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Yo la busco (2018), de Sara Gutiérrez Galve – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.
Mi manera de sentir
Mi manera de sentir
Yo la busco y no la encuentro
La alegría de vivir. (Ray Heredia, «Alegría de vivir»)

La noche, como personaje implícito en el nuevo cine español, va proporcionando una filmografía que podría dar lugar a algún tipo de retrospectiva para analizar cuáles son las derivas de las nuevas generaciones de jóvenes, absolutamente perdidos y sin rumbo, con miedo a crecer, negando la madurez y anclándose a un síndrome de Peter Pan ficticio, para los que deambular por los espacios urbanos es una forma de huir de problemas reales o existenciales, una manera de no enfrentarse a lo más cercano, optando por difíciles meandros en los que, perderse, termina retrasando el momento de enfrentarse con la frustración del fracaso. Si normalmente la noche es el momento ideal para la magia, para el encuentro fortuito que puede transformar la monotonía en un instante fulgurante de alegría y en la antesala de un cambio definitivo, la realidad suele ser mucho más prosaica; a la madrugada le sigue el amanecer, y con la luz del día los problemas  persisten, están esperando, y nada del tiempo perdido vagando por la ciudad ha ayudado a solucionarlos.
Con múltiples variantes, con subtramas que diferencian unas de otras, ejemplos como Stockholm de Rodrigo Sorogoyen, Barcelona, nit d’estiu de Dani de la Orden, Lo bueno de llorar de Matias Bizé, Las amigas de Ágata, Mañana vendrá la bala de Gabriel Azorín, o Marisa en los bosques de Antonio Morales, por la que siento especial debilidad; utilizan la ciudad, en estos casos Madrid o Barcelona, no como espacio reconocible e identificable, sino como el lugar por el que se deambula sin atender a los reclamos turísticos. La ciudad permite ser paseada a lo largo de una noche, mezclando alcohol, sueños, marihuana, necesidades fisiológicas, encuentros casuales, oníricas apariciones, para que el/la protagonista intente exorcizar sus miedos y sus frustraciones, normalmente de tipo sentimental, sin olvidar el azote económico que se cierne sobre una generación que ha superado los 30 pero que siente cómo toda su preparación académica les va a condenar a una pobreza de por vida.
Para la directora Sara Gutiérrez Galve, en su primera obra, estudiante en la UPF; segunda cantera de creadores audiovisuales en Barcelona junto a la ESCAC; la película le permite, sin duda alguna, rastrear el fracaso sentimental de Max (convincente Dani Casellas) en una relación atípica y personal que mantiene con su compañera de piso (Laia Vidal, igualmente creíble pese a que su presencia es menor en la historia pero no deja de ser el leitmotiv de las reacciones de Max); dos personas que, sin llegar a ser pareja, ni amantes, ni sólo amigos, ni sólo compañeros, lo son todo al mismo tiempo; una relación que se viene abajo cuando Max descubre que de un día para otro, Laia se va a mudar con su novio a otro piso, provocando en Max la sensación intransferible de ser el último en enterarse y sentirse engañado, y en el espectador la desubicación de comprender que esa vida íntima, hasta impúdica, que hemos contemplado minutos antes, no es la de una pareja estable, sino la de una pareja de amigos con sus vidas paralelas separadas. Pero la película permite también, a la directora, ahondar en las soledades de la vida contemporánea, en la hostilidad del espacio urbano, en lo efímero y arbitrario de las relaciones sociales, en la ausencia de compromisos sólidos, en la necesidad de sueños para mantener la alegría de vivir, aunque sean sueños tan inestables como los que genera la propia imaginación.
Cuando Max siente la incapacidad de seguir compartiendo el mismo espacio físico con Laia, a la espera de la definitiva ruptura de una convivencia cómoda, interesada, confiable entre ambos; se inicia ese recorrido nocturno que va a llevar del Eixample al Raval, del Raval a Guinardó, y de aquí de vuelta, otra vez, al territorio de la derrota. Un deambular que no deja de ser una huida hacia adelante, mezclando extrañamiento, sentido del humor, solidaridad puntual, encuentros y olvidos instantáneos, con una especie de obsesión absurda y tabla de salvación como es el empeño de encontrar a la dibujante de una libreta encontrada tiempo atrás y que, para Max, con independencia de que la directora lo utilice como excusa para que el relato se prolongue y se cree un clima de expectativa ante el encuentro, funciona como un objetivo que puede hacer cambiar su vida en un minuto encontrando un reemplazo a Laia sobre la marcha, se convierte en una coartada para que al personaje le pasen muchas más cosas en una noche desnortada, pero todas las cosas que pasan van acrecentando la sensación de solidez de la película.
El buen hacer de la directora sabe resolver el absurdo de muchas situaciones con un temple envidiable, donde muchos hubieran naufragado en la propuesta absurda, en el encuentro fácil, en la respuesta rápida y chapucera, Gutiérrez encuentra el tono justo para que todos los encuentros y desencuentros oscilen entre el humor, la tragedia y la empatía con Max hasta hacerlos verídicos y humanos, logrando que esa difícil escena final, esa pelea entre dos amantes que sólo lo son en potencia pero que no se han atrevido a llevar más allá su intimidad hasta consolidarla como pareja, consiga convencernos de que lo suyo ha sido una verdadera historia de amor en «stand-by» y que ninguno se ha atrevido a hacer real; que la línea entre un polvo redentor y una bofetada de frustración es tan sutil, y tan estrecha, como para caer en la gloria o en el patetismo, esa frontera por la que esta joven directora ha decidido moverse, jugando siempre en el alambre para caer del lado correcto en todas sus decisiones, con imperfecciones propias de una primera película, pero con la solidez de carreras mucho más asentadas, lo que nos permite asistir, otra vez desde Barcelona, al nacimiento de una nueva promesa, y van muchas, de la dirección femenina catalana.

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