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El escritor y su curiosidad (7)

                                            RIVALIDADES ENTRE ESCRITORES:
                                                                                             De la crítica al insulto
 
 

 
Siempre gustaron de convertir las rivalidades entre escritores en noticia, como si fueran un cuerpo extraño a este mundillo. Los enfrentamientos han sido moneda de uso común a lo largo de la historia y en ellos se han columpiado hombres y mujeres de todas las profesiones y razas porque la envidia, el endiosamiento y la exclusividad no son patrimonio de las plumas, por muy bonito que escriban. Amén del Vanitas vanitatis, que rezaba el Eclesiastés. Ciñéndonos a los escritores, tenemos suficientes ejemplos para comprobar que no basta ser un buen poeta o novelista. A veces, ni siquiera el mejor: para algunos, se ha de ser el único, sin posibilidad de que una sombra mitigue tanto resplandor. Habrá más razones, sin duda; todas buenas para la polémica. En ocasiones, la controversia es buscada y amamantada; una táctica de resultado rápido y seguro que permite ver el nombre escrito en los papeles o la foto en la portada de la revista. Aun sabiendo que este tipo de polémicas no pasa de simple resorte publicitario, un recurso estéril y vano que solo sirve a los mediocres: ningún argumento con más peso que la calidad literaria, la capacidad de conexión con el público y el aplauso de la crítica seria. En llegando ahí, que cada uno decida.
 
A menudo, las polémicas han servido para afilar el ingenio y han obligado al autor a sacar lo mejor de sí mismo, a tirar de ironía y de sarcasmo y traducirlos en crítica inteligente. Hirientes, por supuesto, pero con ese toque de humor que de algún modo humaniza la acritud, a veces tomada por insulto. Francisco Quebebo, llamaba Góngora a Quevedo por su afición al vino tabernario que con harta frecuencia cataba. Y este le contestó con otra lindeza como el soneto Érase un hombre a una nariz pegado. Todo esto cuentan, aunque haya quien no esté de acuerdo y niegue los rifirrafes entre dos de nuestros mayores escritores del Siglo de Oro, pues hay que tener en cuenta los 20 años que separan a uno y a otro y que Góngora ya estaba bien asentado en la corte (llegó a ser capellán real) cuando Quevedo aterrizó en Valladolid. Y otro dato: Quevedo era un tipo acomplejado a causa de sus penurias físicas (llevaba muy mal su cojera) y no publicó poesía mientras vivió aunque algunas coplas suyas corrían de mano en mano firmadas por don Anónimo.
Solo voy a dar pábulo a las lindezas que uno y otro se dedicaron –si es que fue cierto- por aquello de la comparación con los tiempos modernos en que la polémica nos llega servida en platos de insultos hechos con materiales sin desbastar, toscos y barriobajeros. ¿Dónde quedó la finura de la ironía? ¿Qué fue del ingenio memorable capaz de responder con inteligencia a cualquier sarcasmo? ¿Ha desaparecido esa inteligencia o es preferible la burda comodidad de los insultos rastreros? Soplagaitas, inepto, gilipollas y otras lindezas de la barra del bar sustituyen a la crítica mordaz, al comentario agudo y un “lo digo porque me sale de los cojones” ocupa el lugar del argumento razonado. Se provoca, se amenaza, se busca el aplauso fácil manipulando los sentimientos.
Hay y ha habido de todo, no obstante. Los hay contumaces, más constantes repartiendo caña que el Coronel Aureliano Buendía tallando pescaditos de oro. Uno de ellos fue Borges, que repartió a diestro y siniestro y a veces con el

desatino de caer en la descalificación ideológica como argumento literario. Una perla suya: «¿Y si les digo que después de leer los poemas de Unamuno he resuelto hablar sobre cualquier otro?” También puso de vuelta y media a Góngora, a Joyce y a alguno más, pero recibió una medicina parecida por parte de Gombrowicz, que lo llamó “sopita aguada para literatos” Sin salir de Sudamérica, el joven escritor Nicolás Cabral critica a Vargas Llosa por ser un “plumífero de las peores causas, su prosa escolar colabora secretamente en el fenómeno que denuncia desde el púlpito”.
En otros territorios tampoco han perdido la ironía. Lawrence Durrell dijo de Henry James que «si tuviera que elegir entre leer a Henry James y que apretaran mi cabeza entre dos piedras, elegiría lo segundo” y Truman Capote no se quedó corto a la hora de enjuiciar a John Updike: “Es como una porción de mercurio: póngase una gota en la mano y trate de aferrarla. Se deslizará a un lado y a otro y no podrá cogerla, no sabrá qué hacer mientras corre por sus dedos”. Años antes, Charlotte Brontë criticaba la literatura de Jane Austin porque “no altera al lector con nada vehemente ni lo molesta con nada profundo: las pasiones le son perfectamente desconocidas”. Pero quien se puso duro fue Mark Twain: “Cada vez que leo Orgullo y prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle en el cráneo con su propia tibia”.
Bukowski, que puso a caer de un burro nada menos que a Shakespeare (es ilegible y está sobrevalorado, dijo de él), recibió un abrazo poco cariñoso del poeta mejicano David Huerta: “Sus libros son la expresión de un sueño adolescente cumplido en todo su esplendor”.
Podríamos continuar escribiendo, que la acritud y la fiereza de muchos escritores dan para llenar una
enciclopedia de varios tomos, pero acabo. Lo hago con Bolaño, que también gustaba de poner bombas a las estatuas más conocidas de su Chile. La que más sorpresa me causó fue esta, dirigida a Neruda.A mí Neruda me gusta bastante, tal como lo digo en ese cuentito. Un gran poeta americano. Muy equivocado, por otra parte, claro, como casi todos los poetas. No era el sucesor de Whitman, en muchos de sus poemas, en la estructura de esos poemas, sólo podemos ver ahora a un plagiario de Whitman. Pero la literatura es así, es una selva un poco pesadillesca en donde la gran mayoría, la inmensa mayoría de escritores son plagiarios”.
 
 
 

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