Los libros de la isla desierta: 'El extranjero', de Albert Camus
ÓSCAR HERNÁNDEZ CAMPANO.
Encontrar un lugar en el mundo resulta, en ocasiones, una labor titánica. Y, a menudo, inútil. Albert Camus narra la alienación no sólo de un país, de la sociedad o del mundo, sino de uno mismo como persona, como ser humano, como ser sensible parte de un grupo. Si nos preguntamos cuál es el grupo básico al que pertenecemos, la mayoría dirá que la familia. Un padre y, sobre todo, una madre. Hermanos, quizá. Luego otros familiares, los amigos, los vecinos, los conocidos, los compañeros de trabajo, los conciudadanos, los compatriotas, los humanos, los primates, los mamíferos, los vertebrados, los seres vivos terrícolas… Formamos parte de algún grupo, mayor o menor, y solemos buscar la pertenencia y la aceptación. El señor Marsault, el protagonista de la narración de Camus, filósofo y agitador de conciencias, no pertenece a nada. Es un extranjero de sí mismo. Podría haberse titulado el libro El alien, ya que la idea es la misma. Este hombre que viaja toda una jornada para velar a su difunta madre y ni siente ni padece, que vive una historia de algo parecido al amor y toda pasión le resulta mecánica e impermeable, que habita en un barrio cuyos vecinos se le antojan casi personajes de una película, porque él asiste a sus desgracias, a sus eventualidades sin pestañear, sin sentir, sin empatizar. Este caballero Marsault que mata porque le deslumbró la luz del sol y eso le hizo apretar el gatillo cuatro veces más de las necesarias es un hombre que está sin estar, que vive de puntillas, que nos arroja a la cara la gran pregunta: ¿A qué pertenecemos?
El juicio a Marsault es digno de recordar. El crimen del que se le acusa es el asesinato, pero se le juzga por inhumanidad. Se castiga su aparente frialdad ante el cadáver de su madre. Se busca condenar a un hombre que asusta porque no se amolda a los usos y costumbres, porque es un misántropo o, mucho peor, porque es extranjero en el sentido amplio de la palabra. El tribunal acaba juzgando a un hombre que no es como los demás hombres, a un ciudadano que molesta a la ciudadanía por su aparente falta de conciencia de pertenencia al grupo, al vecindario, a la ciudad, al país, al mundo y a la especie. Marsault debe ser eliminado. Su sentencia limpiará ese error humano que contamina el orden de las cosas. Y entonces el equilibrio que ese hombre ha roto, volverá.
Sin embargo, el sistema tiene resortes para reconducir al redil a todos sus habitantes, por muy malvados, extraños o maniáticos que sean. El cuerpo será destruido, aunque se puede salvar el alma, redimir una existencia aliena al cuerpo social. La iglesia tiene pastores que guían el rebaño y gestionan el arrepentimiento final, siempre válido, aunque llegue en el último instante. Al menos eso intenta hacer un sacerdote con el Marsault condenado, a punto de encaminarse al cadalso. Bien podría haber dicho con ironía el condenado que su reino no es de este mundo. Sin embargo, él sí siente que lo sea. No es ese el problema, su problema, si es que tiene alguno. Marsault goza del amanecer, del aroma del mar, de la brisa en la playa, de los placeres carnales. Es un hombre, es humano, pero no encaja en la sociedad que lo juzga y condena. A todas luces se siente un extranjero y los demás lo ven así y eso les asusta.
Las novelas, narraciones, disertaciones, ensayos, textos, libros de Camus (ya ocurrió con La peste, que está ya en la isla desierta) nos obligan a alzar la vista mientras leemos y repetir en un susurro la última frase leída, a reflexionar sobre lo que acabamos de leer, a masticar cada oración, cada párrafo, y extraer, o al menos intentarlo, lo que nos quiere decir, lo que pretende que nos planteemos. No es una historia para entretener, sino para obligarnos a recapacitar sobre nuestro papel en el mundo, en nuestro país, ciudad, grupo y familia. Qué somos, quiénes somos y qué consecuencias tienen las respuestas a las dos primeras preguntas. Y si todo ello importa o no. Marsault nos hace plantearnos si las convenciones sociales son o no útiles, compartidas obligatoriamente por todos o necesarias. Nos pregunta si seríamos tratados mejor en caso de comulgar con las costumbres, las leyes y lo que se considera normal. Nos interpela a fin de cuentas Albert Camus sobre el significado de ser, de convivir y de respetar.
O al menos eso creo. Me llevo esta joya, El extranjero, de Albert Camus a la isla desierta, donde, a buen seguro, en la soledad de sus playas, tal vez, entienda qué significa vivir en sociedad.