'Fantasmas de la ciudad', de Aitor Romero Ortega

Fantasmas de la ciudad
Aitor Romero Ortega
Candaya
Barcelona, 2018
234 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La tentación es muy grande: se llama Bolaño o Vila Matas. Es lo que corresponde, seguramente, a los jóvenes escritores, como en su momento todos intentaron imitar a Borges o, en un espectro mundial, a Kafka. Así pues, lo mejor es ser sincero. Y Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) lo es desde el primer relato, una serie de confesiones en las que expone su proyecto sin cortapisas. Es todo un aprendizaje, sí, y tras leer esa introducción falta por comprobar si existe una voz propia. Pero, digámoslo a quemarropa, para disfrutar de la literatura no es imprescindible que el autor demuestre ser único. El propio Borges y el propio Vila Matas han hablado de sus obras en construcción permanente, siempre afectadas por lo que iban aprendiendo de su entorno, que en buena medida estaba construido por libros. En ese sentido, sustituían la literatura basada en lo real por la literatura cimentada en la literatura. Romero Ortega retoma lo real con lo literario por bandera.

En un primer relato se nos presenta una situación kafkiana: varias personas son sometidas a una espera interminable y sin razón en un aeropuerto. Kafka era el rey en construir relatos basados en la postergación de un hecho que jamás llegaba a suceder. Pero, ¿cómo serían esos cuentos si tuviera un fin, aunque ignoráramos desde dónde ha llegado la resolución? Romero Ortega escribe cómodamente, con una prosa certera, sin cometer errores y con el suficiente atractivo como para no entorpecer la lectura. Así es como nos lleva de la mano a la hora de intentar solventar aquello que el propio Kafka no se atrevió a definir.

En los cuentos, algunos de ellos lo bastante largos como para que los podamos considerar novelas breves, está presente el viaje. Está presente la huida y la juventud. Es decir, la confrontación entre los sueños individuales y la realidad multitudinaria. Todo ello en ciudades de sobra conocidas, que permiten al lector vagar por ellas con los personajes: Madrid, Barcelona, Roma, incluso Mostar, de sobra conocida por la intervención española en ese enclave durante la guerra de los Balcanes. A nadie se le escapa la imagen del puente de Mostar, al que se refiere en el cuento que cierra el libro, en el que un hombre adulto, lo bastante adulto como para ser profesor universitario, y una chica lo bastante joven como para estar preparando su tesis, viajan a Croacia para fotografiar puentes y estudiar historia. Al fin y al cabo, la historia de Europa se ha escrito en esa región, que ha sido puente por el que han cruzado imperios y culturas en una y otra dirección. El relato muestra en acciones paralelas el viaje y el inicio del romance. Es el que tiene una estructura menos redonda del libro, donde se rompe la estructura segura del relato como texto cerrado, completo.

Previamente, Romero Ortega ha explorado la bohemia o el síndrome de Ulises, los itinerarios grandes y el cine gore, el crowfunding y los amantes de lo gótico, todo ello dentro de una relación imposible. O la escritura de un diario para comunicarse con el padre, con el recuerdo del padre, recurriendo de nuevo a otro de los lugares comunes en el que los escritores se han refugiado en algún momento de su carrera: El oficio de vivir, de Cesare Pavese, una lectura que impresiona mucho durante la juventud. También habla sobre viajes temporales, sobre envejecer, sobre la transición a otro tipo de vida, algo que uno llama hacerse adulto pero que puede entenderse como decadencia. Y siempre con personalidades en fuga, entre las que está Bob Dylan, sí, el premio Nobel de literatura en una fantasía metaliteraria, ofreciendo consuelo a las caricaturas de los viajeros, a gente que tiene dificultades para gustarse a sí mismos. Y el relato que es casi un monólogo interior sobre el escritor que justifica su pereza con algo que uno no sabe si es vanidad o complejo. En cualquier caso, destroza la libertad del ideal del escritor y nos lo presenta como alguien más atado a servidumbres, como un esclavo más del sistema social. Lo más sorprendente de este libro es esa serie de planteamientos que fluyen por la cabeza del autor. Estaremos muy atentos a su trayectoria.

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