No te preocupes, no llegará lejos a pie (2018), de Gus Van Sant – Crítica
Por Jordi Campeny.
En el vastísimo catálogo de cine independiente norteamericano sobresalen los nombres de dos directores de culto: uno ya desaparecido (John Cassavetes) y otro en activo (Jim Jarmusch), que representan la quintaesencia de una trayectoria coherente y puramente independiente: libre, heterodoxa, en los márgenes de la industria y los circuitos comerciales, alejados de los rígidos esquemas del sistema de estudios. Obviamente, la financiación es uno de los conceptos que diferencian al cine independiente del otro, y sus directores buscan sus propias fuentes. Como anécdota, volviendo al gran Cassavetes, para poder producir su película Shadows (1959), se valió de las contribuciones de dos mil oyentes de un programa radiofónico, cada uno de los cuales donó un dólar.
Los dos nombres citados constituyen el paradigma de este cine libre de esquemas y directrices y, por consiguiente, más creativo e interesante; aunque también es justo reconocer que, bajo el paraguas de lo indie, se han auspiciado auténticas vacuidades y bochornosas naderías. Nunca fue ni es el caso de estos dos gigantes, Cassavetes y Jarmusch; siempre en los márgenes, siempre con sus propios lenguajes cinematográficos no aptos para todos los paladares, desnudando emociones sin convencionalismos ni normas.
Entre los directores comerciales, o populares, y los independientes, hallamos una amplia franja de profesionales que se mueven entre las dos aguas, realizando trabajos arriesgados e independientes en algunas ocasiones, y popularizándose –y abriendo segmentos de mercado– en otras. Conviene no caer en el esnobismo de criticar tales trayectorias, puesto que llegar a más espectadores y hacerse un hueco en el mainstream es un cometido tan respetable como el de mantenerse alejado de él. Luego está cada espectador para decidir qué tipo de cine es el que más le estimula y enriquece.
El director Gus Van Sant es un claro exponente de director que navega entre estas dos corrientes y que cruza de un lado al otro del espejo con comodidad y desigual fortuna. Cuando las exigencias de la industria no han domado su espíritu libre, ha creado sus obras más personales, heterodoxas y, a juicio del que escribe, mejores. En este bloque de películas independientes situamos su fundacional Mala noche (1985), las icónicas Drugstore Cowboy (1989) y Mi Idaho privado (1991), su brillante Palma de Oro Elephant (2003), o la arriesgadísima y apasionante, casi abstracta, Gerry (2002), el film más antipopular y radicalmente alejado del mainstream de toda su carrera.
En otras ocasiones, sin embargo, sí parece sentirse cómodo en este mainstream del que tanto se ha alejado, firmando trabajos exitosos pero infinitamente más convencionales –El indomable Will Hunting (1997) o Descubriendo a Forrester (2000)– pero también imperdonables fiascos que invitaban a la deserción de su cine ad aeternum: el remake de Psicosis (1998) o El bosque de los sueños (2015). Y, entre tan prolífica y variada obra, encontramos algunos trabajos en los que el director se convierte en funambulista y sintetiza en una misma película estas dos posibilidades de hacer cine en las que habita su obra; la independiente y la mayoritaria, la libre y la domesticada. Es el caso de la oscarizada Mi nombre es Harvey Milk (2008) o su última película, No te preocupes, no llegará lejos a pie.
No te preocupes, no llegará lejos a pie narra la historia real de uno de los héroes de la contracultura de su Portland natal, John Callahan, alcohólico autodestructivo que, tras un accidente que lo dejó tetrapléjico, encontró una vía de expresión en el humor gráfico irreverente y corrosivo. Uno de los temas que aborda, por lo tanto, no puede antojarse más pertinente en los tiempos que corren: los límites del humor y de la libertad de expresión. Pero la película contiene algunos engorrosos tics buenistas del típico biopic de caída y redención, alternando escenas bienintencionadas, acomodaticias y bastante trilladas con otras más punzantes, hondas y divertidas que consiguen equilibrar el conjunto. Lo mejor de la cinta, sin duda, son las viñetas del propio Callahan insertadas en el montaje, que van puntuando la historia, ofreciendo retazos del humor negrísimo, ácido y genial de este antihéroe. Aunque desordenada y con demasiadas secuencias trufadas de retórica barata de autoayuda, la película acaba resultando satisfactoria por el humor políticamente incorrecto que la atraviesa, por el trazo a ratos inspirado de Van Sant y por la magnífica interpretación de un Joaquin Phoenix fundido, una vez más, con su personaje.
A pesar de ello, los seguidores del Van Sant menos atado a las convenciones se sentirán decepcionados con este último trabajo, y probablemente tal decepción se remonte a años atrás; quizás desde la hipnótica y desafiante Paranoid Park (2007). Fue a partir de entonces que el director suavizó fondo y formas, volviendo a guiñar el ojo a un público más amplio. Aunque seguimos hallando fogonazos de su genio, su cine parece haberse instalado en un territorio más cómodo; solvente, sí, pero infinitamente menos inspirador.