Happy End (2017), de Michael Haneke – Crítica
Por Jordi Campeny.
A los maestros se les presupone siempre maestría, sin excepciones. No importa la disciplina; cuando admiramos a un creador le atribuimos un genio indesmayable y exigimos la excelencia perpetua. Sin altibajos. Cuando aparece un trabajo matizado, sin la rotundidad de sus grandiosas e inapelables obras anteriores, podemos sentirnos defraudados y con la tentación de repudiar el trabajo; de apedrear al maestro. A veces ocurre justo lo contrario: cuando, además de admirar, amamos al maestro, o sentimos una extraña vinculación afectiva con él, tendemos a ponernos condescendientes y a perder incluso el sentido crítico, negándonos a admitir un evidente tropiezo.
Estas reflexiones, o divagaciones, vienen a cuento de las reacciones suscitadas por la última película de uno de los más grandes e irrefutables maestros del cine europeo contemporáneo, el director austríaco Michael Haneke, Happy End. La película, presentada en el Festival de Cannes de 2017 –se ha estrenado en salas más de un año después–, ha tenido, salvo algunas excepciones, una acogida entre tibia y negativa. Vamos a intentar averiguar por qué.
El motivo principal por el cual una película acumula malas críticas es, o debería ser, obviamente, que dicha película es mala, o fallida. ¿Es el caso de Happy End? Rotundamente no. Paradójicamente, incluso sus detractores estarían de acuerdo con tal afirmación. ¿Qué sucede entonces? Pues lo que apuntamos al empezar: que al maestro se le exige excelencia a tiempo completo. Si Happy End no llevara la firma del austríaco, habría unanimidad en la crítica, y ésta sería, sin duda, muy positiva. Pero Haneke es Haneke; ha marcado a fuego su huella en la historia del cine europeo reciente y ha creado escuela –Yorgos Lanthimos, por ejemplo–. La aparición de cada una de sus películas constituye un auténtico acontecimiento cinéfilo. Venimos de La cinta blanca (2009) y Amor (2012), dos obras maestras, dos Palmas de Oro en Cannes. ¿Cabía esperar otra película en la cúspide? La lógica lleva a pensar que no, y el maestro lo sabía mejor que nadie. Por eso ha sorprendido con Happy End, este interesantísimo compendio de toda su obra, esta película misteriosa y matizada, este complejo terremoto familiar disfrazado de sencillez y serenidad. De formas más suaves, pero de fondo igualmente tormentoso y chiflado.
La película se desarrolla en Calais, punto clave del drama migratorio europeo, y nos muestra las miserias que se esconden bajo una familia burguesa obscenamente disfuncional. Haneke ha concebido su último trabajo como una especie de estación de llegada –lo reza su mismo título, puro sarcasmo–, y construye un artefacto autorreferencial, cocido a fuego lento, que no impacta con la inmediatez y brutalidad despiadada de anteriores trabajos, pero que va inoculando sutilmente su veneno en el espectador, con el grado de perversión rebajado y, en ocasiones, a golpe de inusitado sarcasmo.
A pesar de los matices que la película añade a la totalidad de la obra hanekiana, las piezas que la componen contienen todas las claves estilísticas y morales del maestro; son perfectamente reconocibles. Happy End es, como todas las películas de Haneke, rigurosa e implacable en lo formal, en la composición de planos y secuencias. Contiene la narrativa fragmentada de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994) o Código desconocido (2000) –con la que comparte, además, una incisiva denuncia al paternalismo burgués frente al drama de la inmigración–; la película incide en la alienación que han traído consigo las nuevas tecnologías, como sucedía en la escalofriante El vídeo de Benny (1992) y tiene algunos planos que se miran en Caché (2005), aparte de compartir temáticas con El séptimo continente (1989) o La pianista (2001). Pero con la película que más comparte e incluso se retroalimenta es con su predecesora, Amor (2012), quizás su trabajo más rotundo e incontestable. En el centro de ambas, una hija y un padre –pertenecientes a una familia de la alta burguesía en proceso de desmoronamiento– interpretados por dos leyendas del cine francés: Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant. Éste último parece haber saltado de una película a otra, sin inmutarse, y en Happy End recuerda la historia de amor y muerte que nos dejaba sin aliento en Amor. Trintignant, a sus 87 años y enfermo de cáncer, ha manifestado que abandona definitivamente el cine para refugiarse en la intimidad de su último tramo de vida con tranquilidad y sosiego. Se despide con una secuencia final para el recuerdo. Happy End, sarcasmo y caricia.
Racismo, violencia, depresión, impulsos suicidas que atraviesan a tres generaciones, perversiones sexuales, la incomunicación contemporánea, la mugre escondida bajo las convenciones burguesas, el fracaso del proyecto europeo o la certidumbre de un final son algunos de los temas que aborda esta obra menor, a la que uno aplaude sin dudarlo, discrepando de la opinión mayoritaria. Y es que puede que el mismo Haneke nos estuviera observando a través de ella, escondido tras alguno de sus flecos, invitándonos a cuestionar su propia mirada. Seguramente nos escrutaría con una sonrisa irónica esculpida en su rostro, inalterable y frío.