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El maravilloso efecto de la lectura en nuestro cerebro

En la cultura en que vivimos solemos otorgar mucha importancia a lo que pensamos, a aquello que se ha dado en llamar “tener ideas propias” y que se expresa, entre otros aspectos, en el impulso a opinar que domina tanto la época en que vivimos.

No es casualidad, en este sentido, que los medios emergidos de la Web 2.0 y, entre éstos, especialmente las redes sociales, hayan triunfado tan contundentemente en nuestras sociedades, pues en cierto modo dieron cauce, se apropiaron y potenciaron esa elevada estima que se da a las ideas personales. Pareciera ser que ahora vivimos en una época en que estamos obligados a tener una opinión sobre cualquier tema y suceso, sin importar su índole, ni nuestro conocimiento sobre éste.

Como sabemos bien, esta tendencia ha dado origen a fenómenos hasta ahora inéditos en los ámbitos de la comunicación, la información e incluso del saber y la reflexión. Como referimos en otra nota, En El crepúsculo de los ídolos, Friedrich Nietzsche aconsejó la calma y la paciencia como condiciones necesarias para la reflexión y la “cultura aristocrática”. “Dejar que las cosas se nos acerquen”, escribió el filósofo, testigo ya de este frenesí de estímulos que en los años del internet ha llegado a niveles impensados y que, para lo que toca a las tareas del pensamiento, suele ser una bruma que todo lo confunde. Dicho de otro modo: aunque conocemos la dificultad de pensar en medio del ruido, al opinar, pocas veces nos damos cuenta de que somos parte de él, que contribuimos a mantenerlo y que esa opinión nuestra es probablemente producto de dicha confusión. En ese contexto vale la pena hacer una pausa, detenernos, reflexionar y, siguiendo el consejo de Nietzsche, en vez de perseguir desenfrenadamente las ideas, permitir que sean ellas las que se nos acerquen.

A la luz de esta actitud podemos acudir a un recurso que, a lo largo de los años, no ha perdido vigencia como nutrimento de la mente y de las ideas con que experimentamos el mundo: la lectura. A lo largo de su existencia y de su desarrollo, la lectura ha adquirido una forma de practicarla que dialoga vivamente con el acercamiento intelectual con que el ser humano aprehende y entiende la realidad. Es, además, heredera de otras épocas del mundo menos preocupadas por la reacción instantánea y la recompensa fugaz.

Usualmente, la lectura nos entrega otra experiencia no sólo de conocimiento o de las ideas, sino también del tiempo. Esa es la diferencia, por ejemplo, entre la lectura ligera y superficial con que solemos leer en internet y la lectura tal y como ocurre con un libro físico. Incluso cuando se trata de e-readers u otros dispositivos diseñados para los libros electrónicos, la lectura en medios impresos incita de suyo a un nivel de profundidad específico que ha sido demostrado en diversos estudios en los cuales se ha observado que el cerebro humano cumple un esfuerzo distinto al leer un libro impreso, activando zonas relacionadas con la empatía, el análisis y la reflexión. Esta coincidencia de habilidades cognitivas permite al lector no sólo codificar para sí el significado de lo que lee, sino además construir gradualmente una postura subjetiva al respecto,

Dicha sincronización ocurre, por otro lado, casi exclusivamente al leer, pues no hay casi ninguna otra actividad humana que involucre algunas zonas del cerebro asociadas con el lenguaje, la percepción, la imaginación, la creatividad, el pensamiento abstracto y otras cualidades tanto o más complejas que éstas. El giro angular, por nombrar un ejemplo, o la llamada área de Broca, son necesarias para entender el ritmo y la sintaxis de una frase, en cualquier nivel de complejidad que ésta pueda tener.

En ese sentido, la poesía y la ficción son dos de los géneros que mayor efecto pueden causar en nuestro cerebro. La poesía, porque se trata de un ejercicio complejo en el que:

1) Conviven el sentido figurado y el literal de las palabras de un idioma.

2) Interviene la subjetividad del lector.

3) Una experiencia subjetiva se eleva, a nivel lingüístico, a una experiencia susceptible de ser entendida por cualquier otra persona

La poesía suele identificarse con una lectura emotiva, pero no menos cierto es que también se trata de un ejercicio altamente intelectual. Y el cerebro así lo vive. El córtex del cíngulo posterior y los lóbulos temporales medios, asociados con la introspección, se activan al leer un poema especialmente emotivo para nosotros, pero también otras regiones relacionadas con la memoria e incluso aquellas del hemisferio derecho que se han vinculado con la apreciación musical.

En cuanto a la ficción, su efecto se ha observado sobre todo en relación con la empatía, esto es, la capacidad de identificarnos con las emociones de otros y comprenderlas. En otras palabras, es capaz de generar un lazo emocional. Lo notable de la lectura es que esto puede llegar a ocurrir incluso con personajes ficticios. Lo cual refleja las operaciones de nuestro cerebro, el cual evolucionó para entender procesos emocionales tan complejos como la empatía, algo decisivo para nuestra supervivencia como especie. La literatura de ficción, en este sentido, es capaz de emular la vida, y con esto la posibilidad de “sentir nuestras” las emociones que se desarrollan en las historias que leemos. Así ocurre, por poner un ejemplo clásico, con las novelas de Dostoiveski y otros grandes escritores del siglo XIX (Dickens, Tolstói, Chéjov, etc.).

Más allá de los estudios científicos, es posible percibir esta disposición haciendo una pequeña prueba, una que permite darnos cuenta de que nuestra disposición –intelectual, corporal, anímica– es otra cuando tenemos un libro entre las manos a cuando leemos en un dispositivo electrónico. El libro, por así decirlo, suele invitarnos a adoptar ese cambio, a darle su lugar, sea porque leer se trata de una actividad predilecta, o acaso porque el título o el autor que leemos nos gusta especialmente, o simplemente porque le tenemos una estima singular a los libros. Por eso también es común que las personas tengan un espacio designado para leer (en su propia casa, en un parque público, en un café), o que lo hagan en ciertas horas del día.

Y, en un efecto igual de elocuente, quien haya profundizado en su lectura y de pronto tenga que interrumpirla, se dará cuenta que dejar las páginas del libro que tanto lo cautivó es un poco como salir de un mundo para entrar a otro, como despertar de un sueño o de una alucinación, regresar a la realidad aunque no sin antes haber descubierto otras vías de acceso a las ideas y el conocimiento: caminos alternativos en los que la distracción se convierte en divagación y la prisa en calma, paseos en los que el tiempo desaparece y lo último en lo que pensamos es en la urgencia de tener una opinión.

 

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