Las siete vidas, de Luisa Fernanda Ochoa Roldán

 
Esta semana Los relatos de Culturamas os ofrece la narración de un gato que coquetea con la muerte. Un cuento, que nos llega desde el otro lado del Atlántico, de Luisa Fernanda Ochoa. ¡Disfrutad de la lectura!
 

Las siete vidas 

Luisa Fernanda Ochoa Roldán

 

A mi hermano que le faltó una nueva vida.

 

    Hoy, hace exactamente diez años que me gasté la última vida de las siete que me tocaron. Me las jugué toditas, como quien juega a la ruleta rusa sin saber cuándo le tocará la recámara de la muerte, como quien apuesta al póquer con los ojos vendados. Así me la pasé, veintiocho años sacándole la lengua a la muerte, manoseándola, tocándole las tetas hasta que esa hijueputa se emberracó y me dio la estocada final, la que me mandaría de una vez por todas al barrio de los acostados.

    Pero no creas, hermanita. que te estoy poniendo quejas de la huesuda. Si yo estoy muy agradecido con esa hijuemadre. ¿No ves que por fin descansé? Como a mí me tocó eso del infierno cuando estaba vivito y coleando, ahora que hago parte del combo de los difuntos, pues estoy como, digámoslo así, en un relax lo más de bueno.

    Por acá en el más allá, me he encontrado con algunos que ya se habían ido, muchos que ni siquiera pude conocer y otros que han ido llegando con el paso de los años. Y si vieras las tertulias que se arman mientras jugamos parqués y nos tomamos los aguardienticos. ¿Y adivina quién es el cuenta historias del grupo? Pues sí, mi querida, el mismísimo gato, tu hermanito, el siete vidas, la oveja negra. ¡Vos no te alcanzás a imaginar como se nos pasa el tiempo sacudiendo recuerdos, conociendo verdades…!, mejor dicho, pa’que me entendás, todos por aquí tenemos nuestros secretos guardados, y, mientras los desempolvamos, vamos entendiendo un poco ese manicomio que es nuestra familia… Hablando de manicomio, sigamos con el loco mayor, o sea, yo.

    Te estaba contando de mi relación cercana con la muerte, con decirte que la primera vez que le vi la cara –con solo 14 primaveras–, ¡hasta los besitos nos dimos! ¿Te acordás que se había ido la luz en todo Medellín y estaban todos en el cuarto de mi mamá cagados del susto? Cuando, sí señor, con una botella de veneno hice mi entrada triunfal y, ¡zas! les lancé aquella perlita: “¡Cucha, vengo a despedirme, porque ya compré pasaje pa’l otro lado…!”, ¡y se armó el mierdero! Mi papá se jalaba los pelos, vos chillabas como una ratona y Pedro…, Pedro no paraba de gritarme: –“Guevón, ¿en qué estabas pensando?  ¿Pensando… yo?, ¡qué va!, yo ya estaba muerto, ¡muerto de la risa y muerto literalmente!, (pues te confieso que aparte del veneno, me había tomado unas pastillitas para envalentonarme y tener el coraje de largarme).

    ¡Dejá la chilladera,  ome, hermanita! Vos sabés que eso ya pasó y yo por acá ando más bien que un chucho. Pero contáme, ¿si te acordás de aquel despelote? ¡Eso sí que fue berraco!, pues todos terminamos en el Pablo Tobón Uribe, donde me hicieron un lavado y por ahí, y derechito derechito me dañaron mi excursión. Desde ese día la huesuda y yo nos entendimos. Fue amor a primera vista, de esos que duran toda la vida y que los consejeros matrimoniales usan como modelo. Aunque, para ser sinceros, mi coqueteo con la casquisuelta comenzó a los doce, así mismo, de pollito… ¡Calma, ome culicagada, no me pelés esos ojos así que ya te cuento! ¡Siempre tan alborotada!

    Vos sabes, uno entrando a la adolescencia sin entender muchas cosas. Si a eso le sumamos mi carácter rebelde, y de ñapa la afición de mi papá por el traguito. A mí eso me jodía  la cabeza pero, ¿sabés?, ahora entiendo que él también tenía sus rollos y quería olvidarlos en el alcohol, ¡mejor dicho, le siguió el consejo a esa pintora bigotuda!, ¡ummmm!  ¿Cómo es que se  llama? Esa que era toda colorida y que tuvo una vida de mierda, esa que te gusta, ¡Ah!, ya me acordé, Frida Kahlo. Ella decía: “quise ahogar las penas en el alcohol pero las  muy condenadas, aprendieron a nadar.” Y eso pasó con las  penas de mi papá. No solo aprendieron a nadar, también se ganaron los olímpicos esas hijueputas.

    ¡Bueno!, ya me estoy yendo por otro lado. Te estaba contando que siendo aún un culicagao me dio por meter las narices donde nadie me había llamado. Yo quería comerme al mundo, mandarlos a todos para la mierda; no quería ser un gatico casero; me moría por subirme a los tejados, por sentir la adrenalina, por conocer la calle y sus recovecos.  Fue así como se me ocurrió la brillante idea de alzar el vuelo. No creás que me puse a pilotear una avioneta, ¡qué va!, lo que hice fue meterme unas pastillitas de esas que te mandan para Júpiter y las condimenté con mucha hierbita. Ya te podrás imaginar la escena; un gato cachorro queriéndoselas dar de muy adulto, metiéndose lo que le ofrecieran pa’ saber lo que me corría pierna arriba. Después de ese viaje, nunca más pude aterrizar. Esa vaina me fue envolviendo y ni para que te cuento la que se armó cuando doña Ligia y don Daniel se dieron cuenta de que su cachorro estaba en malos pasos.

    Mi papá decidió enseñarle a sus penas a nadar otros estilos: nado sincronizado, espalda, mariposa, etc. Como quien dice, le aumentó a su entrenamiento de codo, mientras, doña Ligia me montó la perseguidora, me revisaba los bolsillos y me puso de policía a nuestro hermano mayor. En esa época nadie me aguantaba. Quería patear al mundo y, simplemente, los mandaba a todos a comer mierda; a todos menos a vos, mi muelona. Estabas muy chiquita y además te me pegabas como una garrapata. Con vos la cosa siempre ha sido diferente. Pero continúo, te estaba diciendo que la situación se puso peluda, ya no sabían qué hacer conmigo, como quien dice, me convertí en un gato salvaje.

    Mi mamá estaba desesperada y fue por eso que, después de lo del venenito, decidieron lo de la mudanza, lo de irnos de Medellín y alejarme de las malas amistades, ¡pero que va!,  la cura resultó peor que la enfermedad. A ninguno nos gustó Bogotá, especialmente a mí. Además, a los dos días de haber llegado, yo ya tenía mis compinches. ¡Vos sabés, los gatos callejeros nos olemos a leguas!

    Los días pasaban y yo andaba más aburrido que caballo en un balcón. Y si a eso le sumamos el puto frío y la cantaleta de doña Ligia cuando me decía: “-¡mijo, si seguís así, más temprano que tarde te caes por el despeñadero!”. Pero yo, ¡siempre terco como una mula! ¡Ojalá hubiera escuchado! Un día cualquiera, mamado de aquella nevera, empaqué mi ropa en una caja y me largué para Medellín. Como si yo me mandara solo, ¿cierto? En menos de lo que canta un gallo, doña Ligia les advirtió a todos en Medellín que no le alcahuetearan al muchacho. Pero ya ves, nunca falta un alma caritativa y ¡quién más que la tía Amalia con ese corazón tan grande! La pobre no sabía en que se metía, mejor dicho, le supo a mierda de perro, porque ah dolores de cabeza que le di. Llegaba tarde, y en unos estados que ni para que te cuento… Con decirte que viviendo con ella me gasté otras dos vidas, o sea que ya sumamos tres. La segunda fue un 31 de diciembre. Ahí estoy pintado yo, no se me ocurrió otro día mejor que un fin de año para coquetearle a la muerte.

   Ustedes habían viajado de Bogotá a Medellín para pasar navidad en “El Hatillo”, la finca de la abuela. Yo estaba feliz porque te iba a ver y hasta te compré de regalo, unos chicles americanos, ¡de esos que tanto te gustaban a vos! ¡Vos sabés la guevonada que tenemos los colombianos con todo lo gringo!,  ¡en fin!, para resumirte el cuento, agarré el bus ruta Barbosa–Hatillo, a eso de las diez de la noche cuando, sí señor, que ya casi llegando a un borrachito le da por buscarme problema. Y yo que tenía un viaje de aquellos, le seguí la corriente. El susodicho sacó una navaja y sin remilgos me la fue enterrando hasta el fondo. Como quien dice: ¡Feliz año, parcero!

   Como las malas noticias son las que primero se saben, a las doce de la noche en punto les avisaron por el radioteléfono de la finca que a Pedro José, el hijo de Ligia, lo habían matado. Vos ya estabas dormida afortunadamente. Me cuentan que mi papá se daba golpes en la cabeza y doña Ligia, siempre tan racional pero con el rostro lleno de lágrimas, agradeció al señor Jesucristo por acogerme en sus brazos. ¡Pero qué va!, mala hierba nunca muere (al menos no antes de gastarse las siete vidas correspondientes).

   Cuando mi mamá llegó a policlínica le dijeron que estaba vivo. Chillando y esquivando heridos, por fin, nuestra queridísima madre llegó a donde yo estaba. Lo único que se me ocurrió decir fue: “mire cucha, ¡le tengo las tripas pa’ la morcilla!”. Vos sabes, ¡el humor ante todo! Allá me cocieron y cinco días después te pude ver. No te entregué los chicles porque estaban todos untados de sangre. Pero, sabés, ¡esos hijueputas me sirvieron de amuleto toda la vida!, y además, me recordaban a vos.

   Pero deja de chillar, te he dicho mil veces que no me estoy quemando en la paila del infierno, ni siquiera en el purgatorio. A esto por acá lo llamo Comfama. Hacéte de cuenta el centro recreativo donde nos llevaban cuando estábamos chiquitos, puro relax y diversión. Con la única diferencia que los que aquí habitamos formamos parte del más allá.

   ¡Oíste!, ya me volví a ir por otro lado. Estábamos en lo de la puñalada bailable, como yo bauticé ese incidente en donde se me fue otra vida. Y ya que retomamos el tema, prepárate mi muelona para escuchar la toreada del bus. Esa si estuvo como para una película de Spielberg. ¡Imagínate que era jueves santo, el día de la muerte de cristo! Yo no sé si es que yo tenía complejo de mesías o qué, pero se me metió en la cabeza que ese día me iba de este mundo. Imagináte que iba caminando por la calle San Juan, en eso veo que viene un bus del barrio Cristóbal. Yo ya tenía el viaje completo: pastillitas, hierba, coca y maricaditas varias, cuando, ¡sí, señor, que me da por creerme Paquirri!; uno de esos toreros famosos y ¡olé! que me pongo a torear el bus. Y terminé atropellado. Ese hijuemadre me pasó por encima de la pierna derecha, ¡para que veás que los milagros existen! No me fui a acompañar al señor Jesucristo, aunque sí pasé un año en el hospital. Pero eso sí, yo quedé vivito y coleando y más vicioso que nunca.

   Te juro que yo trataba de parar, pero era como si estuviera poseído. ¡Y así fue como empezó Cristo a padecer! Me internaban en un centro de rehabilitación, y yo me escapaba; después me fui a recorrer Colombia entera con una caja de cartón. Yo prefería el monte, estar lejos de Medellín, porque la ciudad tiene mucho voltaje. ¡Ay!, si te contara todo lo que vieron estos ojitos azules, que son culpables de tantas alegrías, pero también de muchas tristezas. ¡Sí, hermanita! Mi vida no fue como quien dice un jardín de rosas. ¡Esas hijueputas drogas me lo robaron todo!, la familia, los amigos, los dientes y las siete vidas ¡Ayyy!

   Y hablando de vidas, íbamos en la tercera, las tres siguientes fueron casi trillizas, como quien dice, todas por exceso de vuelo, o sobredosis que llaman. En las tres pude ver la luz al final del túnel. Las trillizas se llevan, cada una, dos años de diferencia, y siempre que me visitaron yo me encontraba lejos de satanás o, sea, Medellín. Aunque el lugar no importaba ya, pues estaba jodido en cualquier lado. Llegó un momento en que perdí completamente el norte, y de ese papacito que fue tu hermano, no quedaba ni la sombra. Con decirte que a los cuarenta ya no me quedaba sino una vida. Y ya nos estamos acercando a la última, a la definitiva. Imagináte que andaba yo por allá por Dagua, un pueblo cerca de Buenaventura y ¡más caliente que un verraco!, y cuando digo caliente, no hablo solo del calor. Por allá andaban los paramilitares, disque haciendo limpieza. ¡Y no es que en el pueblo hubiera mucha mugre! Lo que pasa es que ellos iban repartiendo plomo a diestra y siniestra: “a éste por marica, a este otro por vicioso, y aquel por si las dudas” ¿Adivina en cuál combo caí yo? ¡Bingo! En el de los viciosos.

   Te juro, hermanita, que yo sí andaba muy jodido, pero te consta que siempre fui trabajador y en ese entonces me ganaba la vida como mecánico. ¡Vicioso, pero trabajador! y hasta mi caja de herramientas bien chimbita tenía. En el día trabajaba y por la noche me iba para el cambuche que tenía armado en las afueras de la ciudad. Ahí me acomodaba con otros seis que estaban igual que yo, dando tumbos por la vida y coqueteándole a la muerte.

   Una noche cualquiera estábamos los siete en brazos de Morfeo, ¡cuando sí mi querida!, que me despierta el ronquido de una metralla muy cerquita a mí. ¡Taz, taz, taz, taz!, ¡ahí supe que me había llegado la hora, el ajuste de cuentas! No me equivocaba, nos estaban matando por la espalda, como a ratas. Cuando menos pensé, ya no pertenecía al mundo de los vivos y en un abrir y cerrar de ojos empecé a ver muchas caras conocidas, entre ellas, la de la tía Amalia, quien formaba parte del comité de bienvenida de los difuntos. ¡Ni para qué te cuento la rumba que se armó por estos lados! ¡Ya te imaginarás desatrasándonos de chismes, de risas y de abrazos!

   Aunque después se nos aguó la fiesta cuando nos dimos cuenta lo que estaba pasando por allá abajo. Resulta que por cosas del destino, al primero que le avisaron fue a tu tío el cura, el católico apostólico y romano. Pues el distinguidísimo señor que predica los Diez Mandamientos, llegó a la conclusión que debido a mi calidad de oveja negra, lo más correcto era enterrarme en la puta mierda, sin avisarle a los míos. Parece que después el remordimiento no lo dejó dormir y cinco días después ustedes recibieron un correo electrónico en donde les informaban de mi muerte y en donde se recalcaba que mi final era más que merecido ¡Cuánta humanidad la de ese señor!

   ¡No jodás! ¿Otra vez chillando?, ya parecés protagonista de novela mexicana. ¡Vení más bien dame un abrazo quiebra costillas! Acordáte que tenemos una jugadita de parqués pendiente. Eso sí, ¡prometéme que no te vas a poner a hacer pendejadas! ¡Sí, mijita, no te me hagás la boba! Yo sé que a veces viene doña tristeza, se te fuma los cigarrillos, te roba los sueños y entonces te dan ganas de venir a hacerme compañía. ¡Tranquila, hermanita, que todo tiene su tiempo! ¡Vení, pues, abrazáme!

   Luciana Ortiz se despierta desconcertada con el rostro cubierto de lágrimas. La luz del mediodía le hiere los ojos. Mira a su alrededor y comprueba que todos los pasajeros se han bajado.

   –¿Ya pasamos por el Hatillo? – le pregunta al conductor.

   –¡Uf!, hace rato señorita, estamos en el paradero de Barbosa.

   –Confundida y sin saber a dónde ir, desciende del bus.

   –¡Señorita!, ¡señorita!, olvidó esto –gritó el conductor mientras señalaba unos chicles americanos desteñidos por el tiempo.

 


Sobre la autora

Luisa Fernanda Ochoa Roldan, Medellín, Colombia (1974). Realizó estudios  en comunicación en la universidad de Medellín. Desde muy joven mostró un interés particular por la escritura, ha sido finalista de varios certámenes literarios entre ellos: Premios huella universidad de Medellín, Cuentos de inmigrantes de western unión y Concurso de relatos cortos de la cultural de Montréal. Actualmente vive en Montréal, Canadá, donde realiza estudios en intervención Psicosocial en la UQAM.

4 thoughts on “Las siete vidas, de Luisa Fernanda Ochoa Roldán

  • el 22 agosto, 2018 a las 4:35 am
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    Muchas felicitaciones a la autora! Me encantó su relato, me llegó al corazón y hasta se me aguaron los ojos.

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  • el 22 agosto, 2018 a las 9:31 pm
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    Hola, Claudia: Gracias por dejarnos tu opinión. Nos alegra que te haya emocionado. ¡Saludos!

    Respuesta
  • el 23 agosto, 2018 a las 4:59 am
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    Hermoso relato, me atrapo!!! Felicitaciones a la autora!

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  • el 27 agosto, 2018 a las 2:41 pm
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    Bravo mi Luisa nada que no sea digno de ti me encanto un abrazo

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