algún vicio determinado, señala Ceronetti, sería un buen acicate del poder. Por ejemplo, en la Inglaterra del XVIII se consideraba, no sin cinismo, que los vicios privados de la aristocracia contribuían a la felicidad pública.
La pasión dedicada a goces ocultos no sólo mermaría la tentación de alcanzar satisfacciones particulares a cuenta de lo público, sino que en buena parte liberaría de viscosidades personales la gestión de los asuntos de Estado.
Los virtuosos, por su lado, anhelantes perennes de prohibiciones, poco aportan cuando no empeoran la situación general. Empeñados en reprimir las satisfacciones propias y las del semejante, no sólo logran torturarse a sí mismos sino que siempre se las arreglan para conseguir atormentar a los demás y, cuando son poderosos, la crueldad, que es otra forma de satisfacción, la manifiestan por todos los orificios del cuerpo: permanecen mudos, ciegos y sordos ante el sufrimiento ajeno.
Hoy en Occidente (o lo que este prepotente término designe en la actualidad) el vicio se ha atenuado mientras que los placeres para débiles se han multiplicado, bajo la forma breve y narcisista del goce de efímeros objetos de consumo.
Ablandado el vicio, el mayor peligro para el hombre público es la fuerte atracción que sobre él ejerce el dinero, inclinación a la que Ceronetti no considera placer ni vicio sino “enfermedad repugnante”. Repulsión que vuelve a subrayar más adelante en el texto, en una breve nota de ecos freudianos en la que afirma que el dinero simboliza los excrementos.
Este paralelismo entre dinero y masa fecal recuerda la equivalencia inconsciente que Freud estableció en las primeras fases de la vida cuyo trayecto va de los excrementos al dinero, e indica cómo el valor del dinero en la edad adulta está definido por el primitivo interés infantil hacia el propio excremento.
De estreñidos está el mundo lleno: se goza de retener y acumular dinero, a la par que se amontona, como síntoma, su consustancial sustancia abdominal.
Cuando el infans se enfrenta a las normas de socialización, sus funciones fisiológicas se desnaturalizan gracias a la capacidad del lenguaje para absorber e incorporar lo que nombra. Y las actividades biológicas mutan en respuestas a las demandas educativas del Otro, de forma que el desecho intestinal que se le pide al niño que dé, simbólicamente viene a ser otra cosa: un objeto perteneciente al universo del intercambio humano, una mercancía valiosa que se puede retener o se puede dar, ceder o no ceder. Esta operación destila un resto silencioso, pulsátil en esa vecindad entre el dinero y la inmundicia, reverso el uno del otro, como si un canal, un espacio opaco, ciego y reacio al significante los conectase.
No deja de ser una tentación pensar que el sentido de la ecuación freudiana retroactivamente se invierte cuando algunos sujetos, prohombres y promujeres, enajenan los recursos públicos de su fin, hasta llegar a convertirlos en el basurero que manosean con sus manos, emprendiendo así, como sujetos, su particular camino de vuelta -si es que lo abandonaron alguna vez- hacia el mundo excrementicio de aquella fase de la infancia en la que el dominio se sustentaba en un objeto anal que cotizaba al alza: la merde.
Y, así, esas manos del poder que roban, manos que estrechan otras manos poderosas probablemente también inmundas, manos que quitan, que dan, que salvan o que condenan, que pueden firmar la vida o la muerte, esas manos orgullosas que no tiemblan, cuando irrumpen a la luz desde el oscuro e íntimo lugar escatológico en el que operaban provocan esa repugnancia señalada por Ceronetti, pues dejan ver cómo siendo manos adultas siguen degustando las heces de su lejana niñez, en una acción ni patológica ni enfermiza, sino canallesca.