Los relatos de Culturamas

El niño que voló, de Gustavo Canzio

Es verano, y es bien sabido que en estos días de calor la productividad baja. Pero Los relatos de Culturamas seguimos aquí, esperando vuestros textos para publicarlos.

Esta semana os dejamos un relato con trazos de humor y fantasía sobre un niño que cruza un bosque en busca de un baño.
¡Feliz sol!
 

El niño que voló

Gustavo Canzio

   Que mi abuelo tuviera una casa en una isla marcó mi niñez y mi vida. Cada año, tanto en verano como en invierno, nos íbamos Roberto y yo, los dos solos, a vivir en una casilla de madera y chapa que él mismo había construido. No había televisión, ni agua corriente, ni electricidad; pero no me importaba. Yo era solo un niño cautivado por la inmensidad del rio Paraná y una selva llena de misterios.

   A veces recibíamos visitas. Todo el que venía traía consigo la ilusión de pasar días enteros pescando sin respiro. A mí la pesca me gustaba más bien poco, y la gente que pescaba menos aún; pero los dos amigos que mi abuelo recibió ese invierno, me caían simpáticos.

   Llevaban un par de días con nosotros, y empezaron a no estar conformes con el resultado de su pesca. Mi abuelo entonces les sugirió que cambiaran aquel día de lugar.

-Hoy no tiren desde el muelle muchachos. Es mejor si se van pasando el remanso, ahí sí, van a sacar.

   Los tipos no tenían idea de donde estaba aquello, pero el inmediatamente les tranquilizó diciendo: “No se preocupen que Gustavo los lleva”.

   Yo tenía apenas ocho años. El lugar que decía estaba un par de kilómetros siguiendo la propia línea de la costa. Había un sendero marcado por el paso de los isleños. Seguramente podían llegar sin mí, pero Roberto me veía feliz con ellos y vio una posibilidad clara de hacerme sentir importante y a la vez soltarme la rienda.

   Lo que encontraba fascinante de la isla era poder sentirme como inmerso en una película de piratas. Había vegetación frondosa, sonido incesante de pájaros y chirridos de insectos extraños. Plantas de hoja de serrucho y árboles de raíces retorcidas que crecían en el agua. Conocía zonas inundadas, casi secretas, a las que llegaba con la pericia de un aborigen salvaje. Para mí, adentrarme en aquel mundo era un pasaporte instantáneo a la aventura.

   Cuando partimos, Roberto me despidió con una sonrisa ancha desde el balcón de la casilla. Se quedó un rato viendo como nos perdíamos entre los árboles. Me giré varias veces para verle, y juro que en su rostro no había la más ligera sospecha de que su amado nieto, iniciaba un viaje lleno de peligros.

  La caminata fue amena. Yo marchaba delante como un explorador, y les iba contando de quien era cada casa por la que pasábamos. Estaban casi todas cerradas porque la gente era más de ir en verano.

   Había a lo largo del camino varios puentes, la mayoría enclenque, sobre zanjones y salidas de arroyos. A veces era una pasarela colgante de maderas separadas, y otras solo un tronco largo, ancho y resbaladizo por el que se cruzaba como un equilibrista.

   En el último tramo, faltando poco para llegar; pasamos por la puerta de la casa de “Los Morales”. Eran una familia como de diez hijos de diferentes edades. Tenían una casucha muy precaria y cantidad de perros que usaban para cazar. Los chuchos estaban tirados por todos lados cada uno en la suya. Los amigos de mi abuelo murmuraron algo y rieron, pero preferí no interesarme. Yo conocía a Don Morales y sobre todo a su hija Julia; una niña de unos doce años que físicamente parecía mucho más pequeña.

   Tenía un instinto natural que me llevaba a guardar respeto por aquella pobre gente, y la forma que encontraba de hacerlo era pasando por la puerta de su casa como si fuera invisible.

  Caminamos un poco más hasta llegar al codo del rio. Justo en ese punto, la corriente formaba una zona de remolinos, donde al parecer era muy peligroso bañarse, pero bueno para pescar. Los amigos de mi abuelo no tardaron nada en organizar sus cosas y automáticamente empezaron a comportarse de manera tediosa, como suelen hacerlo casi todos los pescadores.

   Empezaba a temer que me aburriría un montón, cuando sentí un sacudón interno inesperado. Sucedió rápido y fugaz; pero la sensación cuando te asalta un apretón es inconfundible ya mucho antes de los ocho años. Si lo primero que aprendes al nacer, es a  tener hambre y comer; lo segundo; es una consecuencia inevitable de lo primero.

    Lo más simple hubiera sido que me perdiera un rato entre la maleza y, sin aspavientos, me liberara de mi carga. Pero se ve que a pesar de estar por entonces muy acostumbrado a bañarme en el rio, andar descalzo por el monte o juntar lombrices y cangrejos con las manos; no había tenido nunca una urgencia gástrica en territorio salvaje.

   El segundo aviso me asaltó valorando mis opciones. Fue más fuerte que el primero, una suerte de confirmación de que la cosa iba muy en serio; de que sería imposible intentar aguantar hasta que regresáramos.

   Sin perder un instante, me decanté por la peor de mis opciones. Ahora vuelvo, les dije a los tipos, y salí disparado sin importarme siquiera si me habían escuchado.

   Caminaba ligerito, evitando las sacudidas. Movía los pies cerquita del suelo como si fuera patinando. Apuraba una sucesión de pasos no muy largos, con intervalos de otros minúsculos. Marchaba muy concentrado; casi en estado de trance. Llegué a un momento de compenetración tan profundo que sentí moverme con el sigilo de un ninja. Era como flotar, como atravesar la selva suspendido en una nube.

   Al desandar el camino, regresé al paso obligado por la casa de “Los Morales”. Seguía sin haber nadie a la vista. Esto lo comprobé desde mi visión periférica, porque llevaba la vista clavada en el suelo, para ir sorteando las imperfecciones del sendero. Marchaba imperturbable con una sola idea en mi cabeza: llegar al baño de la casilla lo antes posible. Y en medio de ese desafío, de ese viaje casi espiritual; emergió de repente un presentimiento, con aire de premonición; que antecedió por milésimas de segundos al gruñido del primer perro. Es tremenda la velocidad de procesamiento de datos que tiene un cerebro, incluido el de un niño.

Fijo que debe ser ese perro feo, todo negro, de pelo duro y orejas puntiagudas, pensé. Seguro que como me ve solito, le entraron ganas repentinas de desayunarme, y está invitando a sus colegas, en clave de perro, a tenderme una emboscada mortal.

   Al gruñido inicial, que era grueso, le siguió uno más fino y amenazante; y este a su vez dio paso a otros variados, hasta desencadenar una secuencia de sonidos aterradores a mi paso. El asqueroso perro negro ladró incorporándose; fue un ladrido metálico y espeluznante que atronó en la selva y desató la cacería. Una docena de perros medio salvajes iban a perseguir a un niño. Perros acostumbrados a cazar en grupo, a correr por el monte y meterse en el agua. Los usaban para acorralar a carpinchos y jabalíes. Ninguno era de raza. Los había medianos, pequeños y grandes; de color café, blancos y moteados. No había uno que fuera igual al otro. El único rasgo que compartían era la mala leche que tenían.

   Estaba inmerso en una carrera frenética desde el mismísimo instante en que el perro negro ladró. Aquello había sido el disparo de salida de una persecución que rayaría lo paranormal.

   En el momento que había echado a correr, los perros estaban dispuestos a ambos lados del camino, y no terminaba de dejarlos atrás. Mis primeras zancadas las di mientras los chuchos se iban poniendo en pie y se me abalanzaban intentando cortarme el paso. En ningún momento me dio por girarme porque sabía que en ese caso quedaría rodeado. Solo corrí; con todas mis fuerzas, sin respirar, ni pensar. Corrí desesperado entre un enjambre de dentelladas de diferente calibre. Recogía los brazos esquivando los tarascones. Casi podía oler el hedor de sus pestilentes alientos. Los mordiscos al aire me salpicaban de babas, y todo sucedía en una carrera que a cada instante era más veloz y desenfrenada

   Nunca me cazaban en el poli-ladrón,  ni a la mancha. Ganaba carreras a otros chicos más grandes que yo, y era un virtuoso en maniobras de evasión. Mi mamá podía dar fe de ello.

    Iba lanzado; dopado instantáneamente por litros de adrenalina. Estaba corriendo tan deprisa que ni una jauría asesina podía mantenerme el paso. Cada tanto giraba la cabeza para controlar que tan encima tenía sus mandíbulas. Y en uno de esos giros, que hacía en microsegundos; sucedió que al volver sobre el camino, aquel ya no estaba.

   La imagen que recibieron mis ojos fue la orilla lejana de una zanja enorme llena de agua marrón muy turbia. Aún no sentía la sensación de vacío que provoca estar suspendido en el aire, porque a las neuronas que daban esa alarma todavía no les había dado tiempo para mandar el mensaje. Imagino que esa era la razón por la cual mis piernas continuaban corriendo, sin suelo bajo los pies.

En medio de todo ese desbarajuste sensorial, mi cabeza trataba de encajar las piezas, y la única conclusión a la que podía llegar, era que estaba “volando”. La distancia que tenía por delante para conseguir aterrizar en la otra orilla parecía kilométrica. Mis posibilidades de no caer en el agua eran estrictamente remotas, salvo que una fuerza mágica y misteriosa me propulsara sobre aquel abismo turbio. En medio de la desazón, mi desesperación decidió abrirse paso, y comencé a agitar los brazos como si fuera un bimotor enloquecido.

    Los humanos no pueden volar; es algo imposible por más fuerza o destreza que se tenga; pero por lo visto, los pibes asustados, rápidos y con amenaza de diarrea, a veces lo consiguen.

   En una mañana de julio de 1977, un pibe de ocho años desesperado pudo volar. No hay evidencias sólidas de aquel suceso, mezcla de milagro y evento mágico, pero si las hubiera; nadie sería capaz de creerlas.

   Fue inverosímil, una locura, un hecho paranormal, una salvajada de vuelo. Estaba consiguiendo el record mundial a perpetuidad de salto a una zanja, y quizá no saliera vivo para poder contarlo. La parábola en dirección descendente me iba a depositar justo en la pendiente resbaladiza de barro arcilloso, besando el agua. Las piernas que en ningún momento detuvieron su marcha, dieron como diez pasos resbalando en el mismo punto, hasta que conseguí pisar tierra firme.

   Tenía las manos contra el suelo y el culo levantado, en posición similar a la de un corredor antes del pistoletazo. Consciente del milagro que acababa de experimentar, me giré un instante para contemplar a mi espalda el gesto desencajado de mis demoníacos perseguidores.

   La jauría entera había claudicado en la otra orilla. Soltaban un coro de ladridos, de Guaus estiradísimos. No eran Guau…”te cómo”, ni Guau “te muerdo”…eran sin duda Guauuu  de alucine, de asombro. Si hubiera sabido lenguaje perruno, estoy seguro que les habría escuchado decir:

-¿Viste como vuela ese pibe?

   Mi descomunal salto, pulverizó la moral de la mayoría de los perros; incluso hubo algunos que decidieron indultarme por pura deportividad perruna; algo así como ”ningún pibe que es capaz de dar semejante salto, merece que nos lo comamos”.

  Todavía estaba agazapado en la orilla fangosa cuando pude ver como el asqueroso perro negro, corría jadeante, invitando a sus colegas a alcanzar el destartalado puente   que les cruzaría a mi territorio.

   Ya estaba en posición de corredor; así que levanté un poquito más el culo y arranqué. Les llevaba ventaja porque el puente estaba unos cuantos metros más allá.Y entonces corrí, y corrí, y corrí… como un loco; como solía hacerlo; como era capaz. Era una mezcla de Usain Bolt y Forrest Gump. Cruzaba la selva como un rayo, acompañado por el sonido de mi desesperada respiración. En ningún momento hasta ahora había tenido tiempo de tener miedo, de sentirlo de verdad. Estaba asustado, pero la urgencia por salvarme no dejó que aquella sensación se extendiera.

   No podía calcular tiempo ni distancia, porque había perdido la noción de la realidad y la frontera de lo imposible. Solo corría jadeando, incauto; hacia los momentos más angustiantes de toda mi vida, avanzando por un sendero arcilloso en la más absoluta soledad.

   Es horroroso estar solo y que te persigan. Tener la certeza de que no hay nadie que pueda venir a ayudarte. Cruzar, un bosque, selva, -o como quieran llamarlo- con ocho años; y sentirte acechado desde la maleza. En la distancia escuchaba a los perros lanzar un fantasmagórico concierto de aullidos, como si aún no hubieran renunciado a la idea de cazarme. Por momentos creía oír gruñidos y el ruido de ramas agitándose muy cerca.

   Cada paso era menos veloz, y más vulnerable. Estaba exhausto, pero no me detuve; el terror no me dejó. Llevaba un rato empuñando una caña que había manoteado a la vera del camino, y que pensaba usar como lanza; si el diabólico perro negro al final me alcanzaba.

   Al cabo de un rato, de sentirme un náufrago en un océano de angustias; empecé a ver entre los árboles la proximidad de la casilla de mi abuelo. Ni en esos últimos metros conseguí sentirme a salvo… No; hasta estrecharme contra su prominente barriga en un abrazo inabarcable. El viejo se sorprendió de verme tan pronto de vuelta. Estaba reparando un farol debajo de unas casuarinas. Me preguntó si estaba bien, y le asentí con la cabeza porque no tenía aliento para pronunciar una sílaba. Se quedó mirándome, y me creyó. Se ve que la felicidad de alcanzar mi meta, me borró al instante cualquier huella de horror.

-¿Por qué volviste tan pronto?”- preguntó. Entonces, solo entonces, me acordé de que quería llegar al baño porque me dolía la barriga; aunque ya no.

-Me aburría – le conteste, Y sin más, me encaminé a la escalera para alcanzar mi primigenia meta.

  En la mitad de camino de los quince peldaños descubrí que había perdido una zapatilla; la que aún permanecía en mi pie llevaba pegado un prominente mazacote de barro rojo. Me descalcé pisando el talón con el otro pié, y la empujé por el hueco para que cayera donde dejábamos las cosas viejas, o la basura.

   Con frecuencia mi abuelo hablaba de lo irónica que suele ser la vida; pero no fue hasta esa mañana, en que pude comprenderlo dentro del cuarto de baño, con los pantalones bajos y manchados. Cansado, descalzo y sucio; me sentía victorioso viendo desde la ventana al perro negro diabólico merodear la casa con frustración.

   Ese día no cené. Me metí en la cama muy pronto para reparar mi extenuación. Al principio daba vueltas, inquieto;  y me abrumaban multitud de alucinaciones, hasta que inexorablemente caí rendido en el sueño más profundo que pude tener jamás.

    En la mañana desperté temprano y desayuné en silencio con Roberto; sus amigos aun dormían. Estaba muerto de hambre y algo confundido. Me cambié y abrigué bien antes de salir. Por la noche había llovido, así que me calcé las botas de goma para no embarrarme hasta las cejas. Al bajar sentí el impulso irrefrenable de buscar mi zapatilla bajo la escalera; la protuberancia de arcilla continuaba pegada a la suela.

   El rio estaba sereno. Le cubría una capa de bruma gorda y densa. El paisaje era tan borroso y desenfocado como mis recuerdos. Cuando estaba así me gustaba sentarme en el extremo del muelle y quedarme en silencio; porque creía firmemente en que ese era el mejor momento para que algo misterioso y fantástico sucediera.

   Ahí llevaba un rato con la zapatilla en la mano haciendo cálculos de cuán lejos sería capaz de tirarla; buscando una frontera real entre las cosas probables y las imposibles, cuando sentí en la madera, la vibración que provocaba la llegada de alguien.

   Al girarme pude ver como la silueta de mi amiga Julia emergía de entre la niebla con delicadeza. Caminó hasta el extremo del muelle y se detuvo a mi lado. Teníamos la costumbre de saludarnos con un silencio, o un simple gesto de nuestras miradas. Parada delante de mí, esbozó una sonrisa suave y extendió su mano en la que sostenía mi zapatilla perdida. Me quedé callado de vergüenza. Ella también era tímida y de pocas palabras.

-Te vi volarme dijo, con un brillo divertido en su mirada. Yo le devolví la sonrisa, y un instante después reíamos a la vez. Era muy morena, llevaba el pelo cortado a trasquilones y estaba descalza.

   En ocasiones vuelve a mí el recuerdo de aquella mañana misteriosa, de ese momento en que la magia era posible, cuando Julia se marchó entre la niebla, llevando en sus pies las zapatillas de un niño que volaba.


Sobre el autor


Gustavo Canzio. Nací en Merlo, Buenos Aires, en 1969. Cursé periodismo en la escuela de Círculo de la Prensa. Con apenas 19 años era cámara de informativo y cronista radial, aunque mi verdadera vocación estaba en el teatro. Ingresé a la escuela de Arte Dramático de la ciudad de Buenos Aires (EMAD), pero me faltó cursar el último año de la carrera por el nacimiento de mi primer hijo. Convertirme en padre cambió por completo el rumbo de mi vida, y pasé a trabajar en una cadena de electrodomésticos. Llegué a España en el año 2002. Continuo siendo un comercial, pero ya dueño de mi propia tienda he encontrado en la escritura de relatos la manera de volver a conectar con el mundo creativo. “El niño que voló” fue escrito mientras espero a los clientes.

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