'Necesitamos nombres nuevos', de Noviolet Bulawayo
Necesitamos nombres nuevos
Noviolet Bulawayo
Traducción de Sonia Tapia
Salamandra
Barcelona, 2018
250 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Una barriada de Harare, capital de Zimbabue, y Detroit y luego ese corazón de Estados Unidos donde se cocina el maíz que no sabe a nada pero engorda mucho. Sí, necesitamos nombres nuevos. Porque un nombre no es una mera sucesión de letras, es un concepto, es un apunte de un trozo de realidad, en un pedazo de mundo, y ninguno de los dos son lugares donde merezca la pena vivir. A pesar de ello, Noviolet Bulawayo (Zimbabue, 1981) parece echar de menos la miseria. Algo que no debe llevarnos a engaño. No se trata de malvivir y de sentirlo como forma de sinceridad, sino de la infancia. Eso es lo que dejará atrás cuando pase la mitad de la novela y comience la pubertad, la adolescencia y el camino hacia ser adulto que se narra en la segunda parte de la obra. En la primera, nos encontramos frente a dos nombres que no deberían coexistir: infancia y desesperación. El mundo de los niños pobres que dibuja es el de aquellos que no pueden permitirse derrochar una caloría en otra cosa que no sea salir adelante, ni siquiera en molestarse en intentar comprender falsos consuelos, como los que les ofrece la iglesia, la religión, que será una abstracción incomprensible.
La niña protagonista vive en un chamizo, con el hueco de un padre que las abandonó y bajo el sol. El sol que estará siempre presente, en cada una de las primeras páginas de la obra. Mientras se relata la vida de un grupo de niños, se nos acerca a la realidad africana, a la explotación por parte de multinacionales chinas, que están comprando el continente, por ejemplo. O a la farsa de las Organizaciones No Gubernamentales, a quienes solo les interesa la foto, retratadas como parte de la pose del mundo desarrollado. También se sumerge en las revueltas populares, en la violencia de los coletazos de la colonización o en la muerte. Y junto a la muerte en el SIDA, todo ello prohibido a la mirada de los niños, quienes solo pueden ver los entierros desde la distancia y son incapaces de entender nada.
De ahí pasaremos, sin cortapisas, a Detroit, la ciudad decadente, y luego al interior de Estados Unidos. A los campos de maíz y a los hombres y mujeres de una obesidad obscena. Un mundo supuestamente desarrollado que nuestra niña sigue sin comprender y del que habla con extrañamiento. Se mencionan las cosas horribles que los inmigrantes deben hacer para legalizar su situación, como bodas grotescas, al tiempo que se lamenta la pérdida de los sabores en las comidas y las bebidas. Eso son nombres nuevos que necesitaría que fueran diferentes: lo que ve, lo que escucha y la gente. Durante su primera etapa en Estados Unidos compara las dos formas costumbristas de vivir: su barrio pobre africano, su comunidad rica americana, con niños consentidos, la televisión por profesor, las películas porno y el anhelo de romper las reglas sociales. La voz que nos ha ido acompañando desde la infancia hasta esa etapa, a punto de entrar en la mayoría de edad, se pega a la realidad y al sentimiento del narrador como una segunda piel. Es ahí donde demuestra su talento Bulawayo. Porque lo que viene a continuación será demasiado descarnado: la nueva esclavitud, que apenas se diferencia de aquella a la que se sometieron los recolectores de algodón hace doscientos años. La desolación, los grilletes y el continente común de la pérdida son otra forma de soledad, algo imposible de compartir pues quien puede entenderte apenas puede sostenerse sobre sus propios pies, mientras sufre una explotación idéntica. Este realismo social no es nuevo en la literatura, pero sigue siendo constante. Y no está de sobra incidir en él hasta que consigamos derrotarlo.