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Pobreza, marginación y bandolerismo: lo que no te contaron de la Edad Moderna

Por Tamara Iglesias
Mendigos, disminuidos psíquicos y físicos, pícaros cantoneros o simple gente humilde que lo había perdido todo por las malas cosechas o la defunción del cabeza de familia (habitual sustento económico de la estirpe moderna); la sociedad del siglo XV al siglo XVIII (denominada comúnmente como Edad Moderna o Antiguo Régimen) relegó a algo más del 10% de su población a una situación estructural inestable que la historiografía tradicionalista ha preferido eludir a favor de la preponderancia del supra (especialmente notorio en la gnosis de conquista y ostentación del caudal mercantil), el conflicto bélico y la epidemia.

Detalle de mendigo en el «Retablo dell’Annunciazione» de Joan Mates

Sin embargo resulta imprescindible para el conocimiento histórico-sociológico conectar estos últimos tres aspectos con la situación de privación que viven las comunidades modernas, ya fueran limitaciones consustanciales transitorias como en el caso de Venecia en el año 1530 (que tras sufrir los corolarios de la Guerra de los Cuatro Años hubo de hacer frente al avance del imperio otomano durante casi ocho años, un periodo que se saldó tras su anexión a la Liga Santa) o por un deterioro progresivo; ejemplo paradigmático y notorio de este último fue el proceso inflacionario de los productos alimenticios en la segunda mitad del siglo XV, debido a la importación desde el llamado “Nuevo Mundo” de una gran cantidad de metales preciosos así como al aumento de la demanda en razón a la contundente e inesperada crecida demográfica. A principios del siglo XVI la tasación de los alimentos también asciende a causa de la epidemia de peste negra, para precipitarse luego rotundamente a medida que la población disminuye y se desvanece la demanda previa.
Indudablemente se requiere tener en cuenta que las clases trabajadoras, tanto urbanas como rurales, vivían ajenas a la llegada de la plata y el oro traído de las expediciones colonizadoras, al albor de una coyuntura económica negativa que podía situarles en el irreparable umbral de la pobreza; la dependencia meteorológica para lograr buenas cosechas y el conocimiento de las retrospectivas de mercado resultaban a menudo insuficientes para garantizar la subsistencia de familias supeditadas a los bruscos giros sociales, tecnológicos y pecuniarios de su entorno. La maleabilidad de la situación de estos núcleos estratigráficos supuso, de hecho, la creación de arcas o depósitos municipales que concediesen préstamos de cereales, semillas y pagarés (considerablemente devaluados) para asegurar la supervivencia de estas familias y evitar que se lanzasen a las calles para mendigar (uno de los principales problemas de la sociedad moderna, que no encontraba forma de controlar a estos miembros sin patrimonio). Poco o nada se podía hacer por las viudas, ancianos y enfermos, que suponían uno de los mayores umbrales de pobreza prolongado y todo un reto para el Antiguo Régimen; el ínfimo esfuerzo de dádiva social era cuasi tan general como el propio fenómeno de carestía, que se mantenía atemporal debido a la ya mencionada oscilación demográfica y el aumento de epidemias tras las acometidas hostiles de los países limitantes, aumentando el número de desvalidos y asignándole finalmente la resolución del problema a las instituciones de carácter religioso dedicadas a la caridad.
Escena de una «oficina de pobres» reflejada en la obra «La cura de los enfermos» de Domenico di Bartolo

Será con el primer tercio del siglo XVI que se producirá un importante cambio en las actitudes oficiales hacia el pauperismo, convirtiéndose los municipios en centros de asistencia social que sustituirían al auxilio clerical siguiendo un modelo parejo al de la Edad Media: a cambio de comida, ropa y cobijo los habitantes sujetos a limosna debían realizar trabajos sociales (recoger excrementos, baldear las calles, limpiar fachadas, patrullar la urbe del crepúsculo a la madrugada para evitar conflictos y ataques de maleantes… etcétera). Este contrato legal que suponía una mejora para las dos partes, comenzó a extenderse con profusión en ciudades de toda Europa gracias a la publicación de humanistas como Juan Luis Vives (autor de la obra titulada “De subventione pauperum”) que con sus descripciones lisonjeras provocó el apadrinamiento de este sistema por parte de regiones como Alemania y Países Bajos, cuyos organismos de asistencia social fueron conocidos (de manera extraoficial) como las “oficinas de pobres”.
En Francia, tras la fundación de instituciones como “Aumônes generales”, “Bureaux de pauvres” o San Vicente de Paúl (propia del siglo XVII), el método de ayudas sociales contó con la apelada “policía de pobres”, un órgano que no tenía como función la vigilancia si no el ordenamiento de los aspectos cívicos basados en las “polis” griegas que defendían la participación ecuánime de todo ciudadano en el encumbramiento de la ciudad; este medio proponía ejercer y normalizar el auxilio institucional regulando a aquellos individuos (foráneos o autóctonos) que participaban en el programa como ciudadanos de hecho, y expulsando a esos otros que fingían penurias y enfermedades inexistentes para sacar provecho, practicando regularmente el hurto, el engaño y la desaprensión. España e Italia serán dos de los países que invertirán una mayor cantidad financiera (sobre todo a finales del siglo XVI) en asegurar esta correcta ordenación, profusa en los montes de piedad (entidades benéficas donde los mendicantes que no deseaban ampararse en el programa oficial podían obtener sumas en metálico empeñando sus pertenencias, algo que ocurría con mayor profusión en caso de que estuvieran de paso en la ciudad) y cuya legislación solía resultar contundente (habitualmente las penas por practicar la indigencia sin necesidad o como predilecta opción frente al empleo remunerado, consistían en multas, azotes, mutilaciones o en trabajos forzados en las galeras, eludiendo la prisión por considerarse un delito menor).
A partir de esta situación la figura del mendigo se coligó con la del ciudadano que trataba de recuperarse tras la inesperada miseria de la urbe, mientras la del vagabundo comenzó a asociarse con la de ese hombre sin dueño (masterless-men fue la designación más común), sin patria y sin interés por ejercer un oficio digno; un truhán que se interesaba únicamente en la vida fácil y en la perpetración de delitos (siendo los más comunes el hurto, la violación y el secuestro en Italia, Francia, España y el centro de Europa) y que durante el siglo XVII le valió más de un predicamento negativo a los mercaderes ambulantes, los soldados licenciados y los peregrinos (tres de los paradigmas de individuo errante más comunes aunque, paradójicamente, más íntegro).
Grabado que muestra a un Hajduk de los balcanes

Pero sin duda el mayor inconveniente al que se enfrentó el Antiguo Régimen como consecuencia de la miseria fue el bandolerismo, una delincuencia organizada en el campo de la que a menudo participaban altos cargos aristocráticos y religiosos que veían en estos lugareños desesperados a un ejército fácilmente manipulable para sus consignas políticas (casos de Valencia, Mallorca e incluso Nápoles en el siglo XVI trascienden como los más palmarios). A rasgos generales cada parroquia rural debía hacerse responsable del sustento y disciplina de “sus” pobres por medio de las casas de misericordia y los albergues, pero a menudo la situación de bonanza de la feligresía resultaba insuficiente y provocaba la revuelta de los campesinos, que se veían en una situación de indefensión en cotejo con aquellos que habían optado por el éxodo rural (fue el caso de los bandoleros balcánicos llamados hajduks, personajes que posteriormente se convirtieron en parte fundamental del folclore eslavo y en héroes legendarios de la lucha contra los turcos cuando la regencia cumplió con sus demandas). La situación en los caminos comarcales fue tan abigarrada que incluso se incluyeron pasajes sobre aquellos países europeos que toleraban peor la situación (caso de España con Fernando el Católico en 1515) en las novelas de aventuras como el “Liber Vagatorum”.
Con la llegada del siglo XIX y el comienzo de la Edad Contemporánea podríamos creer que el ambiente mejoró pero incurriríamos en un error considerable, pues la precipitación de los conflictos bélicos (en España la Guerra de la Independencia y la Guerra Carlista) y la desintegración de estos sistemas paliativos (considerados negativamente por haber sido fundados en el seno de regímenes despóticos) dio lugar a un inusitado deterioro y una mayor sensación de indefensión para aquellos que dependían de la voluntad caritativa.

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